Cuando, en el futuro, los historiadores estudien nuestras actuales sociedades democráticas, me temo que uno de los fenómenos que más complicaciones les generará será la enorme distancia entre nuestra retórica y nuestra práctica, entre los peces deseados y el miedo a empaparnos el trasero, entre el sermón y la entrega de trigo. Y pocas cuestiones les harán levantar la ceja como nuestra ¿lucha? contra el cambio climático y en favor de una revolución en los modos de producción, en la forma en que usamos la energía y en nuestro consumo de bienes y servicios.
Decíamos hace un par de meses que la política energética era probablemente el único ámbito en el que España ha seguido lo que podría considerarse como una "política de Estado": estable, coherente, decidida, sin vaivenes, apoyada por las grandes fuerzas políticas, con consenso...
Desde hace más de veinte años, la sociedad española ha exigido (y sus líderes le han otorgado):
- No más nucleares. Y cierre de las que ya hay en funcionamiento en el período más corto posible.
- Contención en el desarrollo de la hidroeléctrica: una alternativa que tiene resonancias franquistas y, además, trastoca el paisaje conocido.
- Impulso a las renovables, con legislación a la carta y con subvenciones para ayudar al sector. Queremos ser (y casi lo hemos conseguido, esto en teoría es un éxito) uno de los países en el que un porcentaje más elevado de la electricidad se obtenga con huertos solares, energía eólica, etc.
- Bonos sociales para ayudar a los consumidores vulnerables porque no podemos dejar a nadie atrás.
- Sistemas de solidaridad para aquellas regiones, sobre todo las insulares, para las que el transporte de energía podría ser más caro.
- Limitación o paralización de cualquier proyecto de búsqueda de materias primas en suelo nacional. En la última década, las opciones para desarrollar una industria del fracking en la península o el anuncio de posibles pozos petrolíferos en Canarias se han enfrentado a una enorme oposición, en los medios y en las calles de las regiones afectadas.
- Precios intervenidos, con tarifas reguladas que protejan al pequeño consumidor de las trampas de las eléctricas.
- Seguridad absoluta en el suministro, con sistemas redundantes y tecnología de respaldo para todos los consumidores en aquellas situaciones en las que las renovables no pueden cubrir la demanda. Esto también se ha conseguido y la red eléctrica española, incluso en situaciones complicadas (Filomena, picos de demanda, etc.), tiene muy pocas incidencias en este sentido.
Además, en otras cuestiones podría discutirse si había demanda social o nos encontramos ante el típico caso en el que una élite político-mediática embarca a sus ciudadanos en una aventura no pedida. Pero no creo que sea lo ocurrido con la política energética. Y no miro sólo a los votantes de Podemos o del PSOE. Hace un par de años, una encuesta del Real Instituto Elcano titulada "Los españoles ante el cambio climático" reflejaba que el "81%" de nuestros conciudadanos cree que "España no hace lo suficiente para luchar contra el cambio climático". Y no sólo eso, porque el "87%" de los encuestados también estaba de acuerdo con la siguiente frase: "La electricidad que producimos debe venir de fuentes renovables (sol, viento, mar, tierra) tan pronto como sea posible, aunque tengamos que pagar más por ella durante algunos años". Y el "83%" con esta otra afirmación: "España debe tener objetivos de reducción de emisiones para todos sus sectores económicos, aunque ello suponga mayores costes para las empresas y para los consumidores durante algunos años". Es cierto que el porcentaje a favor de la intervención contra el calentamiento global era superior entre los encuestados que se declaraban de "izquierdas", pero también entre los simpatizantes de la derecha eran amplia mayoría los que pedían hacer algo (hacer mucho, en realidad).
Cuando hace dos años Greta Thunberg visitó Madrid para asistir a la Cumbre de Clima, la unanimidad fue casi absoluta. Los partidos, desde luego, pero también los sindicatos, las organizaciones empresariales, las empresas a título individual (se gastan ahora más dinero en publicitar la RSC que hacen que el producto que venden), las asociaciones de la sociedad civil... todos ellos coincidieron en la necesidad de seguir por este camino. En realidad, cabría decir que coincidieron en que había que empujar y avanzar todavía más rápido (los más rápidos del mundo, si es posible), por dicha senda.
