El ser humano no contamina por placer, sino por necesidad. Por tanto, el posible daño medioambiental asociado a la actividad económica tiene que analizarse siempre y en todo caso en conexión con la prosperidad que genera tal producción. Por ejemplo, si hablamos de los problemas de contaminación asociados a China, también tenemos que reconocer que su relativa apertura económica ha propiciado una reducción sin precedentes de la pobreza, que ha bajado del 99,3% al 2,1% entre 1981 y 2019. De modo que el debate es más complejo de lo que puede parecer si solo nos fijamos en los indicadores medioambientales.
La historia de Europa pone de manifiesto que, conforme se han superado ciertos umbrales de riqueza, la intensidad energética de los sectores productivos ha tendido a reducirse, generando cada vez más producción con menos contaminación. Si nos fijamos, por ejemplo, en las emisiones por habitante de gases de efecto invernadero, vemos que esta rúbrica se ha reducido en Europa un 28% en lo que va de siglo XXI.
Hacemos más con menos, sí, pero porque nos podemos permitir el lujo de apostar por sistemas y modelos productivos más caros. La mayor riqueza de Occidente explica la posibilidad de financiar sistemas económicos con mayor eficiencia energética y menor impacto medioambiental. Exigir el mismo desempeño hoy al resto del mundo no sería razonable, porque el grado de desarrollo de las economías emergentes es, simple y llanamente, inferior al nuestro.
Cosa distinta es dar por bueno que el liderazgo político de países como China se desmarque de los acuerdos climáticos internacionales. Si la economía que más contamina se pone de perfil ante tales reuniones, ¿qué sentido tiene imponer al resto de países una pléyade de restricciones que acarrean grandes costes a nivel micro pero apenas tienen resultados en clave macro?
He ahí la cruda realidad del actual sistema de gobernanza en clave climática. Mientras la vida de los europeos enfrenta intervenciones cada vez más incómodas (restricciones al uso del avión o el automóvil, impuestos verdes, limitación de ciertos materiales, etc.), el Partido Comunista Chino se vuelve a salir con la suya y esquiva una nueva ronda de negociaciones, para seguir evitando cualquier tipo de compromiso.
El último lo tenemos en la cumbre climática COP-26 que tendrá lugar la próxima semana en Glasgow y contará con la presencia de los principales jefes de gobierno del mundo. El líder del régimen chino, Xi Jinping, ya ha anunciado que se abstendrá de participar en las jornadas y su gobierno se ha limitado a decir que su movimiento está comprometido con la consolidación de una economía más sostenible, una promesa que choca con la decisión de reabrir muchas de las plantas de producción de carbón del país.
Para entender mejor por qué la ausencia de China hace que estas cumbres sean aún más absurdas, vayamos a los datos:
- Si tomamos como referencia la métrica de referencia en este tipo de negociaciones, que son las emisiones de CO2 a la atmósfera, vemos que China duplica los niveles registrados en Estados Unidos. De hecho, desde 2006, el gigante asiático ha sido el principal emisor de dicho gas de efecto invernadero y, mientras que en Estados Unidos se ha observado una reducción del 13%, en China se ha dado un aumento del 59%.
- En términos relativos, la UE-27 genera el 8,4% de las emisiones de CO2, según datos para 2019, mientras que China tiene una cuota del 27,9% y Estados Unidos se sitúa en el 14,9%.
- En la tasa de crecimiento interanual de las emisiones de CO2, China solo registra un resultado negativo (es decir, un descenso) en cuatro de los últimos treinta años, frente a diecisiete ejercicios con reducciones en el caso de la UE-27 u once en el de Estados Unidos.
- En lo referido a las emisiones per cápita de CO2, China ha disparado esta métrica 2 a 7 toneladas entre los años 1989 y 2019. Como ya hemos señalado anteriormente, en Europa se ha dado una caída cercana al 30%.
Cabría plantearse si, ante la actitud china, quizá es más inteligente volar por cuenta propia, como hizo Donald J. Trump durante su presidencia, en la cual Estados Unidos se desmarcó de los grandes pactos climáticos, incluido el Acuerdo de París. Lejos de empeorar, indicadores medioambientales del país norteamericanos experimentaron una mejora durante su mandato, de modo que el discurso alarmista de ecologistas de extrema izquierda como Greta Thunberg parece chocar con la evidencia de que la mejor receta para mejorar el desempeño medioambiental es el cultivo de una economía eficiente y libre.