Cuando hace treinta años nació la criatura, en su partida de nacimiento figuraba como objetivo conseguir el cumplimiento voluntario de los impuestos, cuestión que me permite aportar un dato histórico y compartir una reflexión.
El dato que deseo aportar es la enorme resistencia interna que hubo en el seno del Ministerio de Hacienda ante la creación de la Agencia Tributaria. Y no me refiero a los recelos existentes en aquellos órganos que no iban a integrarse en la nueva entidad por miedo a que su creación disparase las prebendas de unos funcionarios -los integrados en la AEAT- frente a los que no integrasen. Me refiero a la resistencia de aquellos que sí iban a ser integrados.
Mantengo en la retina el discurrir de una reunión de directivos en la que un alto cargo de la Inspección de Hacienda expresaba así su oposición a que se creara la Agencia y, sobre todo, a su objetivo fundacional (facilitar el cumplimiento voluntario): Supongamos que se consigue la meta y todos los contribuyentes cumplen adecuadamente. Si es así, se habrá acabado el fraude fiscal, pero entonces ¡nos quedaremos sin incentivo! Se refería así al premio, bonus, retribución variable, complemento de productividad o como se le quiera llamar, que perciben los inspectores de Hacienda en función del mayor o menor volumen de liquidaciones administrativas que generan.
La reflexión apunta a lo erróneo del planteamiento de aquel directivo. Primero, porque no es admisible oponerse a un objetivo socialmente adecuado por su posible efecto negativo en las retribuciones de unos funcionarios. Segundo, porque su hipótesis no se confirmó. Es así, porque después de treinta años, todos los indicios apuntan a que el fraude fiscal sigue siendo un fenómeno subsistente en la realidad tributaria española con significativa intensidad.
Así lo reflejan todos los estudios destinados a estimar el volumen de fraude fiscal existente en España pues, de forma generalizada, cifran su dimensión en torno al 20%. Se deduce también de la actuación del Ministerio de Hacienda y de la propia AEAT que, recurrentemente, siguen promoviendo la aprobación de leyes y aprueban disposiciones de rango inferior que ellos denominan antifraude.
Pues bien, si después de treinta años, el fraude se mantiene en el 20% y sigue siendo necesario aprobar nuevas normas restrictivas de la libertad para intentar atajarlo, es inevitable concluir que el objetivo fundacional no se ha logrado. Ergo, que se ha fracasado.
Emito este diagnóstico consciente de los muchos esfuerzos desarrollados para alcanzar el cumplimiento voluntario. Un conjunto excelente de servicios de información y asistencia al contribuyente en el que las campañas de Renta son ejemplares. Un intento ímprobo de concienciación colectiva, con el eslogan "Hacienda somos todos" como punta del iceberg y una permanente preocupación en la persecución de las conductas consideradas como fraudulentas. A pesar de todo, parece que el fraude subsiste. De ahí, la percepción de fracaso. Conviene intentar averiguar las causas. Son varias.
En primer término, porque el incumplimiento de las normas que restringen la libertad, como son las que crean y exigen impuestos, es consustancial con la naturaleza humana. No conozco ninguna excepción. Sucede con las normas de tráfico, con las que regulan el urbanismo, o con las que ordenan la convivencia en una comunidad de vecinos. Pretender erradicar el incumplimiento de una norma restrictiva es poner puertas al campo.
En segundo lugar, porque nuestro exigente sistema impositivo incentiva el fraude fiscal. Pensemos que, impuesto a impuesto, el tipo impositivo exigido constituye el dividendo del defraudador. Es así. Cuanto más gravosa es la tarifa del IRPF, mayor ganancia obtiene aquel que oculta sus ingresos. Cierto que al hacerlo asume un riesgo, pero es una evidencia empírica que en el binomio formado entre el beneficio cierto e inmediato derivado del fraude y el riesgo futuro de ser descubierto -que puede o no concretarse-, el aumento del primero anima a asumir el segundo. El corolario es bien sencillo. Un sistema tributario tan exigente como el español es también causa del fracaso de la AEAT en su intento de erradicar el fraude fiscal.