Las pancartas de los manifestantes nos pedían actuar "¡¡¡YA!!!", así en mayúsculas y con tipografía lo más grande posible: "No tenemos un planeta B"; "Nuestros nietos no se merecen esta herencia"; "Si queremos, es posible". Y los medios de comunicación españoles, quizás con la excepción de Libertad Digital (no conozco otro medio generalista que se opusiera a todo aquello), exigían a la clase política que fuera "audaz" y "valiente", y que tomase medidas "decididas" y de forma "inmediata".
Pues bien, lo hemos conseguido. España es uno de los líderes en la implantación de renovables y en esa transición energética tan deseadas. En esa Europa que quiere enseñar el camino al mundo, nosotros peleamos por el primer puesto. Y pocas pruebas hay más evidentes de ese "esfuerzo", "sacrificio" y "compromiso" que nuestros políticos aseguran que debe guiar nuestra lucha contra el calentamiento global... que el recibo de la luz.
Todos y cada uno de los puntos de la anterior lista cuestan dinero. ¿No queremos buscar petróleo en Canarias? Bien, es una opción, pero eso nos hace más dependientes de fuentes exteriores de materias primas y nos deja con menos armas cuando los precios internacionales se disparan.
Por cierto, un apunte al margen: el liderazgo que ansiamos también se demuestra en este último aspecto. Porque debemos ser el único país del planeta que ha protestado cuando se ha dado la noticia de que quizás había petróleo en su subsuelo. De la socialdemócrata Noruega al ultracapitalista EEUU; del peronismo en Argentina a los conservadores británicos; de los políticamente correctísimos canadienses a las teocracias del golfo... todos ellos han celebrado y perforado todo lo que tuvieron a su alcance. Nosotros no y eso debería alegrar a nuestros medios, sindicatos, empresarios y activistas. ¡Coherentes y comprometidos al máximo!
Y sí, digo "activistas" porque la retórica es importante en esto de la lucha contra el calentamiento. Hemos escuchado, también esta misma semana tras el informe del IPCC, que estamos en "una batalla" por la supervivencia. Una "guerra" para salvar a la civilización. Una contienda por "nuestros paisajes, nuestras forma de vida, el planeta que dejaremos a los que nos sucedan". Uno leía los editoriales que siguieron a la Cumbre de Madrid o los que se publican tras cada documento apadrinado por la ONU y se imaginaba que lo siguiente que iban a requerir de todos esos manifestantes tan comprometidos era que acudieran a las playas de Maratón a contener la invasión persa o que se metiesen en un vehículo anfibio para desembarcar en Omaha o Utah y liberar Europa.
Pero no, ni mucho menos. Lo único que se les pide es que paguen unos 20-30 euros más al mes en el recibo de la luz.
Y a los rapsodas que deben cantar estas hazañas no les exigimos tampoco que se marquen una epopeya de 10.000 hexámetros para celebrar la épica de la batalla. Bastaría con que explicasen que los precios cumplen tres funciones muy importantes en este asunto: (1) Informar de la escasez relativa de un bien; (2) Reflejar el coste del correspondiente impuesto pigouviano por contaminar (a través de los derechos de CO2); (3) Incentivar un menor consumo o, directamente, empujarnos para que dejemos de usar aparatos o formas de transporte que nos dicen que son "nocivas" para el planeta.
Pues no. Ni unos ni otros. Los guerreros por el clima claman contra lo intolerable que les supone esa carga mensual. Y sus cronistas buscan culpables a los que señalar por lo que, en realidad, deberían celebrar como un enorme logro (ya tienen esos precios elevados que llevan años pidiendo, para disciplinarnos en nuestras costumbres).
¿Y ése es todo el "sacrificio" que están dispuestos a asumir nuestros modernos hoplitas para "salvar el planeta"? ¿Ni siquiera 20-30 euros al mes? ¿Qué se creían: que la "batalla" se podía ganar colgando un selfie en Instagram para aplaudir al ayuntamiento por el carril-bici que acaba de abrir en el barrio? Pues vaya birria de activistas, menudos cronistas de pacotilla. Si Milcíades levantara la cabeza, tengo para mí que a lo mejor se lo pensaba dos veces y dejaba pasar a las tropas de Darío y Artafernes. Que sí, que ya lo sé, que los de fuera eran un poco salvajes; pero seguro que, ni de broma, eran tan coñazo como los que se quedaron dentro.