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Adiós, ladrillo, adiós

Competencia acierta: hay que liberalizar el suelo

Esta mañana El Economista ha publicado este artículo que afirma que la Comisión Nacional de la Competencia está preparando un informe que, entre otras, conmina al gobierno a liberalizar el suelo para prevenir futuras burbujas.

Enseguida han arreciado las críticas contra la medida, pues es lugar común en nuestra sociedad pensar que la supuesta liberalización del suelo de la Ley del Suelo de 1998 es el origen de la burbuja cuyos devastadores efectos ahora sufrimos. Nada más lejos de la realidad. El verdadero origen de la burbuja hay que buscarlo en 1) los bajísimos tipos de interés –como respuesta a los ataques yihaidistas al corazón de América en septiembre de 2001-; 2) en la relajación de los criterios de concesión de hipotecas y la utilización del mercado hipotecario como vehículo de expansión nacional de las hasta entonces cajas locales o regionales –mientras el Banco de España miraba para otro lado-.

La recomendación de la CNC es acertada, no tanto por urgente como por importante, y, de llevarse a cabo, sería un paso en la buena dirección en la tarea de diseñar el nuevo paradigma del mercado inmobiliario español.

Me ha parecido oportuno, en este sentido, rescatar un artículo que publiqué el pasado 21 de diciembre en el portal financiero ActiBva que, bajo el título “Una oportunidad de oro para liberalizar el suelo”, transcribo a continuación:

“De entre las leyendas más popularmente asentadas en esta crisis destaca la que afirma que la burbuja inmobiliaria tuvo su origen en la liberalización del suelo. Sin embargo, los hechos lo desmienten.

Si la Ley del Suelo de 1998 hubiera tenido el efecto que habitualmente se le atribuye, el suelo urbanizable habría pasado a ser un bien muy abundante y, por tanto, barato. Una auténtica liberalización hubiera dejado sin valor la codiciada firma del concejal de urbanismo de turno: el enorme poder que ejercen los ayuntamientos y autonomías en la atribución de derechos de edificabilidad se habría desvanecido. Y, como todos sabemos, esto no fue así, sino más bien todo lo contrario: la recalificación de terrenos fue el caldo de cultivo perfecto para la corrupción, las prebendas y los pelotazos.

La ley aznarí fue, en realidad, un tímido intento que quedó en agua de borrajas. ¿Por qué?

Hay dos colectivos que, particularmente, no simpatizan con una auténtica liberalización del suelo. El primero es, obviamente, el de los terratenientes: particulares o empresas que son dueños de terrenos ya favorecidos por la actividad urbanística pública para los que la liberalización supondría la inmediata pérdida de valor de sus activos. El segundo, la casta política, que sufriría, por un lado, una considerable merma de su poder y, por el otro, una reducción igualmente acusada de los ingresos, no tanto lícitos como ilícitos.

Lo más llamativo del caso es que probablemente sea la liberalización del suelo el único camino creíble para hacer realidad el mandato constitucional: “…regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación” (Art. 47 CE), pues ha quedado acreditado que la sistemática intervención arbitraria del Estado en el mercado del suelo sólo ha servido para apuntalar los problemas que nuestra Carta Magna pretende erradicar.

En tiempos en que la economía está boyante o, simplemente, normal, plantear la liberalización del suelo no sería más que una quimera, habida cuenta de los intereses creados ya mencionados. Sin embargo, en la actual situación de depresión económica la propuesta tiene más sentido que nunca. En efecto, las crisis generan oportunidades, y en el caso del suelo, es probable que no se presente con tanta claridad como ahora en décadas.

Como los medios vienen reflejando en los últimos tiempos – y como los del sector hemos sufrido en carne propia – el suelo hoy en día ha perdido gran parte de su valor. Dada su dependencia de la financiación, ha devenido uno de los activos más ilíquidos de todo el mercado nacional de bienes y servicios. Los suelos urbanos han caído más del 50% de media, mientras que los urbanizables –los realmente afectados por la liberalización- no valen mucho más a fecha de hoy que los terrenos rústicos. Además, las administraciones locales, tras cuatro años sin poder hincarle el diente a los terrenos, se han adaptado –o están en camino de hacerlo- a funcionar sin contar con los ingresos extra provenientes del monopolio de la transformación urbanística.

Las ventajas de la liberalización se aprecian en todos los campos: para la empresa promotora es una bendición, pues la libera de tener que destinar sus recursos escasos a acaparar materia prima que tarda años en ser apta para edificar. Esto, lógicamente, redunda en beneficio del consumidor final, que no tiene que pagar el coste de esa inversión (ya sea con fondos propios o apalancamiento). Del mismo modo, la abundancia de suelo apto para urbanizar lo abarata, de manera que ya sólo la ubicación (el “location” inglés) sería diferenciadora. Otra ventaja para el comprador de vivienda.

Sin duda, desvestir de poder la firma del concejal contribuiría no sólo a abaratar el coste del suelo –por el ahorro en plazos, en comisiones de dudosa legalidad, etc.- sino sobre todo a higienizar nuestra envilecida clase política. ¿Se atreve con ello, Sr. Rajoy?

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