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Procesos de aprendizaje

Una aproximación a la economía China

Les dejo con una síntesis de la economía china. Son solo unos apuntes con los que espero reflejar la gran complejidad que la rodea y lo difícil que es entenderla en profundidad, especialmente desde Occidente.

¿Qué idea puede tener un occidental, pongamos un español, nuestro vecino, sobre la realidad de un país como China? Por sus gigantescas dimensiones –alberga al 19% de la población mundial total-, la existencia de realidades internas muy dispares y las notables diferencias culturales e institucionales, constituye un enigma para el 99% de nosotros.

Pero ello no obsta para que cada uno tenga una opinión. Una de estas opiniones extendidas es que el re-surgir de la economía china es una de las mayores amenazas que enfrenta el mundo occidental, tanto por motivos geopolíticos como económicos –“los chinos están hundiendo nuestra industria y empleo”-. Otra, que China representa los males del capitalismo más salvaje; ése que devora a la población trabajadora con salarios de miseria para beneficio de unos pocos.

Lo que es indudable es la enorme importancia que tiene el gigante asiático. Reflejo de ello es la atención que los medios están prestando al XVIII Congreso del Partido Comunista Chino.

No es para menos, dado que China es la segunda economía más grande del mundo en términos de Producto Interior Bruto (esto es, todos los bienes y servicios que un país produce en un año), y que su espectacular crecimiento ha tenido un impacto muy significativo sobre el resto del mundo.

Por ejemplo, son uno de los principales compradores de materias primas de países latinoamericanos como Perú y Chile, y mantienen el boom económico en Australia. Además, sus inversiones en África han contribuido a un mayor dinamismo de esta región, pese a su controversia. Los españoles también lo hemos notado: en forma de productos más baratos o mayor competencia, a la vez que oportunidades, para nuestras empresas.

Por su efecto global sistémico, China se ha convertido en un importante foco de atención de los mercados financieros y medios de comunicación: lo que pasa en China nos acaba afectando a todos.

Un reciente informe del prestigioso Mckinsey Global Institute (Urban world: Cities and the rise of the consuming class, Junio 2012) nos da una idea del vertiginoso resurgimiento económico de China, y sus implicaciones en el panorama internacional. Según esta publicación, desde la mitad de la década de 1980 el centro de gravedad económico del mundo se ha desplazado, a un ritmo sin precedentes, desde los Estados Unidos y Europa hacia Asia, apoyado en el gigante asiático.

Así, en 1960 la economía china representaba tan solo el 0,9% del total de la economía mundial, cifra que aumentó ligeramente hasta cerca del 1% 20 años después. Fue entonces, hacia finales de 1978, cuando se pusieron los cimientos del espectacular crecimiento –alrededor del 10% anual en promedio- de las tres décadas siguientes: las reformas económicas de corte liberalizador y de apertura al exterior lideradas por el dictador Deng Xiaoping. Así, el peso de China sobre el PIB mundial creció desde menos del 1% en 1980 hasta más del 8% el pasado año. A efectos de comparación, en este mismo periodo, la región de América Latina y el Caribe, pasaba de representar poco más del 5% en 1960 al 6,4% de la economía mundial en 2011.

Sin embargo, existen matices a esta narrativa que deben tenerse en cuenta. Como sostiene el economista de Sintetia Abel Fernández, en un artículo titulado “¿Dónde está el milagro económico chino?” (4 de Junio 2010), en realidad el crecimiento de China tiene poco de milagroso o excepcional. Primero, porque es producto del masivo y consistente proceso de urbanización –trasvase de población del campo a la ciudad, con las ventajas en productividad y renta asociadas- y de los primeros pasos, desde un punto de partida tremendamente desfavorable, hacia un modelo institucional menos incompatible con la libertad económica y la creación de riqueza. Y segundo, porque otros países asiáticos como Taiwan, Corea del Sur, Singapur o Japón también experimentaron en la segunda parte del siglo XX procesos acelerados de crecimiento, partiendo desde niveles de renta míseros y llegando mucho más lejos que China.

La diferencia entre China y los demás estriba, entre otras cosas, en la vasta diferencia de la dimensión de sus países: más allá de la geografía, China alberga a algo más de 1.300 millones de habitantes, mientras que Japón no llega a los 130 millones; y el resto muchos menos.

Pese a que las cifras de crecimiento son espectaculares, y en consecuencia 600 millones de personas salieron de la pobreza en solo tres décadas, no debe perderse de vista el hecho de que la renta por habitante en China en 2011 está cerca a la que tenía España por 1984.

