Eso sí, es importante subrayar que, por mucho que el relato habitual de la “utopía sueca” haya seducido a millones de europeos, los hechos desmienten rotundamente el mito. Un análisis frío de la realidad sueca arroja conclusiones reveladoras al respecto.
Comenzamos en la segunda mitad del S. XIX, cuando Suecia aún era un país marcado por las hambrunas. Ante la necesidad de salir adelante, Suecia comenzó un proceso de apertura económica en la década de 1860. Esta estrategia se tradujo en un periodo de prolongado desarrollo socioeconómico. De hecho, entre 1870 y 1950, Suecia tuvo un crecimiento anual promedio de casi el 2%, superando a EEUU y solamente por detrás de Suiza. En su excelente estudio sobre esta cuestión, Mauricio Rojas ha descrito este periodo histórico como una fase de “capitalismo pujante y abierto al mundo. Una economía de mercado libre y de industrias de primera clase”.
En la Suecia de 1933, la carga tributaria total era inferior al 20% del PIB, un 5% menos que la fiscalidad francesa o británica. En aquellos tiempos comenzó a consolidarse una nueva situación política marcada por la hegemonía política del Partido Socialdemócrata, que ocupará el poder desde 1932 hasta 1976 y desde 1982 hasta 1991. Desde entonces, el intervencionismo del Estado creció de manera firme. No se trató únicamente de una cuestión económica: por ejemplo, entre 1935 y 1975 se esterilizó por la fuerza a decenas de miles de mujeres…
Por supuesto, la ingeniería social no venía sola: estuvo acompañada de un creciente rol del Estado en la economía. El gasto público pasó del 31% al 60% entre 1960 y 1980, y la plantilla de funcionarios se multiplicó por tres. Los sindicatos no pararon de ganar influencia, y el sector privado fue entrando poco a poco en decadencia.
La carga tributaria soportada por los suecos pasó del 28% del PIB en 1960 al 56% en 1989. En este contexto, Suecia empezó a experimentar una lenta pero continuada sangría laboral. Entre 1965 y 1985 se perdieron 274,000 empleos. Eso sí: a finales de los 80, tres de cada diez suecos trabajaban como funcionarios, doblando la media de la OCDE.
Sin un sector privado capaz de generar riqueza y empleo, el “modelo sueco” empieza a quebrar en los años 80. La crisis que siguió fue especialmente profunda: entre 1989 y 1994 el paro pasó del 2% al 14% y la deuda estatal se multiplicó por dos. El déficit público llegó a superar el 11%, mientras que el gasto público sobrepasó el 70% del PIB.
El hundimiento de las empresas dejó sin recursos al Estado, y la realidad se impuso a la ficción. La situación era tan desesperada que el Banco Central subió la tasa de interés al 500% para evitar el derrumbe de la corona sueca. Los suecos habían tocado fondo: en 1970 eran el cuarto país más rico del mundo según el “ránking” per cápita… pero a comienzos de los 90, Suecia apenas ocupaba la decimoséptima posición.
Ante esta situación de colapso, el país escandinavo necesitaba volver a explorar la senda de la apertura económica para encontrar una salida viable. Por eso, tal y como ha descrito Aparicio Caicedo, los años 90 estuvieron marcados por “un curso de liberalización económica que continua hasta la actualidad. Los suecos se percataron de los estragos que estaba causando la omnipresencia del Estado y la regulación excesiva”.
Las reformas de los 90 no fueron modificaciones puntuales, sino rectificaciones profundas que se han mantenido con el paso del tiempo. Conviene subrayar, además, que la Alianza por Suecia (que agrupa a tres partidos liberales con una formación democristiana) encadena ya dos triunfos electorales consecutivos, algo que no había ocurrido en casi cien años. De hecho, el resultado de los socialdemócratas en 2010 (30% de los votos) es el más bajo conseguido por dicha formación desde que se introdujo el sufragio universal…
En las últimas dos décadas, Suecia ha enderezado el rumbo gracias a una progresiva transición hacia el liberalismo. Los resultados son esperanzadores:
Ahí están los datos. La próxima vez que alguien les diga que Suecia es un ejemplo del éxito socialdemócrata, sonrían y sepan que, sencillamente, el mito no existe.