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Adiós, ladrillo, adiós

Un debate sereno y sin demagogia

Les puedo asegurar que no es un plato de buen gusto, al día siguiente de publicar el post “Dación en pago: ¿pagarán justos por pecadores?” en idealista, despertarse con la noticia del suicidio de una mujer lanzándose desde una ventana al tiempo que el secretario judicial procede al desahucio. Ni siquiera el hecho de que, finalmente, se haya sabido que Amaya Egaña no formaba parte del colectivo de riesgo –tenía un buen trabajo-; ni siquiera la alta probabilidad de que la motivación de su terrible decisión trascienda el problema económico, alivian el peso y la turbación que me acompañaron durante el pasado viernes.

La politización y demagogia que han cundido en redes y medios desde que se conoció la noticia ha sido, sin embargo, la peor consecuencia de una muerte que, ya que es irreparable, al menos podría haber servido como ejercicio de catarsis colectiva. Sin embargo, de momento, sólo está siendo utilizada para todo lo contrario, esto es, para incidir o reafirmar las deformaciones de una sociedad, de unos individuos, que no son capaces de asumir su responsabilidad en la toma de decisiones. Todo lo que sucede en este país es culpa del otro: si me salgo de la carretera, la culpa es de la constructora que la hizo mal o de la DGT que no señalizó bien el tramo; si compro pagarés de Rumasa, de Ruiz Mateos que es un golfo o del Estado que no se lo impidió; si estoy obeso, de los que permiten vender y anunciar comida rápida con sonrisa profidén y máscara de Mickey Mouse; y, así, hasta todas y cada una de las decisiones que toman los individuos de este país. ¿Y cómo suele terminar todo esto? Con prohibiciones: ¡Prohibido macrofiestas! ¡Prohibido fumar! ¡Prohibido barbacoas en el campo! De tal manera que, poco a poco, día a día, mes a mes, y año a año, España se está convirtiendo en un país francamente insoportable para las pequeñas –y las grandes- libertades. Tanto que hasta iconos de la izquierda, como Joaquín Sabina, reclaman más espacio individual: “El Estado interviene demasiado en las vidas de la gente”, afirmó tras la aprobación de la ley antifumadores (y pro delatores) advirtiendo, para que no quedara duda, que lo decía desde la máxima repudia al “neoliberalismo”.

En el “Adiós, ladrillo, adiós” escribí esto:

La violencia y brutalidad de la crisis, el parón tajante del sector de un día para otro propició un escenario que, en otras culturas como la japonesa o aun la nórdica, hubiera provocado hasta suicidios. Afortunadamente para nuestra salud, el español responde más a la filosofía de “desnudo vine al mundo y desnudo me iré” y, mientras tanto, “que me quiten lo bailao”

Recuerdo, al comienzo de la crisis, el reporte de algún suicidio, siempre en el extranjero. El que más me llamó la atención fue el de un potentado irlandés, el típico empresario que había medrado surfeando la ola de la burbuja inmobiliaria. Y recuerdo que pensé: esto no lo veremos aquí. Y, en efecto, la crisis no ha causado bajas entre los miembros de lo que últimamente venimos llamando “la casta”. ¿Quizá por el carácter español que describí en mi libro? ¿Por la ausencia de principios, de moral? Seguramente sí. Y también tener las espaldas cubiertas. Como bien sabemos, la Administración ha protegido hasta el paroxismo a las entidades financieras, y estas a su vez, a las grandes y endeudadísimas empresas que fueron protagonistas de la década loca. ¿Y dónde se han producido los episodios de mayor desesperación? Entre las capas más débiles. Los autónomos y pequeños empresarios, sobre todo los vinculados al mundo de la construcción o con contratas públicas, han protagonizado varios intentos de suicidio –uno consumado, si no recuerdo mal-, y muchos más de llamar la atención –como el de aquel que estuvo viviendo en lo alto de una grúa varios meses en un municipio del norte de Madrid-.

Ahora le ha llegado el turno al ciudadano común. A cualquiera que, habiendo adquirido un piso en el pico del ciclo, sus ingresos han mermado de tal forma que le es imposible cumplir con sus obligaciones.

El Gobierno, todos los gobiernos, se enfrentan a un dilema moral: qué hacer con los amenazados de desahucio tras haber rescatado cajas a costa del ciudadano, evitado la quiebra de las empresas hiperendeudadas de la burbuja, y permitido que los responsables de unas y otras se vayan de rositas. Es comprensible. Han salvado a los amigos. Por eso, cuando algunos escribimos que la seguridad jurídica es importante, que el mercado es bueno cuando funciona verdaderamente como tal tanto en las duras (sufrir pérdidas) como en las maduras (recoger beneficios) sencillamente nos ignoran.

El iter del político lo marca el voto. Que a veces es el miedo a perderlo. Por eso me temo que ahora volverán a actuar mal. No les importan las verdaderas circunstancias de los dos suicidios acaecidos. No les importa que el señor de Granada, con 54 años, pidiera un préstamo para comprar la vivienda familiar en la que había vivido toda su vida y que el dinero pagado fuera a parar a las cuentas de sus hermanos, que le vendieron su parte. No les importa que la señora de Vizcaya, también en la cincuentena, tuviera un estupendo trabajo bien remunerado y que ni siquiera su marido supiera que el piso estaba embargado. No les importa que ninguno de los dos casos se corresponda con el concepto “la burbuja les ha estallado en la cara”. Sólo les importa el voto.

Por último, ha llegado un punto en que no se sabe muy bien qué es lo que quieren los grupos de presión. ¿Dación en pago? ¿Aplazamiento de la ejecución? ¿Ambas cosas? ¿Repudiar la deuda y mantener la vivienda? Sus mensajes en las redes, irreflexivos y llenos de odio. Ni siquiera esperan a conocer los detalles de los casos. Y luego sus comentarios. Me decía un amigo periodista que había ido a la plaza del Celenque para entrevistar a los allí acampados. “Fíjate, me dieron 200.000 € de préstamo cuando yo solo ganaba X al mes, y además tengo que cuidar de mi madre” ¿No recuerda a aquellos jóvenes que, tras el suceso del Madrid Arena, criticaban que les habían dejado entrar siendo menores? Los individuos renuncian a ser ellos mismos y conceden al Estado todo el poder de decisión sobre sus vidas. Una sociedad asfixiante.

Esta es la España de hoy. Mentiras por aquí, mentiras por allá. Y, al final, menos libertad, más “protección” del Estado… y más extracción de nuestros recursos. ¡Hay que espabilar!

PD: Ha salido a la venta “Un modelo realmente liberal”. Coordinado por Juan Ramón Rallo, más de 30 capítulos explicando, desde un punto de vista práctico, cómo nos gustaría ver organizada la España de hoy. Lean esta reseña y anímense a leerlo.

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