Esta columna puede entenderse como la segunda parte de "No dejemos que nos arrastren a la inercia covid", publicada en este mismo medio hace quince días.
Tras casi dos años de emergencia epidémica, los efectos secundarios del covid son cada vez más evidentes. Este domingo, por ejemplo, El Mundo publicaba un reportaje con algunos datos escalofriantes: uno de cada cinco jóvenes toma ansiolíticos, los trastornos de ansiedad se han disparado un 280% y las autolesiones, un 246%. Con la generalización de este tipo de cifras y la mayor conciencia social de los problemas que se están generando, han llegado las soluciones políticas. La más habitual: reforzar los servicios y el personal de la sanidad pública para enfermedades mentales.
Creer que todo se arregla con una especie de Plan Integral contra las Enfermedades Mentales es, en el mejor de los casos y si se hace todo bien (que no se hará), como intentar solucionar los accidentes de carretera con ambulancias en vez de arreglando los socavones. En el peor, como apagar el fuego con gasolina. Porque no estamos tristes, ansiosos, deprimidos o desesperanzados por falta de psicólogos... sino por falta de aire, de familia, de amigos. Y digo a propósito lo de la gasolina y el fuego, porque lo que nos ha traído hasta aquí no es la carencia de normas, órdenes o planes estatales, sino el exceso.
Se nos olvida que el objetivo prioritario no debe ser tratar enfermedades (mentales o del tipo que sea), sino que no se produzcan. Un chaval de 18 años que toma pastillas no necesita que el centro de salud de su barrio ponga a su disposición un teléfono al que pueda llamar cuando se encuentre deprimido. Lo que necesita es ver a sus amigos y a su novia sin tener que pedir permiso. A partir de ahí, reforzar la plantilla destinada a enfermedades mentales no es que esté mal, pero es el último paso. Un último paso que, sin el primero, puede ser incluso contraproducente, porque nos lleva a normalizar lo que no es normal.
En la secuencia (1) Controlo tu vida - (2) Enfermas de otras cosas que no son covid - (3) Te ayudo a superar esa dolencia: ¡Lo que está mal es el punto 1! Con eso es con lo que hay que terminar cuando antes. Porque fue inevitable unos meses, pero hace ya muchísimo que no lo es. No deberíamos permitir ni un minuto extra de medidas restrictivas que no sean imprescindibles. Debemos estar vigilantes ante el más mínimo exceso. Es nuestro derecho y nuestro deber. ¿Por una cuestión moral? Sí, y esto lo más importante. Pero también por eficiencia: si no eliminamos ese apartado uno, los otros dos serán una consecuencia ineludible. Incluso aunque esos supuestos planes estén bien diseñados, no solucionarán el problema de fondo (entre otras cosas porque esos planes y la sensación de asfixia que transmiten son parte de ese problema).
Es obvio que la pandemia se ha revelado como el paraíso del estatismo y la socialdemocracia. Nunca antes habían encontrado una excusa de tal magnitud para hacer lo que siempre han querido, decirnos cómo vivir. Miren si no cómo la está gozando Macron, el intervencionista en jefe, el estatista por excelencia, el ilustrado máximo. No creo en las conspiraciones, pero sí en las consecuencias lógicas: el 99% de los políticos europeos maneja un marco mental en el que nosotros estamos mejor si les hacemos caso a ellos. Por eso están encantados en esta coyuntura.
El problema es que la socialdemocracia no funciona porque se fundamenta en dos creencias absurdas sobre la naturaleza humana. Absurdas pero muy resistentes.
La primera es que no hace falta más que una regulación eficiente para solucionar un problema. Es un error por partida triple.
Por lo de "UNA": esa suposición de que todos tenemos que entrar en el mismo corsé (un corsé, además, con unas medidas y especificaciones muy detalladas).
