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José María Rotellar

Keynes, el gasto público como anestesia mundial y la deuda insostenible

Tantos años después -y tantos fracasos del intervencionismo público después- los dirigentes políticos se empeñan en errar, al aplicar las recetas que Keynes diseñó en el período de entreguerras.

Tantos años después -y tantos fracasos del intervencionismo público después- los dirigentes políticos se empeñan en errar, al aplicar las recetas que Keynes diseñó en el período de entreguerras.
Billetes de euros | Pixabay/CC/martaposemuckel

Este pasado verano, Estados Unidos aprobó el proyecto de ley de infraestructuras que ha impulsado el presidente Biden, como un empeño personal suyo para renovar carreteras, puentes e incluso trenes, tanto de pasajeros como de mercancías, ni más ni menos que por un billón de dólares, en lo que constituye una oportunidad perdida para apostar decididamente, no como un mero brindis al sol, por la colaboración público-privada que alivie de gasto público la economía, en lugar del intervencionismo directo del sector público, que es por lo que se ha optado. Esta medida impulsada por el presidente Biden, pudo prosperar gracias a que muchos senadores republicanos votaron en el mismo sentido que los demócratas, permitiendo que saliese adelante el proyecto, dado que el Senado estadounidense está prácticamente dividido al cincuenta por ciento entre demócratas y republicanos y la votación vino a ser dos tercios de la cámara a favor y un tercio en contra, superando cualquier minoría de bloqueo.

La Unión Europea lleva años siendo flexible en exceso con el incumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria: desde la anterior crisis, toda esa disciplina se ha perdido: varios de los diferentes países de la Unión Europea, por ejemplo, no terminan de alcanzar el equilibrio presupuestario, es habitual que los distintos gobiernos nacionales -como hizo el presidente Sánchez antes de la pandemia, cuando no se encontraba suspendido el pacto de estabilidad- traten de renegociar sus objetivos de déficit y deuda, para que la Comisión Europea les conceda un mayor margen, flexibilizando, así, su cumplimiento. Ahora, la Comisión Europea desliza la idea de que podrían revisarse las sendas de estabilidad -en el sentido de hacer más laxo su cumplimiento- de los países de la zona euro.

Cada día oímos a un político, en muchos casos de cualquier tendencia ideológica, tratar con naturalidad tanto la existencia de déficit público como de su consecuencia, la deuda pública. Sólo durante un período breve de tiempo -desde el establecimiento de los objetivos de convergencia para entrar en la moneda única europea hasta la modificación del protocolo de déficit público excesivo en 2005- vimos defender en algunas ocasiones lo contrario. La disciplina europea fue importante para ello -sobre todo, hasta que los incumplimientos de Francia y Alemania hicieron relajar equivocadamente las actuaciones cuando se entraba en el protocolo de déficit público excesivo- y en España, con el profesor Barea a la cabeza, había por primera vez un Gobierno -el del presidente Aznar- que se tomaba como un objetivo la reducción del gasto, la consecución del equilibrio presupuestario y, con ello, la disminución del endeudamiento. Todo ese rigor, como digo, se ha perdido y el gasto, el déficit y la deuda no paran de crecer, envuelto, además, en una política de incremento de impuestos en algunos países, como es el caso de España, que ahonda en el camino hacia la el carácter confiscatorio de los impuestos.

Reagan, Thatcher, Aznar...

Definitivamente, el mundo ha vuelto a girar hacia posiciones de gasto público expansivo, fuertemente intervencionistas, si es que alguna vez ha abandonado dicha posición, porque ha habido destellos de liberalismo clásico económico, sí, especialmente a través de las rebajas de impuestos y la eliminación de trabas en la economía, como llevaron a cabo el presidente Reagan en Estados Unidos, la primer ministro Thatcher en el Reino Unido o, en España, el presidente Aznar, pero incluso en sus mandatos, por uno u otro motivo, no dejó de haber partidas importantes para el gasto público -aunque ligadas a Defensa, cosa lógica, aunque, por ejemplo, el presidente Aznar logró rebajar el peso del gasto público total de manera importante, del 44,10% de gasto público sobre el PIB de 1995 al 38,40% de 2003 -último año completo de su mandato-. También, pese a que la reducción del gasto no fue tan intensa como se pensaba que iba a ser antes de las elecciones de noviembre de 2011, en el mandato del presidente Rajoy también disminuyó dicho peso -pero, en este caso ensombrecido su efecto positivo en la economía por una negativa subida muy importante de impuestos el treinta de diciembre de 2011, aunque se debiese a la pésima herencia recibida del presidente Rodríguez Zapatero-.

No obstante, incluso en los mejores momentos del liberalismo clásico en el contexto internacional, aunque se redujo el gasto superfluo, que no es poco, el nivel de gasto ha continuado siendo excesivamente elevado, a mi juicio, para que pueda ser soportado a medio y largo plazo por cada economía.

Ahora, tras la política fiscal expansiva por el lado del gasto aplicada por la casi totalidad de economías mundiales debido a la pandemia, la mayor parte de ellas quiere intensificar dicho gasto público.

