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Adiós, ladrillo, adiós

Cuando el drama es NO ser rescatados

Para los pocos que el viernes decidimos no abandonarnos a la pereza de seguir en directo “la boda del año” el destino nos tenía reservada una mañana económicamente aciaga.

Los datos fueron cayendo como plomo sobre nuestras espaldas ya casi anestesiadas en uno de los peores momentos de nuestra economía desde que empezó la crisis: desplome del consumo, cierre mensual del euribor superando el 2%, inflación del 3,8%, empeoramiento de la balanza por cuenta corriente, y cifra histórica de desempleo. La combinación de todos estos elementos hace prever que el PIB del trimestre va a ser, si no negativo, rondando el cero (Santander avisó ayer que prevé que crezca el 0,2%).

Esto, que no es otra cosa que la constatación de que llevamos dos trimestres en estanflación (recomiendo que lean este post que escribí el 14 de enero) -se pongan como se pongan en el Ministerio de Hacienda- pone en evidencia la impostura de los líderes europeos durante las últimas semanas. Las buenas palabras de Merkel, Trichet, Strauss-Kahn, etc., coreando con nuestros dirigentes que “España no es Portugal”, con la misma pasión que en el Nou Camp gritan eso de “ese portugués,…”, han resultado no ser más que eso, gritos de hooligan (pueden leer también al respecto “Españoles, la guerra de la deuda ha terminado”).

Temerosos de que la caída de España arrastrara sus propias economías, los-que-de-verdad-manejan-el-cotarro se pusieron de acuerdo para frenar lo que parecía inevitable: el rescate de España. El hecho de que este viernes la bolsa no se resintiera y que el riesgo-país (el marcapasos de Zapatero) incluso se relajara es la prueba más evidente.

No quiero llenarles la cabeza de datos, pero no sería honesto si eludiera comentar dos que demuestran la inconsistencia de un Gobierno que cada vez más me recuerda a los marcianitos de “Mars Attacks” cuando, sin dejar de disparar a los congresistas americanos, proclamaban: “somos vuestros amigos, no huyáis”. Mientras se les llena la boca de austeridad y ahorro, el sábado se publicaba que los trabajadores en el sector público habían aumentado en 97.000. Por otro lado, ayer domingo, Carlos Cuesta desvelaba en “El Mundo” que la administración camufla 56.000 millones de euros de deuda en el entramado de empresas públicas, lo que facilita que al Ministerio le cuadren las cuentas del déficit (¡Ah, la ingeniería contable!, tan denostada en otros casos…).

Pero lo peor de todo es que no-pasa-nada. Ya lo dijo Zapatero en Pekín hace quince días: “No hay ninguna previsión en el horizonte de tener que hacer nuevas medidas de ajuste, no la hay”; “España ha hecho los deberes”. ¿Recuerdan las acusaciones al Barça de jugar “con red”? Pues nuestro Gobierno conoce bien lo que es eso de jugar con red: El moral hazard o riesgo moral es ese fenómeno que se da cuando, ante una situación de amenaza de quiebra, los agentes del mercado van a seguir asumiendo riesgos con la garantía de que si hay problemas, otros vendrán al rescate. Es decir, en lugar de tomar medidas preventivas, al sentirse confortado por la existencia de un seguro, desprecian el riesgo y siguen operando como si tal cosa.

Ante tal circunstancia las preguntas que podríamos hacernos son: ¿hasta qué punto serán capaces las grandes potencias de sujetar el tinglado? ¿Consideran que llegado marzo de 2012 las cosas cambiarán? Pero obtendríamos respuestas irrelevantes para nuestras economías familiares.

El problema de fondo estaba y sigue estando en el enladrillamiento del país. Nuestro sistema financiero, a valor de mercado, está quebrado. Las grandes inmobiliarias del país deberían estar quebradas (como veremos en el post de mañana). Las corporaciones locales, que vivían de los ingresos del ladrillo, están quebradas (esperen si no al 22-M).

Camuflar la realidad servirá para salvar el pellejo de políticos y de una cierta clase dirigente que cabalga a lomos de pseudoempresas oligopolísticas y otros lobbies, grupos de presión y sindicatos –con ellos no va la crisis-. Para los demás ya sabemos lo que hay en esta democracia inconclusa donde el libre mercado sólo funciona sin interferencias en los intercambios de cromos del patio del colegio y el riesgo, en los negocios, queda reservado para los que no forman parte de la casta.

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