A sus 55 años, Bjorn Lomborg es una de las voces más influyentes en el debate sobre el cambio climático y el medio ambiente. Desde el lanzamiento de su libro El ecologista escéptico hace casi veinte años, este intelectual danés se ha convertido en un referente a nivel mundial, sobre todo por su capacidad para analizar propuestas climáticas a partir de estudios de coste-beneficio que buscan un equilibrio entre la mitigación del daño medioambiental y la preservación del crecimiento económico. El pasado 2020, Lomborg publicó Falsa Alarma, un ensayo que resulta especialmente relevante a las puertas de la cumbre climática COP-26 que acaba de arrancar en Glasgow.
Pregunta: La pandemia supuso un parón productivo tan acusado que las emisiones de CO2 se desplomaron de manera drástica. ¿Fue un ensayo general de lo que pasaría si se aprueban medidas tremendamente restrictivas en este campo, como las que se discuten estos días en Escocia?
Respuesta: Es evidente que, debido a la pandemia, hemos registrado muchas menos emisiones contaminantes pero no tiene sentido ignorar cuál ha sido el coste que hemos pagado para lograr esa reducción: millones de fallecidos, pobreza, colapso económico…
Nadie quiere vivir en un mundo así y creo que esto nos recuerda algo muy importante: hasta la fecha, solo se han logrado reducciones drásticas de las emisiones de CO2 a partir de graves "frenazos" en la actividad económica. Por lo tanto, tenemos que replantearnos cómo lidiamos con el cambio climático, porque no tiene sentido solucionar un problema a base de multiplicar otros males.
P: Para que quede claro: Vd. parte de que sí hay cambio climático, pero afirma que el debate sobre este asunto está marcado por el alarmismo y trufado de malas propuestas.
R: Me defino como un realista en materia de cambio climático. Coincido con la tesis central de los informes de la ONU, porque sí creo que las temperaturas están tendiendo a subir, que la actividad económica del hombre exacerba ese aumento y que todo ello puede tener consecuencias negativas. Pero, de igual manera, pienso que es fundamental decir que no podemos tratar este asunto como si fuese más grave de lo que realmente es. Los datos demuestran que hay demasiado alarmismo en los grandes debates medioambientales.
A menudo vemos que los políticos exageran la gravedad de determinados problemas para atraer un mayor apoyo hacia sus causas. No ocurre solo con el cambio climático. Pero no tenemos que basar el debate sobre estas cuestiones en el miedo, generando un alarmismo excesivo porque, si tomamos soluciones de esa forma, acabamos apostando por políticas que son muy costosas y que no son muy eficientes.
Pensemos, por ejemplo, en el coche eléctrico. Se ofrecen muchas ayudas a esta tecnología, con subsidios de 5.000 euros o más en muchos países europeos, pero la caída de emisiones equivalente es muy pequeña, se compra a 300 euros en los mercados de emisiones. Por lo tanto, no hay que destinar mucho dinero a financiar programas que nos hacen sentir bien, pero que no tienen un impacto notable. Hay que ser eficientes.
P: ¿A quién le echamos la culpa de ese alarmismo? ¿A la ONU, a los políticos, a los medios, a activistas como Greta Thunberg…?
R: Más que hablar de culpas, lo importante es hablar de soluciones, pero no nos engañemos, hay factores clave en este debate. Los medios, por ejemplo, tienden a cubrir las malas noticias y no tanto las buenas. Max Roser, de la Universidad de Oxford, ha explicado que, durante los últimos veinticinco años, la pobreza ha bajado a un ritmo de 130.000 personas cada día. ¿Qué portada de periódico ha recogido esa evolución histórica y extraordinariamente positiva? Ninguna.
Y con el cambio climático pasa algo parecido. A veces salen noticias esperanzadoras, pero no reciben tanta atención. Sin embargo, la cobertura alarmista "vende", porque arrastra mucho más audiencia, genera más atención… Eso sin duda aumenta la atención que se le presta a estos temas, pero también hace que el debate sea demasiado encendido, poco sereno.
Los políticos también participan en este juego, al igual que hacen organismos como la UE o la ONU, porque todos buscan tener más recursos bajo su control para así tomar decisiones referidas a este problema. Lo mismo ocurre con las ONG y los activistas. Sin embargo, no deberíamos cultivar este tipo de debates. Hay que leer los informes, tomar decisiones y buscar siempre el equilibrio entre el coste y el beneficio.
P: Basándose en los modelos de referencia, por ejemplo los del Premio Nobel William Nordhaus, Vd. ha apuntado que el impacto del cambio climático sobre el PIB sería asumible ¿Cuánto nos va a costar y cuánta riqueza vamos a perder si se cumplen las previsiones que escuchamos a diario?
R: Todos los escenarios que se plantean a futuro parten de que el mundo será mucho más rico en el año 2120 que en 2020. Mucho más rico. Nadie duda de eso. Al contrario, se asume que habrá una clase media más grande a nivel global, que la pobreza seguirá bajando de forma significativa, que viviremos más y más años, que tendremos mejor salud, etc. En 2075, por ejemplo, se estima que el ciudadano medio del mundo será tres veces más rico que hoy.
