Es un asunto al que llevo dando vueltas hace ya un tiempo pues creo que uno de nuestros males, que posiblemente ha potenciado alguno de los otros, tiene que ver con el cazo que se metió al fijar el tipo de cambio con el Euro a 166,386 pesetas y, tras leer este estimulante artículo de Antonio España, me he puesto con ello.
Cuando entramos en el euro, un café en un bar de Madrid normal y corriente venía a costar unas 80 pesetas. Así, si tu sueldo era de 200.000 Ptas. tu capacidad adquisitiva se situaba en 2.500 cafés al mes.
Poco después tu salario, en euros, era de 1.200. Mientras, el precio del café se redondeó rápidamente al alza alcanzando en poco tiempo 1 €. Por tanto, tu capacidad de compra se redujo en unos pocos trimestres hasta los 1.200 cafés. Una caída del 52%. Vaya broma.
Y, ¿qué habría pasado si el cambio se hubiera fijado en 100 Ptas.? Pues que, con redondeo incluido, tu capacidad de compra también se hubiera mermado, pero no tanto. 2.000 cafés, o sea, una caída del 20%.
(Adviertan que estoy simplificando mucho, pues en ese periodo los salarios también subieron, aunque en mucha menor medida).
Esto del café es un ejemplo que se reproduce en un buen número de productos. Me viene a la mente el típico tiovivo a la entrada de los supermercados, o un futbolín, que antes, para una partida, te bastaba con 100 Ptas. y desde hace ya tiempo cuesta 1 €.
¿Por qué ha sucedido esto? No está de más recordar la ‘teoría de los vasos comunicantes’. Según la misma, cuando dos o más recipientes están comunicados por su parte inferior y contienen un líquido homogéneo, éste alcanza en mismo nivel en todos los recipientes, con independencia de su forma y volumen.
La puesta en marcha de la Eurozona supuso poner en contacto sin ningún tipo de barreras y aranceles todos (no todos: persisten demasiados oligopolios) los productos y servicios, con precios denominados en una única moneda. Así, es lógico que los precios tendieran a igualarse. Pero, además, ese igualamiento debería haber tendido a la baja o, como mucho, en algún lugar a mitad de camino, pero difícilmente al alza. No hace falta que ponga ningún ejemplo concreto, pues seguro que muchos han tenido ocasión de viajar por Europa durante estos años y han podido comprobar cómo productos de todo tipo (perfumes, relojes, ropa, automóviles, etc.) han ido convergiendo. Es normal: dentro de un mercado común, si hubiera diferencias de precio –y dentro de un entorno de oferta relativamente abundante-, el arbitraje acabaría poniendo las cosas en su sitio. Lo que no es tan normal es que la convergencia tienda tan acusadamente al alza. ¿Dónde está la explicación? En la deuda.
En efecto, la deuda nos concedió a los españoles –y a otros países del Sur- disfrutar de una falsa sensación de mayor poder adquisitivo. Incluso sin hacer personalmente un uso masivo del dinero barato te podías beneficiar de la coyuntura: si eras propietario de una vivienda, notabas como día a día el valor de la misma no dejaba de crecer; si tenías un comercio o te dedicabas a las ventas, tu facturación marchaba viento en popa. Incluso hubo algo de esquema de Ponzi en la masiva llegada de inmigrantes pues, al aumentar la población y en la medida que más gente implicaba más consumo, la sensación de riqueza se multiplicó.
Pero, ¿por qué se inundó España de dinero barato? ¿Por qué no sucedió lo mismo en los países del norte? ¿Tiene algo que ver con el cambio de 1 euro = 166,386 Ptas.? Pues sí. Está relacionado.
El dinero devino barato por una pura decisión política. La decisión del BCE. Bien es cierto que no fue una decisión tomada caprichosamente: el BCE se vio forzado en cierta manera a rebajar el precio del dinero porque antes lo había hecho la Reserva Federal (follow the leader). ¿Y eso qué tiene que ver? Tiene y mucho, pues se hizo para mantener el tipo de cambio, y para evitar que la empresa europea perdiera competitividad frente a la americana por razón del coste de la deuda.
El precio del dinero fue demasiado bajo para países que, como España, tenían tasas de inflación (los vasos comunicantes) superiores a la media europea y, por supuesto, a Alemania. De hecho, la inflación era superior, en España, al coste del dinero. Estábamos con tipos negativos. Y eso fue lo que incentivó, en buena medida, el desmedido afán financiador de cajas y bancos (el desequilibrio fue aún mayor debido al nefasto papel jugado por el Banco de España y por los sucesivos gobiernos, de lo que ya he hablado en otras ocasiones). Y lo uno llevó a lo otro, y lo otro alimentó lo uno.
