Es curioso que en los relatos de la multiplicación de los panes presentes en los Evangelios no aparezca nunca el verbo ‘multiplicar’. Es más, los verbos utilizados son de signo opuesto: ‘partir’, ‘dar’, ‘distribuir’. Pero no se usa el verbo ‘multiplicar’. El verdadero milagro, dice Jesús, no es la multiplicación que produce orgullo y poder, sino la división, el compartir, que aumenta el amor y permite que Dios haga prodigios. Probemos a compartir más, probemos a seguir este camino que nos enseña Jesús.
Tampoco hoy la multiplicación de los bienes resuelve los problemas sin una justa distribución. Me viene a la mente la tragedia del hambre, que afecta especialmente a los niños. Se ha calculado —oficialmente— que alrededor de siete mil niños menores de cinco años mueren a diario en el mundo por motivos de desnutrición, porque carecen de lo necesario para vivir.
El pasado domingo, durante su discurso del Angelus (ver aquí sus palabras exactas traducidas al español), Francisco volvió a sorprendernos con una interpretación novedosa del Evangelio. Novedosa y que mezcla los milagros de Jesucristo con la economía actual. No nos obsesionemos, vino a decir el Papa, con producir más, sino con repartir mejor.
Como explicaba mi compañero Jesús Esteban hace unos días en Libre Mercado, este tipo de argumentaciones sobre la riqueza y el reparto casi siempre parten de un error del que es complicado escapar. Porque parece de sentido común pensar que, si unos tienen mucho y otros poco, debe ser porque aquellos se lo quitaron a estos (o al menos se lo apropiaron sin darles ninguna otra posibilidad).
Pero la clave es que no existe una cantidad de riqueza dada en el mundo. La economía no es un juego de suma cero, en el que lo que tú ganas otro lo pierde: la realidad es que el mercado es un mecanismo de cooperación que permite que todos nos beneficiemos del esfuerzo y el talento de los demás al mismo tiempo que esos demás se benefician del nuestro. De hecho, ahora somos muchos más que hace 200 años (de menos de 1.000 millones de habitantes en en el año 1800 hemos pasado a casi 8.000 millones en la actualidad) y no sólo no somos más pobres que entonces sino que, al contrario, tenemos muchos más bienes a nuestra disposición. Y esto ocurre en todas las regiones: incluso en los lugares más pobres del planeta, la esperanza de vida, la ingesta de calorías o el consumo de energía son muy superiores a los de sus antepasados.
Me da la sensación de que esta idea de la tarta que se expande va calando. No del todo, porque sigue siendo complicado luchar contra las intuiciones de sentido común, pero es una batalla que se está ganando. Y es importante, porque si uno piensa en términos estáticos (esto es lo que hay) y se imagina a Amancio Ortega con un patrimonio de 70.000 millones de dólares, lo primero que viene a la cabeza es "¿a quién se lo ha quitado?". Sólo si nos salimos de ese marco mental podemos comprender que no sólo no le ha robado a nadie, sino que su patrimonio es riqueza nueva que sin su talento no habría existido.
Pero hay otras preguntas igual de relevantes a las que no siempre prestamos atención.
1. ¿Qué hay que repartir? ¿Qué son los peces?
Los recursos económicos los definimos nosotros. Los peregrinos del Mayflower, que llegaron a las playas de lo que ahora es Nueva Inglaterra en 1620, tenían a su disposición toda la riqueza natural del Nuevo Continente. De hecho, si lo pensamos en términos físicos, podríamos decir que tenían más cosas que ahora, porque en los últimos 400 años se han utilizado todo tipo de recursos naturales de lo que hasta entonces era una tierra casi virgen. Sin embargo, nosotros somos mucho más ricos que ellos, porque sabemos cómo usar esos recursos de forma más eficiente (de hecho, cada vez necesitamos menos recursos para generar más riqueza, pero eso es para otro artículo).
Un terreno de 2.000 hectáreas puede ser un campo yermo o una granja de agricultura puntera o una explotación petrolífera. Los recursos naturales son los mismos, pero su aprovechamiento dependerá de la imaginación, el conocimiento tecnológico y el talento del que los use. Por eso, lo primero es definir qué son "los panes y los peces" que nos hacen ricos.
Y no, no somos muy ricos por tener muchos panes y peces, sino porque sabemos cómo capturarlos, aprovecharlos, cultivarlos, protegerlos de plagas, regenerarlos...
