Cuando los gobernantes europeos descubrieron con lerdo asombro que poblaciones enteras bajo su administración podrían morir porque ellos, en su infinita ceguera globalista, habían dejado en manos del libre mercado, que es lo mismo que decir de China, la producción de unos simples trozos de tela rectangulares con los que evitar el contagio de un virus letal, el continente atisbó, y de modo súbito, hasta qué grado temerario nuestra dependencia externa de suministros básicos era susceptible de condenarnos a la simple y pura extinción. Nunca sabremos cuántos europeos murieron de covid por haber incurrido los Estados en la alegre expatriación rumbo a Asia de la industria de las mascarillas sanitarias. Lo que sí sabemos es que la Unión Europea posee un talón de Aquiles mucho más peligroso aún que ese. A fin de cuentas, la producción local de mascarillas, aunque tarde, se pudo retomar. Pero existe un suministro crítico para la supervivencia del contiene, tan crítico que sin él los hospitales no podrían seguir funcionando durante mucho más de 24 horas y las centrales nucleares una semana, del que simplemente carecemos. Estoy hablando de la energía que lo mueve todo. Y es que únicamente el Reino Unido y Noruega poseen gas y petróleo suficientes para abastecerse.
Holanda también dispone de gas cerca de sus costas, pero tendrá que dejar de extraerlo a partir del año que viene para evitar los terremotos recurrentes asociados a su explotación, un riesgo demasiado angustioso para un país que vive bajo el nivel del mar. Por tanto, solo nos restan dos alternativas. O nos desindustrializamos a marcha forzada, primera opción. O nos resignamos a depender durante un siglo (como mínimo) de Rusia, segunda y última opción. Porque no hay más. Y la muy ecologista Alemania lo tiene claro: se casará con Rusia. De hecho, ya son un ejemplar matrimonio de conveniencia gasística. Pareja en extremo felíz gracias a que Gazprom se ha lanzado a explotar los inmensos yacimientos de Stockmann, en el Ártico, capaces de cubrir ellos solos la demanda alemana de gas durante treinta años. Eso sí, presentan un pequeño problema, a saber: todo ese gas yace bajo una capa de hielo perenne que se derretirá tras su masiva puesta en explotación. El gas de Putin a cambio de acelerar la fragmentación de los polos. Si bien todo ello, huelga decir, vestido con una gran conciencia verde, amén de una enorme preocupación por las emisiones nocivas de CO2. Ah, la hipocresía luterana.