Por lo de "EFICIENTE": porque muy pocas veces lo es. Y porque incluso aunque en el dicho de la teoría encaje, luego no puede superar el enorme trecho que se encuentra hasta que llega a la práctica. Por supuesto, nunca se plantean, es que ni les pasa por la imaginación, que el problema sea generado por la propia regulación. De hecho, a los problemas normativos-burocráticos siempre le encuentran una solución que consiste en más normas y más burocracia.
Pero también, por lo de "SOLUCIONAR UN PROBLEMA". Al ser humano le gusta equivocarse en primera persona y, además, es bueno que lo haga, porque es la mejor manera de aprender y avanzar. Una buena oficina pública puede ser una mala solución si no permite que experimentemos, aprendamos e interioricemos las consecuencias de nuestras acciones. Y eso si es buena, que no tiene por qué serlo (no suele, al menos en España).
La segunda idea fuerza de la socialdemocracia es que un cheque o un funcionario es un sustituto perfecto de algo. A pesar de su apariencia sentimentaloide, esta ideología es el reino de la frialdad matemática y monetaria. Es cierto que el socialdemócrata tipo recurre al lagrimeo facilón en las discusiones, pero al final su respuesta a todos los problemas, no importa si hablamos de educación o sanidad, es siempre la misma: dinero y un tipo al que paguemos para que haga algo.
Por supuesto, ni aciertan cuando en el debate no asumen que el dinero o los incentivos importan; ni cuando, al plantear las soluciones, lo reducen todo a una transferencia o a la apertura de la oficina pública de turno. Es una dualidad tan absurda como paradójica: para combatir el cambio climático no se puede hablar de las consecuencias reales que tendrá encarecer hoy la energía; pero para solucionar los estragos psicológicos del covid todo se resuelve con más funcionarios y presupuesto.
En esta pandemia covid, lo estamos viendo de nuevo. ¿Que hay ancianos de 80 años que apenas pisan la calle? Programa de visitas de trabajadores sociales. ¿Que hay jóvenes desesperados en sus cuartos que se pasan 18 horas al día en las redes sociales? Plan de apoyo de enfermedades mentales. ¿Y retirar las restricciones, normas estúpidas y mensajes alarmistas que han provocado esa situación? Ni pensarlo, mejor sigamos diciéndole a la gente que a lo mejor en Semana Santa tenemos una séptima ola. Y que el mejor tratamiento para esa ola, y para las que vendrán, no es que aprendamos a adaptarnos por nosotros mismos, sino que les hagamos caso, otra vez, a ellos.
Lo que necesitan de verdad esos ancianos es a sus hijos, no un trabajador social ni la actualización de la pensión con el IPC. Y no sólo a sus hijos, a los que sí que han visto en esta pandemia, aunque menos que antes. Necesitan a sus sobrinos, esos que antes iban a verles sólo 2-3 veces al año, demasiado poco... pero iban. Y a sus nietos. Y los amigos de sus nietos que les revolvían todo y les hacían contar los minutos para que se fueran de casa. Y al empleado de la panadería que se cogía demasiadas confianzas y les respondía de tú cuando ellos le hablaban de usted. Y al camarero simpático del bar de abajo que les ponía una tapa extra incluso aunque se tirasen dos horas con un chato.
Aunque se sale un poco del tema de hoy, hay que recordar que este problema nos lo vamos a encontrar muy a menudo en los próximos años. Vamos a ser la sociedad más envejecida de Europa y estamos obsesionados con la suficiencia de las pensiones. Como si tener a varios millones de personas de 70-80 años, con una esperanza de vida de una o dos décadas y sin apenas vínculos familiares, se solucionara emitiendo más deuda pública.
Pues bien, ni el envejecimiento ni el Covid se van a arreglar con una varita desde un Ministerio. Y el peligro no es que los que dirigen ese Ministerio actúen como si tuvieran todas las respuestas o todo dependiera del último comité que se han sacado de la chistera. El peligro es que los demás también nos lo creamos o que no veamos otras soluciones. Veinticuatro meses después de que todo esto empezase, ésta es otra de esas inercias Covid que me aterran.