Por eso, aunque es cierto que el principal problema económico es el del uso de unos recursos que, tomados uno a uno, son escasos (en el sentido de que hay múltiples posibilidades de uso para cada uno de ellos y hay que optar por unas u otras); al mismo tiempo no debemos olvidar que las opciones para el futuro son infinitas (porque es la imaginación del ser humano la que va expandiendo sus posibilidades). Pensemos en la energía: ¿podemos pensar en un futuro en el que toda la electricidad que consumimos nos llegue, gratis o a un precio ínfimo, de fuentes renovables? Sí. No será hoy ni mañana, pero llegará.
2. ¿Cómo los repartimos?
De hecho, la idea de la tarta es en sí misma equívoca porque remite a un elemento físico. Así no funcionan las cosas. No es posible reunir la riqueza mundial y repartirla. En buena parte porque tanto nuestro patrimonio (si queremos mirarlo en términos de stock, algo que suena a más físico) como la renta que generamos cada año depende de esas múltiples interrelaciones en las que estamos implicados.
Un ejemplo muy sencillo: Jeff Bezos, en teoría el hombre más rico del mundo con una fortuna que se estima en casi 200.000 millones de dólares, no tiene ese dinero en ninguna parte. De hecho, el 99% de ese patrimonio depende del valor de sus empresas. Pero no hay ningún bien físico que justifique esa valoración (los miles de almacenes que Amazon tiene repartidos por el mundo, llenos de productos, suponen un porcentaje mínimo del valor de la empresa). Esos 200.000 millones son en realidad una estimación que mira sobre todo al futuro: es el cálculo que los inversores hacen sobre cuáles serán los beneficios de su empresa durante los próximos años.
Si mañana le expropiásemos Amazon a Bezos con el objetivo de repartir esos 200.000 millones, lo primero que veríamos es cómo se volatiliza buena parte de ese valor. Lo importante en Amazon no es lo que tiene (naves en polígonos y bienes listos para la venta, servidores, etc.) sino lo que sabe hacer (desde el conocimiento de sus programadores a la estructura de la empresa, pasando por los productos integrados que componen su creciente cartera de negocios).
Pues bien, al igual que pasa con Bezos y su patrimonio inexistente, si intentásemos reunir la riqueza o la renta de todos los habitantes de los países occidentales para repartirla con los habitantes de regiones más pobres, veríamos que no sólo es imposible, sino que en el intento destruiríamos casi todo lo que intentábamos repartir. No somos ricos ni productivos en términos absolutos. Un técnico informático que gana 100.000 euros al año no tiene un valor objetivo de 100.000 euros al año: cobra eso porque está dentro de un proceso, sirve a unos clientes, su empresa es capaz de vender sus servicios, etc. Pero ese mismo técnico en un país del tercer mundo tendría dificultades para sobrevivir: lo que en Silicon Valley es muy valorado, en el África Subsahariana puede no servir para nada (quizás lo que haga falta en este otro entorno sea fuerza física, habilidades con herramientas manuales...)
Y lo mismo ocurre con los bienes más físicos que podamos imaginar. Un piso en la calle Serrano puede ser muy valioso ahora mismo (porque se supone que muchas personas con dinero querrán vivir allí), pero también podemos imaginar circunstancias en las que su precio se hunde (imaginen a España metida en un proceso de destrucción de riqueza a la venezolana).
3. ¿Quién trae los peces? ¿Y a qué precio?
Todo esto de los recursos, que no existen porque no están, sino que los creamos día a día, tiene otra derivada: cómo hacer para que sigamos llevándolos al mercado y a qué precio. Porque no hay nada seguro y mañana mismo podríamos perder todo lo que tenemos: el confinamiento fue un recordatorio de que muchos bienes que creíamos garantizados no lo están en absoluto. Los recursos naturales en Venezuela son los mismos que hace 30 años, lo que ha cambiado es la disposición de sus ciudadanos, influidos por las políticas de su gobierno. O, lo que es lo mismo, tenemos que responder a las preguntas de cómo empujar al informático a seguir siendo tan productivo como hasta ahora y quién decide si tiene que cobrar 20.000 ó 100.000 ó 2 millones.
