El pasado martes, Benito Arruñada, catedrático de Organización de Empresas en la Universidad Pompeu Fabra, publicaba este tuit:
El Gobierno post-Sánchez habrá de
— Benito Arruñada (@BenitoArrunada) September 14, 2021
1) poner peajes en las autovías,
2) subir el gas,
3) liberalizar el mercado de trabajo,
4) congelar SMI y pensiones,
5) recortar sueldos públicos,
6) etc.
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Es un genio este Sánchez (y aún más los genios de Bruselas que le pagan el viaje) https://t.co/LeYXTXrH19
Más allá de la crítica política al Gobierno de Pedro Sánchez y a la distancia que hay de su propaganda a los hechos, de lo que uno piense de las medidas necesarias en cada caso o de la incógnita Bruselas (cuándo y cómo reaccionarán nuestros socios comunitarios), refleja una evidencia: España vuelve a salir de una crisis demorando decisiones que todo el mundo sabe que, antes o después, tendrá que afrontar.
Nada de esto es nuevo. Ya pasó en 2008. Entonces, la olla a presión estalló en 2011-12, cuando las tensiones en los mercados de deuda soberana empujaron a los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy a adoptar recortes de gasto y subidas de impuestos que habían prometido no realizar. Luego llegó la recuperación y los ajustes volvieron al cajón. Incluso se deshicieron algunas de las reformas aprobadas en aquella pequeña ventana reformista (sobre todo, la más importante desde el punto de vista del gasto, la de las pensiones).
A partir de aquí, podría comenzar la conversación sobre nuestra clase política y el debate sobre las razones que explican la parálisis institucional en nuestro país en comparación con nuestros vecinos. Otros muchos miembros de la UE han afrontado cambios igual o más complicados en sus leyes. Con contestación en las calles, con tensiones en el Gobierno, con castigo para aquellos que los impulsaron... pero se aprobaron. Por ejemplo, las reformas de la Agenda 2010 que cambiaron el mercado laboral alemán (que, no lo olvidemos, era el enfermo europeo en el cambio de siglo) o los ajustes en el elefantiásico estado del bienestar sueco, que estuvo al borde de la quiebra a comienzos de los 90 y salió del trance con una mezcla de reducción del gasto, liberalizaciones de servicios públicos y una reforma de las pensiones que desde entonces se cita como modelo para los países con sistema de reparto.
Mientras, en España, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, aseguraba este lunes en el Congreso que no será hasta 2024, "si es posible aproximándose más al 2025, cuando estaremos en condiciones de presentar ya una senda que retoma ese compromiso con la consolidación fiscal, cara a las autoridades europeas". Como esta cantinela del déficit nos acompaña desde hace más de una década, estas declaraciones no han tenido demasiada repercusión. De hecho, este tema apenas ocupa ya espacio en los titulares o en el debate público. La preocupación por el déficit murió allá por 2015-16, una vez se solucionó (si se puede hablar así) el tema griego y comenzó la recuperación de nuestra economía. Ni nos importa ni les importa a nuestros acreedores y avalistas (son los mismos, nuestros socios europeos a través del BCE).
Pero todo lo anterior dibuja un panorama desolador: de las palabras de Montero no se deduce que vayamos a cumplir con los objetivos de déficit o nos acerquemos al equilibrio presupuestario en 2024-25, sino que en esos ejercicios podremos fijar ya una "senda" que nos dirija hacia ese punto. ¿2026? ¿2027? Ya veremos, dependerá fundamentalmente de lo duros que se pongan en Bruselas, de si el BCE sigue comprando toda la deuda española e italiana, y de si tenemos que afrontar de verdad el veredicto de los inversores que se juegan su dinero. En cualquier caso, lo que tendríamos es el acumulado de ¡¡dos décadas!! de continuos déficits públicos y reformas pendientes. De estancamiento. De parálisis.
Sí, dos décadas, porque como la conversación sobre la crisis es un continuo, no siempre somos conscientes de que ya han pasado 14 años desde que comenzó la crisis de 2008-12, de la que no llegamos a salir del todo y que ahora se ha unido a la del Covid-19.
En teoría, habrá elecciones en 2023 (si no hay adelanto en la fecha) y el Gobierno que salga de las urnas tendrá que afrontar una lista de to-do incluso más larga a la apuntada por Arruñada:
- Reforma de las pensiones: con dos puntos muy polémicos, ampliación del período de cálculo de la base y nuevo factor de sostenibilidad. Y no se descarta que con algún cambio en el cálculo del mecanismo de revalorización automático sobre las pensiones actuales. La vuelta al IPC ahora se plantea como definitiva, pero si hay un ajuste en profundidad, incluso eso podría cambiar.
- Déficit tarifario en el gas y recuperación de los impuestos de la factura de la luz. Las medidas que se están tomando estos días para intentar reducir el coste de las facturas de los suministros básicos son obligatoriamente cortoplacistas. En el gas, el límite al precio que el Gobierno ha planteado esta semana habrá que pagarlo a futuro. Y sí, las previsiones oficiales hablan de un par de trimestres con los precios disparados y luego una cierta moderación. Pero eso ya lo hemos visto con la tarifa eléctrica y todavía pagamos los déficit de hace más de una década. Mientras, los impuestos que se han reducido en la electricidad no han ido acompasados de reducciones del gasto. De nuevo, medida de corto plazo que habrá que revertir antes o después.