Partiendo de esa base, el cambio climático va a golpear el nivel de vida de los ciudadanos. Nordhaus y otros economistas han calculado cuál será el impacto que va a tener el cambio climático en nuestro bienestar. Y, cuando cruzamos unos cálculos con otros, encontramos que todas estas estimaciones significan que seremos solo un poco menos prósperos si se dan los supuestos más pesimistas. En el peor de los casos, nuestro nivel de vida se reducirá un 2%. No vamos, pues, a una distopia digna de Hollywood en la que todos nos arruinamos, sino a un mundo más rico.
P: El propio William Nordhaus admite que el impacto económico es manejable, pero advierte sobre el coste de los "puntos de no retorno", escenarios climáticos que se desencadenan sin posibilidad de reversión en caso de que se rebasen ciertos niveles de calentamiento en las temperaturas. ¿Qué opina?
R: La clave siempre es la adaptación. Tomemos por ejemplo el caso del aumento del nivel del mar. Según las previsiones que se manejan, alrededor de 190 millones de personas podrían vivir en regiones que se pueden ver afectadas por esta evolución. Sin embargo, esa proyección es estática, porque asume que nadie construirá puentes, diques o infraestructuras de refuerzo que permitan amortiguar ese aumento del nivel del mar. Por eso no tiene sentido fijarnos solamente en una estimación de ese tipo, hay que tener en cuenta que tenemos la capacidad de adaptarnos a las circunstancias y, de hecho, tenemos que invertir en ello estableciendo cálculos sensatos.
P: ¿Qué opina del fracking o de la energía nuclear?
El fracking tiene impactos negativos, pero se pueden controlar y eso hay que decirlo. En Estados Unidos se ha estimado que el impacto negativo neto de la actividad del fracking equivale a 25.000 millones de dólares. Ese coste se deriva de la polución de acuíferos y, sobre todo, del tráfico rodado que transporta el combustible. Pero, al mismo tiempo, el fracking inyecta alrededor de 160.000 millones a la economía estadounidense solo de forma directa, a lo que hay que sumar el beneficio indirecto o inducido. Por lo tanto, lo sensato es actuar para mitigar los daños, por ejemplo con infraestructuras que reduzcan el impacto del transporte de esa nueva energía producida, pero en ningún caso hay que eliminar por completo algo que claramente arroja un saldo positivo.
No hay que olvidar, de hecho, que el fracking está sustituyendo el peso del carbón en el mix energético estadounidense, de modo que tiene un efecto sustitución potente que está contribuyendo de forma directa a reducir las emisiones contaminantes en Estados Unidos. Si incorporamos eso en el cálculo del impacto negativo, quizá incluso se anula por completo. Estamos, pues, ante una tecnología viable que deberíamos explorar, potenciar y, evidentemente, seguir mejorando para que el equilibrio coste-beneficio sea aún más rentable.
La energía nuclear, por otro lado, tiene muchas posibilidades, pero el problema que tiene es el precio de desplegar sus actuales versiones de manera masiva y segura. Por eso, creo que es importante acelerar la cuarta generación de la tecnología nuclear, porque esa es la vía más barata para lograr nuevos avances.
P: En España hemos introducido un impuesto al plástico. ¿Qué opina de este tipo de medidas?
R: Se han puesto de moda porque se habla mucho del plástico de los océanos, pero la mayoría de ese plástico proviene de la contaminación originada en Asia o de plásticos reciclados que se envían del mundo rico al mundo emergente pero, por culpa de empresarios y gobiernos negligentes, se acaba vertiendo al mar, en vez de almacenándose según lo acordado. Pero España no tiene que sentirse acomplejada en este sentido. Los países de la OCDE generan menos del 5% del plástico de los océanos, de modo que el problema no viene de España, de la UE o de las economías desarrolladas.
Las bolsas de plástico, en cualquier caso, tienen una huella medioambiental mucho menor que las bolsas de papel y otros materiales naturales, sobre todo porque se reciclan y una bolsa se puede emplear una, dos, tres… y hasta decenas de veces. De hecho, aunque se han puesto de moda algunas bolsas de algodón y otros materiales orgánicos, se estima que para que fuesen rentables habría que usar una sola bolsa de este tipo ¡miles de veces! Obviamente, esto es inviable.
Por lo tanto, si lo que preocupa es el plástico, lo que tiene sentido es asegurarse de que hay un buen sistema de reciclaje, pero esto ya ocurre en España, al contrario de lo que vemos, por ejemplo, en las economías emergentes.
P: ¿Está a favor de la adopción de un impuesto al carbono?