Llegados a este punto muchos se preguntarán, con razón, si en efecto el tipo de cambio 1 = 166,386 estaba súperdevaluado (provocando, por tanto, una mayor inflación en nuestro país tras la entrada en vigor de la moneda común). La respuesta es SÍ:
En 1993 y 1994 se produjeron fuertes devaluaciones de la peseta, como fórmula para evitar la posible recesión asociada a la crisis provocada por la ruptura del sistema monetario europeo. A partir de ahí, el Banco de España intervino continuamente en los mercados de cambios, vendiendo pesetas (comprando divisas fuertes contra moneda nacional) para evitar que la peseta volviera a apreciarse, de forma que las reservas de divisas en poder del Banco de España llegaron a alcanzar un nivel record. A ello le movieron dos razones: a) Conservar la ventaja competitiva que España había adquirido mediante las devaluaciones del 93 y 94; b) Mantener estable el tipo de cambio, como condición para acceder al futuro euro, puesto que el Tratado de Maastrich exigía tal estabilidad durante al menos los dos años anteriores a adoptar la moneda común.
En consecuencia, al incorporarse a la UME, la peseta arrastraba una subvaloración, que quedó solidificada al emitirse la moneda común. Y precisamente por ello sufrimos una coyuntura de tipos negativos que no tuvo lugar en Francia o Alemania: a la entrada en vigor del euro nuestros precios, que habían sido sostenidos artificialmente por el programa de compra de divisas del Banco de España, se dispararon en el nuevo entorno de vasos comunicantes, incentivando todavía más si cabe a nuestras entidades a financiar la actividad empresarial y, en especial, la inmobiliaria.
La inflación ha sido francamente elevada. Este gráfico, elaborado por el profesor del IESE y colaborador de Nada es Gratis Javier Díaz-Giménez, muestra cómo nuestros precios han aumentado un 23% en relación a Alemania. Una pérdida a chorros de competitividad. Y sin embargo no ha sido tan alta como pudiera haber sido en otras circunstancias. Sin el ‘efecto China’, que ha amortiguado las subidas de muchos bienes, la cosa hubiera sido aún peor. O no, porque, al final, el efecto inflacionista se concentró en la vivienda –y en la bolsa-.
La pregunta que nos queda por resolver es: ¿de dónde sacaron las entidades financieras todo ese dinero para prestarnos? Si hubiera sido a cuenta de nuestros depósitos, pronto se hubiera agotado el crédito. Vino de fuera. Sobre todo de Alemania. En este post de J.Jacks se explica muy bien cómo funcionó la mecánica. Les pego este extracto aunque les recomiendo que lo lean al completo:
“Resumidamente, las exportaciones alemanas de BMW a los EEUU pagados en dólares acabaron financiado el “boom inmobiliario” de las hipotecas en euros en la Costa del Sol. Más BMW exportaba Alemania a los EEUU, más dólares pagaban las entidades americanas a las alemanas, más préstamos daban éstas a las entidades españolas, más se endeudaban los españoles.”
Como avisé en mi post de hace tres semanas, la Reforma Financiera, aun ambiciosa, está limitada a la capacidad de aguante del sistema (baste ver las previsiones de Bankia). Hay, sin embargo, muchos economistas –como Juan Ramón Rallo, Carlos Rodríguez Braun o Andrés González- que consideran que hay una manera más eficaz, realista y justa de proceder al saneamiento financiero. El texto a continuación está extraído de este recomendable artículo de Rallo:
“¿Existe alternativa a este despropósito? Sí, y no me refiero a dejar quebrar sin más a las entidades financieras (…) La alternativa justa y pragmática pasa por no rescatar a las entidades con el dinero de los contribuyentes, sino con el de los acreedores. (…)La operación está a la orden del día en el mundo mercantil y se conoce como capitalización de deuda. (…) Bastaría con que convirtiéramos en acciones la deuda basura de nuestras entidades financieras (…) para que el sistema financiero español se recapitalizara en cerca de 200.000 millones. Todo sin meter un solo euro del contribuyente y redistribuyendo los derechos de propiedad sobre los activos bancarios de una manera absolutamente justa: no han de hacerse cargo los contribuyentes, que como contribuyentes nada tienen que ver con las entidades, sino los acreedores.”
Así pues, ya estamos casi a punto de resolver el acertijo en el que nos encontramos y de, si hubiera voluntad y valentía política, de cerrar la puñetera crisis. Pero antes un pequeño detalle que no debe pasar desapercibido. Es más, es clave. Lo malo de estar endeudados no es la deuda en sí –que también- sino los cuantiosos intereses que el país debe pagar día a día (de los que no se acuerda nadie). Y no estoy pensando en los intereses de la deuda pública, conocida y fiscalizada, sino en aquellos que se corresponden con esos préstamos alemanes que han financiado la burbuja de la costa del Sol, como dice J.Jacks. Según el profesor Ricardo Vergés, cada día salen de nuestro país 30 millones de euros con destino Frankfurt, principalmente. 11.000 millones al año. El 1% del PIB. Menuda sangría. ¿En cuánto decían que contribuían las transferencias de la UE para nuestro Producto Interior? Pues eso.