La palabra mágica es "incentivos". Los economistas la usamos para casi todo. Porque sí, los incentivos importan. Y mucho. A veces es casi lo único que explica la conducta de los agentes.
Pero al mismo tiempo hay que tener cuidado al definir estos incentivos. Por ejemplo, en la relación entre la AEAT y el contribuyente. En ocasiones parece que sólo importa el famoso bonus, esa parte de variable que reciben los inspectores y que les convierte en una rara avis dentro del funcionariado patrio. Aquí nuestros políticos sí se permiten hablar de eficiencia y aplicar conceptos empresariales en la Administración. En Sanidad y Educación no, por supuesto; pero para perseguir al que ha presentado fuera de plazo un modelo, un empujoncito de manual de management puede ayudar.
Volviendo al variable. Es un tema fundamental y que debería ser parte central en cualquier debate sobre el tema. Porque está claro que genera incentivos perversos y puede derivar en consecuencias de segundo orden muy peligrosas. Aunque tengo para mí que el problema no es que un inspector cobre por hacer bien su trabajo. Sé que habría que definirlos muy bien, con una mirada a las consecuencias no previstas y vigilando siempre posibles efectos indeseados. Pero creo que donde se empieza a torcer todo no es en el principio general (el variable), sino en su aplicación práctica. Y ahí intuyo que es mucho más importante la desproporción en la relación entre Hacienda y el ciudadano.
¿Desproporción en qué? En todo:
(1) En medios. Sí, en medios. Un inspector de Hacienda tiene todo lo que necesite a su disposición. Es curiosa la imagen que a veces se transmite de unos pobres funcionarios luchando sin armas contra grandes defraudadores que pagan millonadas a sus asesores para diseñar complejas estructuras de evasión tributaria. Puede que en algunos poquísimos casos sea así. Pero no es la norma. Frente al contribuyente medio, Hacienda dispone de todo tipo de recursos y de información.
Enfrente, el inspeccionado sabe que aquello le costará un ojo de la cara incluso si gana.
Una pregunta previa a la inspección: ¿por qué el 99% de las empresas y autónomos de España tienen gestoría-asesoría? Incluso entre las que tienen menos actividad, son mayoría las que pagan por resolver los trámites con el fisco. Si cumplir con Hacienda es tan complejo que hasta los empresarios más pequeños y los autónomos pagan sólo para asegurarse de que lo hacen todo bien... imaginen lo que supone pleitear con la AEAT.
(2) En tiempo. Una vez que se abre una inspección y decae la prescripción, los tiempos de Hacienda son virtualmente eternos. ¿Que un caso se alarga? Ningún problema. Incluso si el inspector que lo lleva debe dejarlo, porque abandona el cuerpo o es destinado a otro servicio, la maquinaria mantiene su rumbo.
Para el contribuyente, dos años son una eternidad de dolores de cabeza, miedos, noches sin dormir y preocupaciones. Y la mayoría de las veces de dinero gastado en abogados o asesores, que no recuperará aunque le den la razón.
Porque, además, incluso si el procedimiento se sustancia en poco tiempo (algo que no será sencillo), durante esos meses el contribuyente se verá obligado a dedicar buena parte de sus energías a convencer a Hacienda de que lo hizo todo bien. ¿Qué empresario quiere desatender su negocio para buscar facturas o pelear una inspección? De nuevo, la desproporción: lo que para el inspector es parte su jornada laboral, para el inspeccionado es una enorme pérdida de tiempo-energía-dinero.
(3) En consecuencias. Lo más importante. Los efectos de un caso ganado o perdido son contrarios para los involucrados.
Para el funcionario que abrió el expediente, perder frente al contribuyente apenas tiene consecuencias negativas, por muy peregrinas que fueran las razones que le llevaron a investigarle.
Enfrente, la situación contraria: el contribuyente gana muy poco incluso si gana. Le dan la razón si no ha pagado nada y le devuelven lo adelantado con unos intereses más bien reducidos si lo ha hecho (que ésa es otra: lo de tener que pagar para reclamar es otro nivel de desproporción brutal y que también disuade a muchos de perseguir lo que creen que es justo). Por supuesto, ganar no le evita ni uno solo de los minutos de preocupación de los meses (años, más bien) que dure el proceso.
La interpretación
Y entonces llega la frase demoledora: "Todo lo anterior puede ser cierto, pero sólo afecta a los que incumplen la norma; el que lo tenga todo en orden no tiene que preocuparse de nada". Demoledora y falsa.
El gran problema de la relación entre la AEAT y el ciudadano no reside en todo lo apuntado anteriormente, que es cierto y que habría que tratar de corregir (por ejemplo, limitando mucho más los plazos durante los que puede estar abierta una inspección). Al final, lo que lo ensucia todo es una norma abierta a todo tipo de interpretaciones. Ahí es dónde el contribuyente se siente desarmado.
Porque la mayor parte de lo descrito hasta ahora es casi inevitable: Hacienda siempre tendrá más fuerza, más tiempo y menos miedo a perder que el ciudadano medio. Pero sería mucho menos grave si el investigado al menos supiera que va a ganar; que puede demostrar que lo ha hecho todo bien y no hay por dónde cazarle; que el inspector se equivoca; que tiene todos los papeles en regla. El problema real es que casi nunca puede estar seguro. Porque la norma es abierta, equívoca, compleja, extensísima, llena de detalles casi imposibles de dominar por completo y cambiante. Y porque a esa norma se suman interpretaciones que también van variando en el tiempo, a veces de forma más que caprichosa.
Esto, que casi cualquier ingreso-concepto-factura-gasto es susceptible de ser interpretado de una manera u otra, lo saben las dos partes. Y aquí volvemos al epígrafe anterior y a la desproporción en las consecuencias. Uno piensa por qué no abrir una inspección, aunque el caso sea dudoso, a ver qué encontramos. Al otro lo que le viene a la cabeza es si merece la pena arriesgarse y tirarse meses-años enredado en ese lío, sabiendo (1) lo poco que tiene por ganar y lo mucho que podría perder y (2) que no puede estar seguro de que le den la razón incluso aunque la tenga.
Las dos frases más terribles que he escuchado en los últimos meses, cuando me ha tocado escribir sobre este tema, son: "He aconsejado a mi cliente que pague, aunque tiene razón" o "Mi cliente me ha dicho que le da igual si está todo en regla, prefiere abonar la multa y olvidarse de todo". Nadie debería verse obligado a pensar siquiera en esos términos que son en sí mismos una renuncia a tus derechos. Una decisión que se toma no por carecer de razón, sino por puro agotamiento o por miedo al proceso. Todos sabemos que la mayoría de nosotros se lo plantearía seriamente si le tocase la china. "Paga y olvídalo todo; no pelees, no merece la pena", te aconsejan los que te rodean. Probablemente tienen razón. Porque si le sumas horas, preocupaciones, coste de abogados o asesores, salud... sale mucho más barato pagar la multa aunque no debas. Lo que sorprende del caso de Xabi Alonso no es que tenga razón; lo que nos maravilla a todos es que haya peleado por demostrarlo.
Por cierto, un apunte final: a veces parece que esa complejidad normativa es una maldición o una consecuencia no deseada de una Administración grande y que suma ineficiencias en todos sus niveles. No lo creo. En este punto creo que es un objetivo buscado con toda la intención del mundo. El legislador quiere normas abiertas y poco claras porque le benefician, porque también los que hacen las leyes saben que muchos pagarán sólo para evitar todo eso.