R: Hay que evitar la tragedia de los comunes y, con el impuesto al carbono, lo que hacemos es imponer un precio a esas emisiones de CO2 que queremos evitar. Al fijar un precio podemos incorporar la información relativa a las emisiones en las decisiones de los agentes económicos, lo que incentiva patrones de consumo o de inversión más sostenibles e innovadores. El problema es que el precio del carbono tiene que ser homogéneo para todas las industrias y no tiene que tener un afán recaudatorio, cosa que no sucede en la actualidad. El precio debería fijarse en el entorno de los 20 o 30 dólares por tonelada de CO2, en línea con la estimación que hace la gran mayoría de los economistas. Eso sí: aunque es una solución importante, su impacto en las temperaturas observadas a fin de siglo se moderaría de 4,1 a 3,5 grados, de modo que no es la panacea, solo un avance.
P: Siempre ha insistido en que no le convencen los acuerdos globales como el de la Cumbre de París o el que se negocia estos días en la reunión COP-26...
R: Llevamos treinta años comprometiéndonos a cumplir grandes acuerdos climáticos internacionales. En 1992 se hizo una cumbre de países ricos, en 1997 se firmó el Protocolo de Kyoto, en 2015 se celebró la Cumbre de París… Sin embargo, estos pactos nunca se cumplen e, incluso si se llevan a cabo, mi estimación para la Cumbre de París apunta que la reducción de la temperatura global sería de apenas 0,2 grados centígrados a final de siglo. Entonces, ¿cómo se soluciona el cambio climático? La clave está en la tecnología.
P: Hablemos entonces de la tecnología.
R: En el Consenso de Copenhague, iniciativa que presido, reunimos a treinta mentes brillantes, incluidos varios Premios Nobel, y les pedimos que calculasen qué medidas serían más eficientes para luchar contra el cambio climático. La respuesta, abrumadoramente, fue la apuesta por el I+D. Si somos capaces de bajar el precio de las energías más baratas, muchos de estos problemas se acabarían.
Antes hablamos de la energía nuclear, pues bien, si logramos que la de cuarta generación sea barata y segura, esa sí que es una revolución. Lo mismo con avances como el fracking. Lo que necesitamos, pues, es que la energía verde sea más barata que los combustibles fósiles, porque de lo contrario no lograremos un cambio estructural.
Lamentablemente, seguimos centrándonos en medidas que suenan interesantes, como los paneles solares o los coches eléctricos, que son medidas que nos hacen sentir bien pero que no tienen un impacto duradero. Esa es más bien una forma de señalarnos como gente virtuosa que cuida el medio ambiente, pero no son soluciones que cambien de verdad la situación a nivel global.
P: ¿Cómo obligamos a China y al resto de los países emergentes a cumplir estándares que nosotros no nos impusimos cuando teníamos su nivel de desarrollo?
R: Si trabajamos en el frente del I+D, de la modernización tecnológica, no estamos proponiendo que impongan políticas costosas a economías emergentes que, hoy por hoy, no se lo pueden permitir. Se ha propuesto aplicar aranceles vinculados a las emisiones de CO2 de los países más contaminantes, pero esto puede tener efectos secundarios muy adversos, en la medida en que puede exacerbar las tensiones proteccionistas.
P: ¿Qué hay del Plan Verde que defiende ahora la Comisión Europea?
R: Las intenciones son buenas, pero me temo que habrá mucho desperdicio y mucho despilfarro de recursos. El Green New Deal que propone en Estados Unidos gente como Alexandria Ocasio-Cortez se compone, en un 80% o 90%, de medidas que no contribuyen a la descarbonización. La propuesta de la Comisión Europea es similar, pues gira por ejemplo en torno a enormes subsidios vinculados a la Política Agraria Común, algo que no implica nada en materia de reducción de emisiones. Lo peor de todo es que el nuevo marco climático que ha propuesto Bruselas plantea una reducción de emisiones más drástica, del 55% en vez del 40%, una decisión tremendamente costosa que apenas ha recibido cobertura y que solo reduciría un 0,01 el aumento global de la temperatura a final de siglo, a pesar de hundir numerosos ámbitos de actividad económica. Si fallamos en este tipo de cosas, nos empobrecemos sin resultados.
P: Me gustaría hacerle una última pregunta sobre la pandemia. ¿Se repite, en cierto modo, el patrón de "alarmar" con la "ciencia" y tomar medidas "costosas"?
R: Creo que es un engaño hablar del covid-19 sin tener en cuenta las consecuencias económicas. No se puede negar que esta enfermedad puede ser muy letal, pero tenemos que hablar de cómo mitigar esos fallecimientos o, en general, los contagios. Quizá los países desarrollados se pudieron permitir un primer confinamiento, pero lamentablemente vemos que de nuevo están volviendo a aplicar medidas similares, de manera que la rentabilidad de una respuesta tan drástica se puede llegar a esfumar y la cura puede terminar siendo peor que la enfermedad. En el Consenso de Copenhague hemos hecho estudios en países emergentes como Malawi, Ghana o Nigeria hemos concluido que no tiene sentido aprobar un confinamiento, porque los costes se sitúan por encima de los beneficios. De hecho, los costes llegan a ser mucho más elevados que los beneficios.