Desde que comenzó la pandemia, hace casi dos años, la gestión de la misma ha estado basada en muchas ocasiones, desgraciadamente, más en la apariencia, el populismo y la histeria que en otras cosas. Al principio, que es cuando debieron los gobiernos actuar contundentemente, para evitar la propagación, no lo hicieron. Si hubiesen cerrado fronteras con China en enero de 2020, probablemente no habríamos entrado en este horror: se habría impedido una propagación tan virulenta y rápida de la enfermedad y evitar que la sanidad colapsase, pero no se hizo. A cambio, se recurrió a una medida medieval, el encierro -llamado erróneamente confinamiento, que es, realmente, otra cosa-, con la confianza de que el virus se marchase cuando nos permitiesen abrir la puerta de nuestras casas, cosa que no sucedió, lógicamente.
En España, todavía fue peor, pues el empeño para llegar a la manifestación del ocho de marzo provocó un descontrol aún mayor y una sanidad muy desbordada. Ese desbordamiento fue el que probablemente ha hecho que en nuestro país el número de fallecimientos se haya multiplicado por cinco o por seis en aquel 2020. Es verdad que una sola muerte es una pena tremenda, pues cada vida es irreemplazable, pero se habría podido evitar un desastre mayor, como el que hemos vivido. Debido a esta circunstancia, la población está lógicamente, atemorizada.
Ahora, todo continúa igual, con muchos políticos sobreactuando por no haberlo hecho a tiempo, en enero de 2020, y con muchos medios de comunicación contando la parte que vende más, que no es otra que la del temor: en algún caso se llega a leer que la nueva variante Ómicron es más contagiosa, pero no se dice nada de que es menos letal, al menos, hasta ahora. Se insiste en el crecimiento de los contagios, pero no se dice que el de casos graves es mucho menor. Y se repite la incidencia acumulada, pero tampoco se comenta que el número de test que se hacen ahora es infinitamente mayor, pues cualquier persona puede adquirirlo en una farmacia, de manera que se detectan más casos, siendo, la inmensa mayoría, leves o asintomáticos.
Con esta enfermedad llevamos así dos años; cuando se produjo la primera bajada, en verano de 2020, se radiaba al minuto si había rebrotes del virus o no, con una ronda informativa por todas las provincias. Hace años, en otro orden de cosas, en muchos medios se hablaba de la prima de riesgo sin ni siquiera explicar qué era, con profundo desconocimiento, hasta que la economía logró remontar. Es cierto que la prima de riesgo subió muchísimo, pero después se ha mantenido entre 70 y 100 puntos básicos, cifras que al inicio de la anterior crisis se consideraban, cuando se iban alcanzando y superando, una catástrofe y que ahora ni se menciona, pese a que nuestro endeudamiento sea mucho mayor. Con la desgracia del volcán hemos visto lo mismo: había momentos en los que la información proporcionada giraba en torno a si aparecía un nuevo río de lava o no, más cerca de un show que de una información con rigor. Con el coronavirus, seguimos igual: se informa de los casos, pero no de su gravedad o de la diferencia en su impacto estando o no vacunados. Es algo que contribuiría a introducir cordura y serenidad, pero en lugar de eso parece que se espera poder dar la noticia de introducir nuevas restricciones, cuando la economía no aguanta otro cierre.
Pese a que muchos expertos afirman que la nueva variante es mucho más contagiosa, pero muchísimo menos letal; y pese a que está demostrado que la vacunación frena muchísimo la gravedad de la enfermedad, hasta ir convirtiéndola en una enfermedad más, que parece que va a quedarse y que habrá que afrontar con completa normalidad, con vacunación para quien la necesite, con los nuevos fármacos para combatirla que están próximos a llegar, y que llegarán, insisten en generar un alarmismo injustificado. Es cierto que cualquier muerte es horrible, por supuesto: quién no se lamenta de un fallecimiento, que es, además, una pérdida horrorosa, además de para el fallecido, para todos sus familiares y allegados.
Casi 500.000 fallecidos en 2020 por todas las causas
Son un horror los 80.796 fallecidos en 2020 por coronavirus o sospecha del mismo (60.358 son seguros, al estar certificados) que recoge el INE en su estadística de defunciones por causa de muerte, como lo son los 119.853 fallecidos por enfermedades del sistema circulatorio, o las 112.741 personas que perdieron la vida por un tumor. Es horrible la muerte de las 493.776 personas que fallecieron en 2020 por todas las causas, desde luego.
Ahora bien, una cosa es ésa y otra muy distinta que no se ponga todo en contexto. Hay enfermedades, como las antes mencionadas, que, en muchos casos han quedado en un segundo plano, cuando su grado de letalidad es todavía mayor, y seguirá siéndolo mientras, gracias a Dios, la letalidad del coronavirus va bajando gracias a la ciencia y a los avances sanitarios, especialmente las vacunas y los próximos fármacos. Sólo con las vacunas, la gravedad del virus es mucho menor, camino de convertirse en una enfermedad habitual, como otra cualquiera, con la que poder hacer vida normal.
Falta un último trecho, pero estamos más cerca de lograr acabar con la terrible tragedia que hemos vivido. No quiere eso decir que no vayan a morir más personas de coronavirus una vez que se domine la situación, porque si el virus permanece, muertes, desgraciadamente, habrá, pero será ya a otro nivel, insistiendo en que cada vida que se pierde es una tristeza y un tesoro irrecuperable, como lo son los fallecidos por cualquier enfermedad, pero global y agregadamente ya no tendrá la letalidad que ha tenido.