Las ideas de Keynes

Tantos años después -y tantos fracasos del intervencionismo público después- los principales dirigentes políticos se empeñan en errar, al aplicar las recetas que Keynes diseñó para salir de la depresión económica del período de entreguerras. Los amantes del intervencionismo se empeñan en defender estas ideas de Keynes sin estudiar en profundidad su obra. El propio Keynes adaptó sus ideas originales -por ejemplo, sobre la teoría monetaria- para llevar a cabo una actuación intervencionista en el corto plazo, pues consideraba que el mercado era, en aquel momento, sumamente débil. En su "Teoría general" obvia muchos elementos que él no podía desconocer -fue, no lo olvidemos, una mente privilegiada; quizás, junto con Friedman y Hayek, una de las tres mejores mentes económicas del siglo XX, aunque muchos de sus postulados no tuviesen utilidad al abandonar el corto plazo y resultasen estructuralmente equivocados, como está más que demostrado-, como la necesidad del ahorro en el medio y largo plazo para financiar la inversión y la importancia de la generación de buenas expectativas con la aplicación de políticas serias y ortodoxas, que impidan fuertes endeudamientos públicos y elevada inflación.

Es más, es conocido que Keynes dijo que había formulado su teoría para un momento muy concreto, pero que la corregiría y adaptaría para contemplar los elementos comentados -cosa que los intervencionistas siempre ocultan-. Su fallecimiento poco después lo hizo imposible y sus seguidores, los keynesianos -que hay que distinguir del propio Keynes-, llenaron de dogma inamovible lo contenido en las teorías de Keynes. Tras la II Guerra Mundial, el gasto público se expandió como nunca, trasladando con fuerza a Europa la práctica de intenso gasto implantada por el presidente Roosevelt en Estados Unidos. El Estado del bienestar avanzó a pasos agigantados, elemento que consolidó unos niveles de gasto muy elevados que, con independencia de que algunas medidas o actuaciones puedan constituir un avance como sociedad, que nadie pone en duda, como una sanidad y educación universales, por ejemplo, el fomento de otro tipo de actuaciones no imprescindibles hace que ese gasto vaya volviéndose cada vez más insostenible.

Así, una cosa es que, como el propio Adam Smith dijo, pueda ser necesaria la intervención del Estado en la educación, por ejemplo, por los efectos beneficiosos que la provisión de ese bien puede tener para el conjunto de la sociedad en el medio y largo plazo, y otra muy distinta es que, al final, se financien múltiples actuaciones que no deberían correr a cargo del gasto público, en lo que mi Maestro, Pedro Schwartz, ha venido en calificar como el proceso en el que "toda necesidad se convierte en un derecho".

Por ese camino va el mundo, desgraciadamente, pues no se dan cuenta, por una parte, de la visión cortoplacista de su actuación, ya que si se trata de que el sector público cubra todo, terminará estallando, más pronto que tarde, con lo que los recortes que entonces habrá que acometer serán mucho mayores, pues el incremento confiscatorio de los impuestos habrá arruinado la economía y el nivel de crecimiento exponencial de la deuda, además de haber expulsado a buena parte de la iniciativa privada, será insostenible. Por otro lado, debido al efecto atracción de su economía, es posible que, pese a no ser deseable un nivel elevado de déficit tampoco allí, Estados Unidos siempre tenga más facilidades para financiarlo, cosa que no sucederá con otras muchas economías.

Nadie puso en duda, insisto, la necesidad de acometer actuaciones en el corto plazo para combatir los efectos económicos de la pandemia -especialmente, cuando es de justicia compensar a quienes el Estado ha arruinado al decretar la prohibición para realizar su actividad económica y empresarial-, pero han de ser muy momentáneos y, por tanto, no deben generar gasto estructural. Es cierto que la Unión Europea insiste en ello y en el regreso a la senda de estabilidad una vez finalice este período excepcional, pero parece no darse cuenta de que algunos estados miembros de la UE están aprovechando dicha suspensión para aplicar políticas fiscales que incrementan el gasto público de manera estructural, como es el caso de España. Deberían tenerlo en cuenta antes de llevar a cabo una expansión tan importante del gasto, asegurándose de que los fondos europeos que reciba cada país vayan a inversiones que generen, en el medio y largo plazo, inversión que haga sostenible la economía por sí misma, no artificialmente con el gasto público. Sin embargo, ese riesgo existe, apoyado en una política monetaria tremendamente expansiva que aporta también una parte importante de la anestesia a la situación, al no impactar mucho en la actualidad en el gasto financiero por intereses de la deuda, pero que será una bomba de relojería en cuanto se vuelva a niveles ortodoxos de política monetaria, y que, además, aunque esto sea otro tema, está dejando de velar por el cumplimiento del objetivo único del BCE, la estabilidad de precios, con el riesgo de que la inflación termine por convertirse en duradera y estructural.

En definitiva, el escenario económico y fiscal que se dibuja es triste y preocupante, pues sobre la base de un gasto estructural creciente y diversos acuerdos para establecer unos tipos mínimos tributarios a nivel internacional, impidiendo, erróneamente, la competencia fiscal, en una escalada cada vez más confiscatoria desde el punto de vista impositivo, harán daño a los estructurales de las distintas economías y a su sostenibilidad por sí mismas, al coartar la generación de actividad económica productiva privada, de la iniciativa individual, de la iniciativa empresarial que, no lo olvidemos, son la base sobre la que progresa la economía y que esta anestesia mundial del gasto público en el corto plazo está poniendo en riesgo para el futuro

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