Benito Arruñada es Catedrático de Organización de Empresas en la Universidad Pompeu Fabra. Su más reciente libro, “Empresa, Mercado e Instituciones”, acaba de salir a la luz. En la primera parte de esta charla exclusiva con Libre Mercado, el Profesor Arruñada repasa la actualidad española. Esta segunda parte sirve como presentación de su nuevo libro a nuestros lectores.
Una introducción desde una perspectiva contractual a los principales problemas que se plantean en esos tres ámbitos, con numerosas aplicaciones a casos recientes, tanto empresariales como institucionales, desde las carreras profesionales a la reforma de los servicios públicos o la regulación de los mercados. Puede usarse como libro de texto, pero creo que es de interés para el lector general. Es fácilmente accesible y plantea asuntos generales.
Nuestra mente está adaptada al entorno de la Edad de Piedra y, por tanto, mal adaptada al entorno tecnológico que hemos creado. Sólo las instituciones —en general, la cultura, en su sentido más amplio— nos permiten salvar esa brecha adaptativa.
Por fortuna, se está produciendo una auténtica revolución científica en materia cognitiva, que está empezando a reorientar las ciencias sociales, aunque queda mucho por hacer.
Los derechos de propiedad son los incentivos automáticos de la economía de mercado. Cuando no existen derechos de propiedad, como sucede en el seno de las organizaciones, tanto privadas como públicas, hemos de poner en pie costosos sistemas artificiales para incentivar a los agentes económicos, sistemas que, a menudo, son poco eficaces.
Por eso, se intentan recrear elementos de propiedad allí donde es viable hacerlo, ya sea para reducir eficientemente la polución ambiental, o para evitar los incendios forestales o el agotamiento de las pesquerías.
Los libros de economía han abusado del ejemplo del faro marítimo como bien público, cuya producción debía, por tanto, organizarse desde la política. No prestaban atención a los costes que ello provocaba, y que llevan a que sus servicios suelan producirse con estructuras híbridas. Sobre todo, distraen nuestra atención de lo fundamental: cómo organizar eficientemente esos estructuras. Por ejemplo, cómo contratar y con quién la provisión de esos servicios, y cómo tarifarlos.
En este sentido, la perspectiva de Coase no sólo ilumina qué aspectos deben gestionarse públicamente, sino que nos insta a cambiar el centro de atención y hacer el análisis en términos más empíricos y menos teóricos, o, si se quiere, más pragmáticos y menos dogmáticos; nos fuerza a comparar soluciones reales, y no entelequias o, peor, a hacer comparaciones sesgadas de realidades y entelequias, como al comparar un mercado real, y por tanto imperfecto, con una política ideal, perfecta; o viceversa.
Y muchos otros problemas, como pone de relieve la crisis de las hipotecas. Para empezar, en cualquier conflicto contractual es difícil saber a posteriori quién estaba o no informado a priori, cuando se contrató.
Lo mismo respecto al equilibrio de las contraprestaciones. Por ejemplo, todo contrato de seguro parece desequilibrado a posteriori, ya sea a favor de una o de otra de las partes, según se haya producido un siniestro o no.
Además, la compasión nos lleva a proteger a quien ha tenido mala suerte o ha cometido un error. Sin embargo , si protegemos siempre a quien haya cometido un error, destruimos sus incentivos para no cometer errores. Sus incentivos para, por ejemplo, informarse mejor antes de contratar. Podemos así acabar entrando en un círculo vicioso en el que desaparece la responsabilidad personal.
Lo mismo que el mercado, la democracia, y, en general, todos los sistemas políticos, son formas de decidir, de tomar decisiones sobre cómo se usan los recursos y se reparte la producción.
Como tales procesos de decisión, funcionan mejor o peor en distintas áreas o problemas. Las sociedades prósperas son las que consiguen una interacción eficaz de ambos procesos. Comparando con esos países, en España, entendemos mal esa interacción: un origen principal de nuestros problemas es que están muchos de nuestros mercados es ya muy intervenidos; sin embargo, aún se cree que debemos imponer al mercado aun más decisiones políticas.
Más que por casualidad, por competencia; pero en política la competencia es siempre imperfecta. El “mercado político” presenta a menudo fallos más graves y del mismo tipo que los mercados comerciales, incluyendo asimetrías informativas, monopolios y externalidades negativas.
Piense, por ejemplo en la asimetría que supone la llamada “publicidad institucional”, o la sistemática ocultación de las cargas fiscales; el monopolio inherente a las barreras de entrada en la política; o los efectos derivados para la reputación de nuestras multinacionales de la proclividad de nuestros Gobiernos a decidir tarde, mal y nunca, siempre en función de sus propios intereses.
Lo de suponer altruismo en los agentes políticos es un buen contraste de deshonestidad intelectual, sobre todo cuando el analista supone que los agentes que actúan en el mercado son egoístas pero que las decisiones políticas persiguen el bien común, lo que presupone decisores altruistas. Esa especie de esquizofrenia epistemológica no es inconsecuente: lleva siempre a favorecer soluciones políticas, de mayor intervención del mercado.
En esencia, la trampa argumental reside en que el mercado falla por el egoísmo y se propone corregir sus fallos con decisiones políticas que, para funcionar, requieren altruismo. Obviamente, lo que necesitamos es comparar mercado y política en sus propios méritos, lo que requiere, claro, usar un mismo supuesto antropológico en ambos ámbitos.
Hay mucho analista que no parece ser consciente de su contradicción, pues, lejos de la pizarra, también critica el egoísmo de los políticos. Su problema quizá sea que la intervención demanda más analistas que el mercado. El mercado, por ser más automático que la política, viene a ser un competidor del analista.