Los políticos deberían hablar claro y contarle a la población toda la verdad, para que pudiesen ser extremadamente prudentes en sus comportamientos, con el objetivo de ni contagiar ni verse contagiados -como con cualquier enfermedad contagiosa-, pero para que con toda esa prudencia mencionada pudiesen ir recobrando su vida normal. Deberían repetir, una y otra vez, lo que se desprende de los datos del ministerio de Sanidad, que muestran claramente que, con la vacuna, el coronavirus suele ser muy leve y terminará siendo una enfermedad más.
La realidad de los datos
Así, en la información media semanal del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencia Sanitarias del Ministerio de Sanidad, en su actualización 524 (del 11-10-2021 al 5-12-2021, últimos datos disponibles para ese nivel de desagregación) si analizamos el número de contagios, vemos cómo son muy inferiores entre los vacunados en todos los grupos de edad, con una abismal diferencia en todos los grupos, especialmente, entre los encuadrados entre 60 y 79 años.
Pero veamos los ingresos hospitalarios. En primer lugar, son muy inferiores que en los grandes momentos de contagio anteriores, pero, además, vuelve a ser muy grande la diferencia entre vacunados y no vacunados, siendo muy inferior la hospitalización de vacunados. Los ingresos, especialmente entre las personas mayores, son pocos entre los vacunados y mucho más elevados entre los no vacunados.
Más de lo mismo si analizamos los casos en UCI. Para empezar, gracias a Dios son muy inferiores a los de momentos anteriores, lo cual puede significar que, efectivamente y tal y como los expertos han ido avanzando, esta variante es menos grave, pese a ser más contagiosa, y podría, incluso, contribuir a rebajar la importancia de la enfermedad en el futuro. En segundo lugar, entre los vacunados no hay casi ingresos en UCI, mientras que entre los no vacunados esa cifra es mucho mayor en comparación con los vacunados.
Y se repite con los tristemente fallecidos. Es muy inferior, al nivel de una enfermedad habitual, entre los vacunados respecto a los no vacunados.
Es decir, claramente se constata que quienes están vacunados se contagian mucho menos. De la misma manera, al analizar el cuadro anterior por grupos de edad, podemos ver, grupo por grupo, cómo tanto los contagios, como los ingresos hospitalarios, como los ingresos en UCI, como los fallecimientos, son mucho menores entre los vacunados que entre los no vacunados. Las cifras son rotundas y muestran que ni mascarilla ni el gel hidroalcohólico y ni mucho menos el confinamiento, son la clave, sino que lo que marca la diferencia es la vacunación, que es la herramienta con la que contamos para seguir adelante.
Por supuesto, es respetable, dentro de la libertad individual de cada uno, el hecho de que algunas personas no se quieran vacunar. Hay mucho debate al respecto entre la posibilidad de obligar o no a ello. Creo que es algo que no se podrá obligar, pero tampoco podemos estar a expensas de empeoramientos por parte de quienes no quieren vacunarse. Las personas que deciden no vacunarse, frente a los que sí hemos decidido vacunarnos, están en su derecho, pero la libertad verdadera conlleva asumir las consecuencias de las decisiones de cada uno, de manera que si por no vacunarse tienen, desgraciadamente, un mayor riesgo de contagiarse, enfermar gravemente e incluso, Dios no lo quiera, fallecer, es un riesgo que asumen cuando deciden no vacunarse en una proporción exponencialmente mayor que un vacunado. Quizás, con estas cifras, quieran recapacitar y vacunarse; o quizás no lo hagan, pero, entonces, saben que asumen un riesgo mucho mayor, que no puede parar a una sociedad, porque el remedio -al menos, un remedio que elimina mayoritariamente la gravedad de la enfermedad-, está ahí, y si no optan por él es porque no quieren.
Por ello, políticos y medios de comunicación deberían resaltar la diferencia entre la vacunación y la no vacunación, y recordar que con una población muy mayoritariamente vacunada -alrededor del 90% de la población de más de 12 años y pronto también los que se hallan entre 5 y 12 años- el riesgo ha disminuido muchísimo, camino de convertirse para quienes aceptan el tratamiento o remedio de la vacuna en una enfermedad más, con la que tendremos que llegar a convivir con absoluta normalidad.
Por ello, antes de hacer manifestaciones asegurando que se cerrarán todas las actividades necesarias, los políticos deberían pensarlo dos veces y contar claramente esta realidad. Lo mismo deberían hacer muchos medios de comunicación a la hora de tratar las noticias, para evitar generar alarmismo. Si no lo hacen unos y otros, si no lo hacemos todos, el drama social que se desprenderá de la crisis económica será mucho peor que el del coronavirus, con cientos de miles de familias en la ruina, porque en un entorno de pobreza habrá menos recursos para todos los servicios, empezando por la sanidad, con lo que la atención será peor y, por tanto, el número de fallecimientos por todo tipo de enfermedades será mayor, por no hablar del preocupante incremento de suicidios que ha habido, un 7,4% más que en 2019, que puede incrementarse de seguir así, ojalá que no.
Hay que vivir y salir adelante, sabiendo que esta enfermedad se está convirtiendo ya en una más, con la que habrá que convivir con normalidad, tratamiento y vacunación para quien sea necesario, y la economía y la vida deben seguir.