Los sabios de la Escuela de Salamanca se anticiparon cuatrocientos años a la idea de Milton Friedman: la inflación es un fenómeno monetario. Ahora que, según dicen muchos, "vuelve la inflación", quizá convenga repasar lo que ha sucedido con el dinero.
De entrada, despejemos el equívoco del retorno: la inflación, en efecto, parece que vuelve hoy, pero en realidad nunca se marchó. Fuimos víctimas en muchos países del espejismo conforme al cual si no sube el IPC eso significa que no hay inflación. Pero cualquiera que haya atendido al precio de los activos antes de la crisis de 2008, y nuevamente en tiempos recientes, sabe perfectamente que hubo inflación. De hecho, por eso estalló dicha crisis: porque finalmente se pinchó la burbuja de los activos, enérgicamente inflada por los bancos centrales en la década anterior. Por desgracia, en la década siguiente las políticas monetarias no solamente no se contuvieron, sino que apretaron el acelerador cada vez más, combinándolo con unas políticas fiscales también irresponsablemente expansivas. Nada invita a pensar que la historia no se va a repetir, y no tendremos en el futuro otra burbuja y una nueva crisis. Pero, claro está, con la gran diferencia de que esta nueva crisis registrará unos niveles récords de deuda pública, que superan ya en varios países el 100 por ciento del PIB.
De hecho, la subida del IPC enmascara la inflación de activos, y puede servir a los propios bancos centrales, legitimando su política en la medida en que el IPC se vaya moderando a lo largo de 2022, lo que no es descartable. Valdrían así los habituales chivos expiatorios de la inflación, como los salarios, la energía o las disrupciones en las cadenas de suministro. Y las autoridades, si la inflación según el IPC se sitúa otra vez en el 2% anual, o, lo que es quizá más probable, algo por encima, sacarán pecho, ignorando prudentemente que, para que los ciudadanos padeciéramos ese nivel de inflación a medio plazo, el IPC debería subir menos que el 2%, para compensarnos por el período de mayores precios que atravesamos en la actualidad. También pasarán por alto que, si la inflación es un impuesto, y lo es, sigue siéndolo, aunque el IPC pase del 5% anual al 2 o al 3%. La inflación sigue siendo inflación, aunque sea moderada o, como se dice ahora, transitoria.
Los bancos centrales llevan mucho tiempo inundando el mundo con liquidez y acometiendo innovaciones financieras, como la "expansión cuantitativa", mediante las cuales aumentan considerablemente su balance con títulos de la deuda soberana y otros activos públicos y privados, cuya calidad disminuye a medida que los tipos de interés son artificialmente reprimidos hasta prácticamente cero, o incluso entran en un todavía más absurdo terreno negativo. Todo por la ficción de que el problema que afrontamos es, como repetía tontamente Mariano Rajoy, que "fluya el crédito". Pero, como dice el refrán, una cosa es llevar el caballo al río y otra cosa es forzarlo a que beba.
Una demanda no distorsionada de crédito ha de depender de una economía privada dinámica y flexible, que ajuste ahorro e inversión conforme a criterios de competitividad y productividad. Desde Mises y Hayek, los economistas de la Escuela Austriaca llevan un siglo advirtiendo sobre el peligro de un escenario opuesto, en el que la expansión artificial del crédito descompone la estructura productiva y promueve inversiones más arriesgadas y erróneas, y por fin crisis, no a pesar de los pomposamente denominados "estímulos" monetarios y fiscales sino a causa de ellos.
En la línea de Milton Friedman, el economista monetarista británico Tim Congdon, que lleva tiempo anticipando una inflación más elevada, apoyándose en las estadísticas de los inflados balances de los bancos centrales, comentó hace poco esta afirmación de Paul Krugman: "¿Cuánto tiempo durará la subida de la inflación? La respuesta secreta, y no le diga usted nada a nadie, es que no lo sabemos". Según Congdon: "La contestación de Krugman no solo está equivocada, sino que es peligrosa, porque implica que las autoridades no son capaces de controlar la inflación".
Por supuesto que podrían hacerlo, pero ello nos invita a considerar a otro premio Nobel: James Buchanan, que pidió a los economistas que abandonaran la inocencia de pensar que los gobernantes se guían exclusivamente por el interés general, y no por el suyo propio. Desde esta perspectiva, habría que evaluar el dilema de los bancos centrales: o suben los tipos y frenan la expansión monetaria, arriesgándose a que la opinión pública los considere responsables de la recesión ulterior; o mantienen la expansión, facilitando aún más la burbuja del crédito, arriesgándose a ser acusados de la senda inflacionaria y agotando por ello su legitimidad política, incluso aunque puedan mirar hacia otro lado cuando estalle la burbuja, que es lo que suelen hacer.
Otras autoridades políticas, por su parte, también preparan el arsenal justificativo, que volverá a demonizar a empresarios y banqueros privados, la especulación y, faltaría más, el pérfido capitalismo neoliberal.
Entre tanto, los ciudadanos pagarán más impuestos, incluido el impuesto inflacionario, en un horizonte de crecimiento, en el mejor de los casos, debilitado, precisamente por las medidas que adoptan los gobernantes supuestamente en pro del bien común.
Acertaban la Escuela de Salamanca, y Friedman, al señalar al dinero como la causa última de la inflación. La notable y siempre creciente invasión del poder político sobre la economía y las finanzas no ha mejorado las cosas, por decirlo suavemente.