Es muy duro, pero no hay otra forma de decirlo. Una persona carente de principios sólidos es como una edificación sin cimientos consistentes. Cuando los fundamentos de una política no son coherentes con la función que debe desempeñar, las consecuencias serán catastróficas para la comunidad, sobre todo para quienes dice proteger.
El trabajador, parado o empleado, es algo más que un salario; es una persona, titular de dignidad inalienable, que debe ser reconocida y defendida por todos, especialmente por quienes tienen la responsabilidad de gobierno.
Eso quiere decir que la persona, como oferente de trabajo, no es una partícula anónima de una masa amorfa, sino que, en su propia dimensión personal, es un ser singular e irrepetible, titular de derechos y obligaciones.
En esa persona, cuando se contempla su potencialidad laboral, resplandece su formación, su capacidad de hacer, su responsabilidad por el trabajo bien hecho, su laboriosidad, su disponibilidad, su sociabilidad… en definitiva, su competencia efectiva dirigida a unos fines.
El salario a percibir –mínimo o máximo– es el resultante de todas aquellas competencias que el trabajador aporta mediante su trabajo. Dejar reducido el trabajo al salario es un insulto y un atentado a la dignidad del trabajador.
El trabajador, como ser humano, se realiza mediante el trabajo. Ahí muestra todo lo que abarca su ser como patrimonio inmaterial. Un patrimonio sin precio, porque, siendo de valor tan excelso, no debe entrar en el comercio de los hombres; el mercado valorará simplemente la productividad.
Ese patrimonio, y su condición como persona humana, es lo que le hace ser excepcional, lo que le hace singular y por tanto diferente a todos los demás. La igualdad que predican los Gobiernos –que no es la igualdad ante la ley y ante Dios, para los que crean en Él– es una forma de reducirle a una célula anónima, parte de una masa –la sociedad– más parecida al rebaño o, peor aún, al conjunto inanimado del capital.
Si el trabajador fuera simplemente eso –un algo material–, para qué plantearnos problemas de los efectos de la robotización masiva de la Cuarta Revolución Industrial ya presente.
¿Por qué, en vez de repetir eslóganes caducos, no pensamos en qué hacer para que en el trabajo predomine lo humano, revestido de la grandeza que sólo al hombre corresponde por su dignidad?
La sociedad y los trabajadores en particular ganarían mucho si, en vez de anestesiarles con el salario mínimo, facilitáramos la creación de puestos de trabajo en los que el trabajador pueda aportar lo que realmente es; su yo en plenitud.
Una subida gratuita del SMI, en una España con un paro juvenil –menores de 25 años– superior al 38%, con comunidades que superan el cincuenta por ciento, es un ultraje para esa juventud privada de horizonte.
¡Gobiernos! Hagan lo que tengan que hacer, o dejen de hacer lo que están haciendo, para que esa juventud acceda a un horizonte de luz desde la desesperante oscuridad.