- Reforma laboral: quince años después, el dinosaurio ya no es que siguiera por allí, es que se había instalado y había hecho obras de acondicionamiento. Podríamos repetir aquí exactamente los mismos temas pendientes de 2007: dualidad, excesiva temporalidad, costes de contratación, rigidez, baja productividad, nula relación entre formación reglada y mercado laboral, reforma de la FP... Se hizo algo en 2011-12 (poco) y ahí seguimos en los debates de siempre, con las propuestas de siempre.
- Ajuste de gasto para cumplir con los objetivos de déficit: ¿Nuevos impuestos? ¿Recortes sustanciales en el empleo público? ¿Una combinación de ambas?
En las últimas semanas, se han sucedido las noticias sobre el adelantamiento a España por parte de algunos países del este. El último ha sido Estonia. Pero ya durante el verano supimos que los checos disfrutaban de un PIB per cápita (ajustado al poder de compra) superior al nuestro. Es cierto que la coyuntura Covid no ha ayudado, que pueden hacerse apuntes técnicos al respecto y que en PIB per cápita sin ajustes seguimos por delante. Pero, en cualquier caso, son signos claros de una tendencia que comenzó hace al menos un cuarto de siglo. Tras el impulso reformista de mediados de los noventa, España vive en una especie de parálisis institucional. Mucho ruido en el Congreso y en la prensa. Pero pocas nueces en cuanto a cambios sustanciales.
No tenemos que irnos a los países del este. Miremos las estadísticas de Eurostat para el conjunto de los países que forma ahora mismo la UE y Reino Unido. En 1995, Irlanda ya era algo más rica que España, pero seguía muy por debajo de los países ricos de la UE. Así, su PIB per cápita en comparación con una media de 100 para la UE-28 (que entonces no existía, pero se toma como referencia para comparar) era de 96,4 frente al 77,7 de España. En 2019, año pre-Covid y no afectado por la pandemia, los irlandeses ya estaban en 225,1 y eran el país más rico del club continente. Mientras tanto, nosotros apenas habíamos alcanzado el 82,2 (y todo lo que avanzamos fue en la década 1995-2005, a partir de ahí perdemos terreno en comparación con la UE-28 casi cada año).
Si queremos una comparación, el espejo en el que mirarnos (no por su excelencia, sino por su parecido) es Italia. En 1995 el país transalpino tenía un PIB per cápita algo por encima de la media de la UE-28 (103,7). En 2019 ya estaba claramente por debajo (93,3). Y al hablar de "media de la UE-28" no debemos olvidar que los países del este, sobre todo algunos como Rumania o Bulgaria, tiran para abajo esas medias. Si la comparación fuera con los países más ricos de Europa, la distancia y el estancamiento de españoles e italianos sería todavía más llamativa.
Italia es un buen punto de referencia porque nos sirve también para responder a la pregunta de ¿hasta cuándo? Y la respuesta puede ser "eternamente". Tampoco allí se han adoptado en los últimos 30 años las reformas requeridas. Y el país no ha entrado en un proceso de descomposición a la griega. Estuvo cerca, como España, entre 2010 y 2012, pero se salvó en el último momento (como España, con un semi-rescate que se nos intentó vender que no ocurrió). ¿Ha colapsado Italia? No, simplemente lleva 30 años de estancamiento y un país que hace tres décadas miraba a Alemania ahora se compara con los países del este.
Otra cuestión es por qué no hay reformas. ¿Por los políticos o por los votantes? ¿Por el diseño institucional o porque nos dan lo que pedimos? También otro punto interesante para el debate. Pero ejemplos los hay a patadas. Como el Pacto de Toledo, creado a mediados de los 90 en teoría para seguir el modelo sueco: un gran consenso con el que (1) sacar las pensiones del debate públic y (2) afrontar reformas impopulares que un solo partido no querrá nunca asumir en solitario. ¿La realidad? No hay ningún otro tema más politizado en España que las pensiones. Las grandes reformas (por ejemplo, 2011-13) se han aprobado sin consenso y con la demagogia a punto por el principal partido de la oposición (ya fuese PP o PSOE). Y los ajustes son siempre los mínimos requeridos, a regañadientes y con constantes cambios de dirección. Hay cero mirada a largo plazo y mucho electoralismo en todo lo que rodea a este tema.
Dicen que las crisis son tiempos de cambios. De hacer lo que en el día a día quizás no nos atrevemos a afrontar. En España, en lo que tiene que ver con la política económica, son momentos de patada a seguir. Ahora, de nuevo, como en 2011-12, casi todas las medidas en realidad son anti-medidas: lo hemos visto con la luz y el gas estos días, en vez de fijar un marco regulatorio estable y de medio plazo, lo que se aprueba es retrasar la decisión (procrastinar, uno de los verbos de moda) a ver si el paso del tiempo lo soluciona. Y, si no lo hace, al menos que lo afronte otro.
Dice María Blanco, en su último libro, Votasteis gestos, tenéis gestos, que España vive en el "imperio de los gestos; la democracia española se ha convertido en un teatro" y el Gobierno se ha dedicado a la "escenificación". En lo que se refiere a la política económica, podríamos decir que desde el año 2000 "votasteis no hacer nada" y tenéis... exactamente eso. Ninguna reforma, ningún ajuste, ningún intento de cambiar las cosas. Como los malos estudiantes, hemos decidido hacer los deberes tarde y mal, cuando no queda otro remedio, a regañadientes y repartiendo culpas a los demás. Ahora sabemos que llegará 2025-27 y que tendremos que recortar el gasto, subir impuestos, reformar las pensiones. Pero eso ya se hará. Por ahora, gracias a Bruselas, quedan unos años de espejismo y, quizás, incluso de crecimiento económico. Llevamos ya quince años desde la anterior crisis. ¿Tan malo es demorar las decisiones otros cinco años más?