Tras el caos financiero que asoló el mundo a mediados de 2007 el mercado inmobiliario se vino abajo en todo Occidente. La adquisición de bienes inmuebles no se entiende en nuestro tiempo sin un alto grado de endeudamiento por lo que, esa absoluta dependencia de la financiación, sólo podía tener como consecuencia el estancamiento del sector.
Hasta finales de 2008, la parálisis del mercado y la bajada de precios era moneda común en todos los mercados del mundo. Sin embargo, en algunas economías –en especial, las de los países emergentes- los precios comenzaron a girar al alza a primeros de 2009. De todas ellas, la más llamativa por contraste con lo que sucede con sus vecinos y socios comerciales, es la británica.
Si comparamos algunos datos macro del Reino Unido con los de España podemos encontrar algunas de las claves:
- En UK la construcción viene aportando al PIB alrededor del 6%. En España, en los años previos al estallido de la crisis, representaba entre un 10 y un 12%.
- UK mantiene una razonable tasa de paro en la actualidad que ronda el 8% de la población activa –hasta 2007 se situaba en torno al 6%-. En España hemos pasado del 8,5% a más del 20%.
Ambos datos tienen, además, una relación directa: en la medida en que la actividad residencial consume mucha mano de obra, un parón repentino en un sector sobredimensionado origina forzosamente infinidad de cartas de despido.
Londres es, en el mercado inmobiliario, un valor refugio. Algo así como la Telefónica del Ibex 35, el Apple del Nasdaq o el Mc Donalds del Dow Jones. Son muchos los que han invertido en esta ciudad, a pesar de las circunstancias. Recuerdo como, en primavera, cuando Grecia estuvo a punto de ser rescatada, las crónicas que llegaban de Inglaterra relataban que los agentes inmobiliarios de la “city” se estaban hinchando a vender casas de lujo a los millonarios griegos que huían despavoridos del Peloponeso como si los persas hubieran vuelto a invadir Atenas.
Pero esto no es suficiente para explicar dos situaciones tan dispares. De hecho, hay, al menos, otras tres circunstancias que merecen la máxima atención:
Primero: Durante 2008 fue práctica habitual, entre los inversores británicos, reconocer las pérdidas que habían sufrido sus activos. Una cultura mucho más pragmática y probablemente un sistema financiero más flexible fomentaron la asunción de pérdidas desde el primer momento. Acción clave para hacer limpieza y para recuperar la confianza de los mercados (transparencia).
Segundo: El Gobierno británico no se anduvo con rodeos a la hora de enfrentarse al problema bancario. A eso ayudó sin duda la transparencia con que actuaron los directivos de las entidades financieras. Así, el Estado aportó los recursos financieros necesarios para garantizar la viabilidad de algunos de los bancos más notables del país a cambio de hacerse con una buena parte del capital social –esto es, de la propiedad- de los mismos (acción gubernamental).
Tercero: Por último, la independencia monetaria ha permitido una fuerte depreciación de la libra frente al euro y el dólar (aproximadamente un 30%). En efecto, una brusca caída de la moneda, a pesar de que empobrece a la ciudadanía (o, quizás sería mejor decir, la pone en su sitio) hace que de un día para otro los activos cuyo precio se fija en esa moneda se perciban como “baratos”, al menos desde los ojos del inversor extranjero (ajuste).
Particularmente para España esta circunstancia ha sido especialmente dañina para nuestros intereses turísticos e inmobiliarios, pues los británicos han visto cómo los precios de las viviendas españolas se han encarecido –en relación a la libra- así como las tarifas de los hoteles y, en general, la vida en España.
Los defensores del euro, que son legión, predican estos días la inconveniencia para nuestro país de una moneda propia. Desde mi modesta opinión, y desde un punto de vista estrictamente inmobiliario, considero que la aplicación del modelo inglés haría mucho menos traumático el ajuste de precios y, por tanto, la salida de la crisis. Probablemente también ayudaría a frenar el desempleo en la medida en que la depreciación de la moneda permitiría un ajuste salarial sin retocar el nominal.