El mercado laboral español camina hacia una esclerosis preocupante, un mercado laboral enfermo que avanza hacia la parálisis, sin vitalidad y sin apenas rotación entre quienes tienen un contrato fijo. Es un mercado en que todo el mundo tiene miedo a moverse: empresas y trabajadores.
Las empresas se ven atenazadas por unos costes de despido que impiden en la práctica desprenderse de los elementos tóxicos o cuyo desempeño, simplemente, no es satisfactorio. Las empresas sólo pueden plantearse el despido de aquellos trabajadores que no tengan demasiada antigüedad, que no estén blindados por unas indemnizaciones que llegan a suponer dos años de salario. Aun así, el coste medio del despido individual por sentencia en 2020 fue de 10.408 euros y algo inferior cuando se llegó a un acuerdo en conciliación, 9.149 euros. El miedo de las empresas a despedir está más que justificado, solo ganan el 19% de los juicios por despido individual (5.563 sentencias favorables de un total de 29.275 en 2020), en su inmensa mayoría simplemente para reconocer la improcedencia de los mismos, mientras que es prácticamente imposible —y estadísticamente irrelevante— encontrarse con una sentencia que declare un despido procedente o disciplinario, por muy graves que sean las infracciones del empleado.
Así, no es extraño que las empresas no quieran trabajadores fijos y apuesten decididamente por la temporalidad, aun a sabiendas de estar bordeando el alero y la irregularidad. El empleado pasa de ser un activo a convertirse en un pasivo, un lastre para la empresa del que es difícil desprenderse en caso de necesidad. Así, pululan por las empresas los "empleados zombis". Son aquellos demasiado caros de despedir, viven prácticamente al margen de la organización empresarial y sin pegar palo al agua. Con suerte se pasarán la mayor parte del año de baja médica, así la empresa por lo menos se ahorra el sueldo, aunque tenga que seguir cotizando por él. Aun así, alguno de estos "empleados zombis" tensará demasiado la cuerda y "le tocará el gordo" de que le despidan: se levantará dos años de sueldo y otros dieciocho meses de prestación por desempleo, cobrando dos veces por lo mismo.
Por el lado de los trabajadores. Estos patrimonializan su antigüedad y son renuentes a dar el salto y arriesgar cambiando de empresa para afrontar nuevos retos y proyectos, temerosos de perder la antigüedad. Ante el escenario de cambiar de empresa y que esta decida despedirlos, deciden aferrarse a un empleo que en muchos casos ni les llena ni les realiza profesionalmente. Se atan a la silla, se acomodan o funcionarizan, pierden toda ilusión y dejan escapar oportunidades laborales prometedoras, incluso económicamente más ventajosas, por no renunciar a la hipotética indemnización a que les da derecho su antigüedad. La indemnización por despido viene a ser el "bromuro" de la movilidad laboral, reduce la libido profesional, la ambición por progresar.
Todos saben que cambiar de trabajo significa pegar un salto al vacío, un riesgo inasumible en un país, España, que presenta una de las mayores tasas de desempleo del mundo occidental debido, precisamente, a su inflexibilidad. De esta manera, el mercado laboral se achica, tanto por la parte de la oferta como de la demanda, nadie se mueve.
Mientras tanto el Gobierno, lejos de romper con estos corsés que impiden la movilidad laboral y profesional, aprueba nuevas regulaciones que agravan la situación: obligación de registros horarios, proletarización de los autónomos mediante su conversión en asalariados, derogación del despido de los absentistas o elevación del salario mínimo. Ahora el gobierno anuncia para después del verano la aprobación de una nueva ley que persigue penalizar los contratos de corta duración, sin entender que la temporalidad es un síntoma, no la causa de la debilidad de nuestro mercado laboral esclerotizado. No entienden que la excesiva temporalidad es motivada, precisamente, por la excesiva rigidez y los elevados costes de los contratos indefinidos. Perseguir la única la espita que supone la temporalidad, el único resquicio que les queda a las empresas para poder seguir contratando, es un error colosal. El Gobierno debería analizar las causas reales que hacen que las empresas no quieran contratos indefinidos y centrarse en derogar la asfixiante normativa que hace del mercado laboral español uno de los más anquilosados y rígidos del mundo desarrollado. Pero ya verán como no lo hará.