Los países comunistas nunca han sido capaces de generar sociedades prósperas porque no han podido responder a estos interrogantes. La primera cuestión, la de los incentivos, intentaron resolverla con el recurso al miedo (que no deja de ser un incentivo muy poderoso), pero tampoco les sirvió. No puedes tener a un policía encima de cada trabajador ni es fácil saber cuándo alguien se esfuerza al 100% o sólo está en su puesto de trabajo dejando que pase el tiempo.
Pero casi peor era lo otro: al acabar con el sistema de mercado y con los precios, se destruye el mejor mecanismo de información que la humanidad ha creado nunca. En el mercado, los beneficios no son sólo el premio con el que se remunera al que crea bienes que sus conciudadanos quieren consumir; además, y mucho más importante, son la señal de que está aprovechando los recursos de forma eficiente. Si al informático le quitas su sueldo, no sólo es complicado que el año que viene siga esforzándose por desarrollar nuevas herramientas, sino que dejarás de saber si lo que hace tiene algún valor para alguien.
4. ¿Cuánto a cada uno?
La última pregunta sería la más peliaguda. Como explicábamos el otro día en Libre Mercado, la renta per cápita mundial en la actualidad está en un nivel similar al que disfrutan países como Ecuador, Argelia o Vietnam. O lo que es lo mismo, el 80-90% (quizás más) de los ciudadanos occidentales tendrían que reducir su nivel de vida para garantizar a todos los habitantes del planeta el mismo nivel de ingresos (incluso en el supuesto, muy poco realista como hemos visto, de que fuéramos capaces de juntar todo el PIB producido cada año y repartirlo de forma equitativa).
Porque, además, si no hay un valor objetivo para el trabajo que realizamos cada uno, tampoco lo hay para lo que necesitamos. A comienzos del siglo XX, nuestros abuelos habrían considerado como un lujo muchos de los bienes que ahora consideramos de primera necesidad. De hecho, las mayoría de las propuestas de renta básica que han proliferado en los últimos años en Europa y EEUU fijan un nivel para esos ingresos garantizados (que se supone que son un mínimo para llevar una vida digna) que está por encima del PIB per cápita medio a nivel mundial del que hablábamos en el párrafo anterior.
O lo que es lo mismo: si no seguimos multiplicando los peces (haciendo que la riqueza global crezca) y nos conformamos con repartir lo que ahora producimos, no tendríamos ni siquiera para lo que en Europa consideramos el mínimo de subsistencia.
En este sentido, me gustaría hacer un apunte: en lo que sí estoy muy de acuerdo con este Papa (en realidad, con todos los papas, porque es una preocupación generalizada y acertada desde hace décadas) es en lo corrosivo que es el consumismo moderno y esa idea de que seremos más felices cuantos más bienes acumulemos, más experiencias tengamos, más lugares visitemos... Una idea, por cierto, poco capitalista-conservadora (los autores que más valoro son aquellos que defienden el ahorro, el trabajo, el esfuerzo, el largo plazo, las recompensas para quien se lo merece, dejar algo valioso a las generaciones futuras) y muy estatista-progresista (a largo plazo, todos muertos, así que olvidemos obligaciones para con los demás y centrémonos sólo en disfrutar aquí y ahora... y mejor aún si otros pagan la cuenta).
Por supuesto, nada de lo dicho en este artículo elimina la obligación que todos tenemos de ayudar a los que nos rodean. Porque ésa es otra pregunta importante: quién y cómo se reparte. La ética cristiana siempre giró en torno a la solidaridad voluntaria, del que se preocupa por los que le rodean y trata de auxiliarles. Los estados modernos crecieron en parte como sustitutos de las iglesias (y por eso, éstas siempre los miraron con recelo) sólo que sin su componente moral y sustituyendo la ayuda voluntaria y las obligaciones mutuas que ésta creaba con la retórica del derecho (me lo merezco porque sí y haga lo que haga).
Como decía Churchill, "el socialismo de la era cristiana se basaba en la idea de que 'todo lo mío es tuyo'; en cambio, el socialismo del señor Grayson parte de la idea de que 'todo lo tuyo es mío". Suena parecido... pero no tiene nada que ver. Y no hay más que escuchar a quienes han salido a elogiar las palabras del Papa en los últimos días para saber cuál de los dos modelos de socialismo (el de los cristianos primitivos o el de los Grayson de nuestro entorno) defienden.