Desde cómo se transportan las personas hasta cómo calientan sus hogares. En su delirio medioambiental, la Comisión Europea parece decidida a determinar punto por punto la vida de los ciudadanos europeos. Y es que, para cumplir con los objetivos de neutralidad climática en el año 2050 y de reducción de las emisiones de CO2 en un 55% para 2030 —respecto a niveles de 1990, que asciende a un 61% en comparación con 2005—, el Ejecutivo europeo parece dispuesto a inmiscuirse en cualquier cosa.
A través del paquete de medidas bautizado como Fit for 55, el gabinete presidido por Ursula von der Leyen recoge numerosas propuestas que afectan directamente al día a día de todos los europeos. Bruselas, insatisfecha con medidas como el fin de la venta de automóviles diésel en 2035 para fomentar —casi imponer— el uso de los coches eléctricos, va mucho más allá esta vez, especialmente en cuanto a su sistema de comercio de emisiones.
El último disparate de la Comisión consiste, entre otras cosas, en incorporar el transporte por carreteras y la calefacción al mercado de emisiones a partir de 2026. Es decir, que el transporte mediante vehículos privados de combustible fósil y el consumo de gas natural en edificios —especialmente difíciles de descarbonizar— dependerá de la compra de derechos de CO2. Aunque sí es cierto que dichos derechos de emisión no los pagaría directamente el consumidor, sería el comercializador de carburantes o de gas quien debería hacer frente a tal coste, trasladándolo posteriormente al precio final y encareciendo sus productos. No es ningún vaticinio: ya está ocurriendo en el mercado eléctrico y los desorbitados precios en la factura de la luz.
Así, mientras mantiene que el mercado de derechos de emisión ha sido "un mecanismo eficaz para reducir las emisiones y genera ingresos para apoyar la transición energética" en los últimos años, Bruselas parece no tener en cuenta el sobrecoste que supondrá para las familias el hecho de tener un coche particular o de mantener calientes sus hogares en invierno