La semana pasada ha llamado la atención en España una noticia del Washington Post del pasado día 12: “Banks turn to demolition of foreclosed properties to ease housing-market pressures” –los bancos empiezan a demoler casas embargadas para aliviar las presiones del mercado inmobiliario. Desde un punto de vista económico parece que los bancos tienen razones poderosas para hacerlo. Mantener en pie estas casas lleva aparejados importantes costes: conservación y mantenimiento, impuestos, seguridad (o destrozos en caso contrario), y los costes de marketing de su puesta a la venta. Por el contrario, la demolición no supone más de 7.500 dólares (unos 5.400 €).
En el último año han sido varias las personas (lectores, periodistas, etc.) que me han sugerido esto mismo para aliviar el problema del stock en España. Aun no teniendo una respuesta alternativa clara, siempre me ha parecido una barbaridad destruir el fruto del trabajo realizado: es un desprecio a las personas que han dedicado su tiempo a elaborar esos productos, al igual que lo es hacia la madre naturaleza que nos ha proporcionado los materiales necesarios para su elaboración.
Destruir es la solución fácil, la solución barata. Imagino que fabricar una vajilla de Limoges debe ser algo así como un trabajo cuasi artesanal. En cambio, destruirla no requiere ningún know how especial: mi hijo pequeño, un terremoto de poco más de dos años, es capaz de cargársela en cinco minutos que te despistes. Y más barata imposible: con un chupachups tienes el acuerdo cerrado.
Destruir es fracasar. Hay muchos que hoy día piensan que destruir (o la amenaza de destrucción) es la única manera de salvar las economías. Algunos tan notables como Krugman quien, quizá echando de menos el enfrentamiento Este-Oeste en el que se crió, ve una solución en una hipotética y deseada invasión alienígena. No cabe duda de que si tuviera lugar en la Tierra una confrontación nuclear y devastadora, el PIB de postguerra podría crecer en dos dígitos, pues todo estaría por hacer: le esperaría un gran futuro a la estirpe de los supervivientes. Sin embargo, algo me dice que no es esto lo que queremos, ¿verdad?
Uno de mis libros favoritos –que considero de obligada lectura para entender el tipo de mundo en el que vivimos- es “La Tierra es plana”, de Thomas Friedman. En él se explica cómo la famosa y denostada burbuja de las puntocom produjo sin embargo un efecto extraordinario y fantástico para el desarrollo de las autopistas de la información y, lo que es mejor, para que cientos de millones de habitantes de países en desarrollo se beneficiaran de un acceso prácticamente gratuito a las mismas. Me explico:
La fiebre del oro puntocom llevó a una inversión bestial en redes de fibra óptica. El mundo entero fue cableado por tierra y mar a marchas forzadas, y no sólo por una empresa, sino por muchas a la vez, sobreestimando sin duda la demanda potencial, y cito textualmente: “A diferencia de otras formas de inversión excesiva en el ámbito de Internet, ésta era para siempre: una vez instalados los cables de fibra óptica, no iba a ir nadie a desenterrarlos y a anular así aquella riqueza de capacidad de transmisión. Por eso, cuando se produjo la bancarrota de las empresas de telecomunicaciones, los bancos se las quedaron y vendieron sus cables de fibra óptica por diez centavos a las nuevas empresas, que siguieron dándoles uso, cosa que podían hacer de manera muy rentable por haberlos adquirido en un momento en que las cotizaciones estaban tocando fondo.”
En España hoy en día nos encontramos con cientos de miles de viviendas en stock y, a la vez, con cientos de miles de ciudadanos que necesitan vivienda. ¿Cuál es la diferencia entre la solución que se dio a la burbuja puntocom y la que se está dando a la burbuja inmobiliaria? El reconocimiento de las pérdidas en los activos. Se trata, por tanto, de una cuestión de precio, fundamentalmente.
(Eso y la falta de financiación, por supuesto. Hoy día se venderían muchas más viviendas si hubiera un acceso razonable al crédito. Pero este no se produce porque la banca española no es fiable. Y no es fiable porque no ha reconocido de manera suficiente las pérdidas de la burbuja inmobiliaria. Y el problema se acrecentará en la medida en que no lo haga: la pescadilla que se muerde la cola, el círculo vicioso).
Y, mientras tanto, ¿qué es lo que proponen la mayoría de los políticos? Construir más vivienda. Hombre, una cosa es no destruir y otra echar leña al fuego. Dicen que hace falta vivienda social y me pregunto: ¿qué es más “social” que obligar a las entidades financieras a reconocer el valor de sus activos para que así puedan ser accesibles al mayor número de ciudadanos? ¿Qué es más “social” que sacar al mercado el mayor número de viviendas posible para que así los precios, tanto en venta como en alquiler, se ajusten cuanto antes? Dicen también que así se crea trabajo. Y picando piedra también se crea trabajo. Lo que necesitamos es que la gente trabaje en inversiones productivas y/o necesarias, no en operaciones subvencionadas por las administraciones que sólo conducen a agravar nuestros actuales problemas de deuda y crecimiento.
Y dicho esto, ¿alguna sugerencia para el stock?