Pero debemos ir más allá de estos indicadores macroeconómicos como el PIB, que tan solo ofrecen una perspectiva a vista de pájaro, y en ocasiones distorsionada –especialmente en un país como China-.

En este sentido, una de las cuestiones que más interés despiertan es la distribución de ese crecimiento económico; o en otras palabras, la creciente e intensa desigualdad, que se manifiesta especialmente en la enorme brecha abierta entre la China urbana y la China rural. Si bien ambas han mejorado con el tiempo, la segunda –donde vive casi la mitad de la población del país-, lo ha hecho de forma muy modesta, presentando niveles de renta similares a los de algunos países africanos.

Conviene apuntar, no obstante, que el aumento de la desigualdad –cuando las reglas del juego son similares para todos- es un hecho que suele acompañar todo proceso de desarrollo económico. A medida que en un país se abren las oportunidades, no todos las aprovechan de igual manera, por lo que en las primeras fases crecen las diferencias de renta.

Ahora bien, el problema grave de la desigualdad surge cuando ésta proviene de deficiencias institucionales. En el caso de China, la corrupción galopante –producto del poder casi absoluto de las autoridades y la opacidad del régimen-, la ausencia de un Estado de Derecho, o la represión política que dificulta la existencia de vías por las que se canalicen las demandas de la población, son algunas de las principales manifestaciones. Así, las personas pertenecientes al Partido y más cercanas a él, consiguen determinados privilegios económicos a costa del resto. Por ello no es de extrañar que en el Partido figuren algunos de los hombres más ricos del país.

Éste puede ser uno de los factores potencialmente más desestabilizadores para el sistema, dado que contribuye a minar la legitimidad del poder político, tema capital para el mantenimiento de la dictadura comunista.

A pesar del cuidado que el Partido pone en garantizar su supervivencia, los retos a los que se enfrenta son de calado, y van más allá de la problemática de la desigualdad. Por un lado, la desaceleración del crecimiento económico –pasando de tasas del 14% en 2007 al 7,4% en el tercer trimestre de este año- y los riesgos de que se agrave en próximos trimestres, es una de las cuestiones que deberán atajar los nuevos líderes.

Pero no será fácil, por varios motivos. Uno de ellos es el entorno económico desfavorable que perjudica a sus exportaciones. Además, la fase por la que está atravesando la economía china en la actualidad puede considerarse como la ‘resaca’ de los desequilibrios incurridos en el pasado, en particular, un modelo económico excesiva y crecientemente dependiente en la inversión en capital fijo –infraestructuras, maquinaria, edificios, etc.-, en buena parte teledirigidas por los órganos de planificación central de turno con la ayuda del crédito barato. Y como sabemos por la teoría y la historia, estos experimentos tienden a fracasar, tirando dinero en proyectos que difícilmente serán productivos en el futuro y dejando un importante lastre de deuda.

Así, para hacer sostenible su modelo económico, China requiere una transición hacia un modelo menos dependiente de la inversión, y más orientado al consumo doméstico de las familias. Además, el encarecimiento de sus costes laborales –especialmente respecto a otros países con un menor grado de desarrollo que China, como los países africanos o de la región asiática- apuntan a la necesidad de recurrir a los procesos de innovación como el mecanismo principal de competitividad exterior. Pero esto lleva tiempo, y requiere de ciertas reformas estructurales que pueden no estar en el interés del Partido.

Por otro lado, las autoridades chinas tienen también que lidiar con un problema demográfico causado por el envejecimiento de la población. Según estimaciones, el ratio de personas mayores de 65 años sobre la población en edad de trabajar  se doblará en apenas dos décadas, lo que supone para el país un aumento importante en los costes de las jubilaciones que debe ser sufragado por menor número de trabajadores.

Si bien éste es común en buena parte de Occidente, en el país asiático está más acentuado debido a la política de control poblacional que se ha mantenido desde los años 80 –con la famosa política de hijo único-. Otra peculiaridad de China frente a países como España es su poco desarrollado y deficiente sistema de asistencia sanitaria.

Con estos retos en mente, la tarea que tiene por delante el nuevo equipo de gobierno chino no es nada sencilla. Las contradicciones internas y excesos del capitalismo autoritario made in China tendrán que resolverse tarde o temprano.

Pero déjenme acabar con una pregunta para la reflexión: ¿quién apostó antes de 1978 por que la economía china fuera a comenzar una senda sostenida de reformas y crecimiento como la que emprendió?

Esta es una versión sin editar y algo ampliada del artículo que publiqué en el número del Domingo 25 de Noviembre de la revista Época. Pueden leerlo aquí: http://tinyurl.com/c97ye5d

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