Nadie sensato esperaba que fuera a salir nada bueno del Ministerio de Consumo creado para empotrar en el Gobierno al revolucionario por cuenta ajena Alberto Garzón. Pero no ha dejado de sorprender que este fanático ignaro se empeñara en hundir uno a uno los sectores generadores de riqueza.
Su primera víctima fue el turismo, industria crucial para nuestra economía, con un peso del 12% en el PIB. El estulto ministro dijo que era un sector "estacional, precario y de bajo valor añadido", valoración que compartió su semejante Pablo Iglesias. Como era de prever, esas palabras que aún cuesta creer las pronunciara un ministro de una de las grandes potencias mundiales del ramo provocaron una monumental indignación en el sector, auténtico referente global que da trabajo a millones de personas.
Al turismo le siguieron las eléctricas y el sector de la alimentación. Así, consiguió que se subiera el IVA de los refrescos al 21% con la burda excusa de proteger la salud de la ciudadanía. Con el bochornoso eslogan de "El azúcar mata", el descalificable comunista pergeñó una campaña de demonización del sector tan sonrojante como abominable. No contento con esto, el bueno para nada decidió prohibir en los medios la publicidad de bollos, galletas o zumos en horario infantil. No quedará ahí la villanía: sobre esos escarnecidos productores se cierne la amenaza de nuevos impuestos y trabas.
Como todo el mundo sabe, la carne se ha convertido en la obsesión del ministro anticonsumo. Garzón lleva meses atacando a una industria que genera el 2,4% del PIB y da trabajo a 100.000 personas. Primero instó a reducir el consumo de carne; después cargó contra las bandejas baratas de los supermercados y ahora le ha llegado el turno a las macrogranjas, palabro que que ni él mismo sabe a qué tipo de explotación remite, pero que ya le ha causado al sector un gran descrédito internacional. Garzón lo mismo le acusa de contaminar el planeta que de maltratar animales o de ofrecer carne de mala calidad. El caso es denostar, injuriar y humillar. Menudo impresentable indigno del cargo que ostenta.
Como buen comunista, es decir, liberticida, Garzón detesta que la gente compre carne a bajo precio, o que pueda viajar en avión con relativo desahogo. Como buen capo comunista, quiere condenar a la sociedad a una uniformización asfixiante y empobrecedora que, por descontado, no piensa aplicarse a sí mismo. Quiere controlar todo y hacer que todo el mundo dependa de su Gobierno profundamente tóxico e indeseable para sobrevivir. Garzón da gran vergüenza ajena pero lo suyo no es cosa de risa.