Finalmente, no puede olvidarse que la complejidad del Ordenamiento jurídico tributario es fuente de muchos incumplimientos que, erróneamente, se califican como fraude fiscal, tanto al estimar la dimensión de éste, como al presentar la AEAT los resultados de su actividad. En efecto, la multitud de normas tributarias que existen -se han cifrado en 200.000-, su falta de sistematización, su variabilidad en el tiempo, su complejidad técnica, su farragosa redacción, provocan perniciosamente que acabe incumpliendo sus obligaciones tributarias incluso el que tiene la más sana intención de cumplirlas.
Los dos primeros motivos que explican la subsistencia del fraude no son achacables a la Agencia Tributaria. Y del tercero es solo parcialmente responsable. No lo es del galimatías jurídico que regula el diseño de los impuestos. Si lo es del laberinto que ordena su aplicación.
En todo caso, lo que sí considero achacable al organismo es que su obsesión antifraude y la sobreactividad que desarrolla al respecto provocan en el común de los contribuyentes la percepción de estar viviendo en un Estado parapolicial. Según Churchill, la democracia es el sistema en el que cuando llaman por sorpresa a la puerta de tu casa, solo puede ser el lechero. Mutantis mutandis …
Durante los años que he ejercido como asesor fiscal he vivido de cerca la sensación subjetiva de acoso con la que los españoles viven su relación con la Agencia Tributaria. Llega a un extremo en el que su función represiva -el control- difumina absoluta e injustamente la otra cara de su actividad -la información y asistencia- Y, a fuer de ser sincero, razón tienen los que se sienten acosados. Relato un hecho vivido en primera persona para ejemplificar la cuestión.
Un día sonó el timbre de la puerta de mi casa. No era el lechero, sino un amable funcionario de la Agencia Tributaria entregándome en mano una notificación del organismo. Abierto el sobre, constaté que se me notificaba una liquidación administrativa por el Impuesto sobre la Renta de No Residentes, advirtiéndome -iba a decir amenazándome- de las consecuencias que me esperaban si no la pagaba en el plazo concedido. Mi estupor fue grande. La Agencia conocía mi condición de residente en España, entre otras cosas porque cumplo anualmente con la obligación de declarar el IRPF, impuesto incompatible con aquél, pues no es posible ser simultáneamente residente y no residente. En todo caso, cometido el error de considerarme no residente, por coherencia la AEAT tendría que haber anulado mi autoliquidación por el IRPF y devolviéndome ingresado -no lo hacía-. Por último, me sorprendió que se hubiera acordado una liquidación sin ningún contacto previo conmigo: citación, requerimiento, o propuesta previa de liquidación. De ese modo, la AEAT habría salido de su error, pero…
Pasado el estupor y como me indicaban un número telefónico de contacto, decidí utilizarlo. Mi interlocutora apenas me escuchó, alegó no saber de lo que hablaba pues pertenecía a una empresa privada y me dio otro número telefónico. En éste se me alentó para que pidiera una cita previa, cuestión que rechacé pues me supondría perder al menos dos horas -desplazamiento y estancia- para corregir un flagrante error que debería corregir inmediatamente la propia AEAT. Fui llamando a sucesivos teléfonos reflejados en la web de la entidad y todo resultó infructuoso: No puedo acceder a la base de datos; ponga un recurso, (otra vez) pida una cita previa … Fui al ordenador y redacté un escrito a la entonces delegada de la AEAT en Madrid. Tras ponerle en antecedentes afeando el funcionamiento de los servicios que dirigía, le comuniqué que me declaraba en rebeldía, que no pensaba pagar la liquidación y que allá ellos con lo que hicieran.
Pocos días después me llegó otra notificación. Calificaron mi escrito de queja y declaración de rebeldía como recurso de reposición, lo estimaron y anularon la estrambótica liquidación. En el escrito no figuraba ni una explicación del error ni por supuesto una disculpa.
¿Es éste el tipo de relación que debe existir entre la Agencia Tributaria y los contribuyentes españoles? En mi opinión, rotundamente no. Pero admito mi posible equivocación.