"Cuando yo llegué a Cataluña desde Andalucía era un muerto de hambre, pero Cataluña me acogió. Y, sobre todo gracias a la inmersión lingüística, que es un modelo de éxito, he logrado labrarme un porvenir en esta sociedad abierta e integradora con mi pleno dominio de la lengua del país que me recibió con los brazos abiertos". Más o menos literal, ese es el tenor del discurso que se escucha, y repetido hasta tres o cuatro veces a lo largo de cada periodo de sesiones, en labios de los diputados-mascota de las cuotas castellana y marroquí tradicionales en los partidos separatistas. Si hay un castellano en sus listas, colocan en puestos de salida a dos marroquíes. Y si van dos castellanos, entonces meten a tres marroquíes. Siempre, mayoría musulmana. Pero, a pesar de esas genuflexiones rutinarias a cargo del andaluz agradecido de turno, el bereber agradecido o, en los últimos tiempos, incluso el argentino agradecido, que también los porteños poseen ya su nicho, en la sociedad catalana del presente concurren dos circunstancias desalentadoras e imposibles de ocultar; circunstancias ambas que hacer difícilmente creíble que pueda ser modelo de nada ni para los recién llegados, ni para los que llevan instalados aquí toda la vida.
Y es que, por un lado, Cataluña dispone de unos servicios públicos del Estado del Bienestar precarios y manifiestamente mejorables, cuando no mediocres; unos servicios que son los que de modo muy mayoritario consume la parte de la población que teóricamente representan esos agradecidos de cuota. Al tiempo, las clases medias locales arrostran la mayor presión fiscal del conjunto de España. Récord tributario del que el independentismo con mando en plaza culpa al dumping fiscal madrileño, un asunto discutible, pero olvidando mencionar que Madrid necesita gastar menos en servicios públicos por la simple razón de que su clase media vive un proceso de expansión acelerada, no de encogimiento como en Cataluña. Ocurre que la clase media madrileña paga de su bolsillo muchos servicios, verbigracia la escuela, que en Cataluña debe sufragar la Administración. Tan simple como eso. El problema de la Cataluña de hoy no es el déficit fiscal público, sino el déficit de empleos de calidad privados que le permitan dotarse del presupuesto público propio de una sociedad de calidad. Y eso no es culpa de Madrit.