La Audiencia Nacional ha condenado a la Agencia Tributaria por el vergonzoso episodio de la irrupción de dos inspectores en una boda. Es cierto que la sentencia tiene palabras muy duras, pero luego la multa es ridícula en comparación con el daño causado: 6.000 euros a cambio de arruinarte el día que todo el mundo quiere recordar como perfecto.
Además de la desvergüenza de los métodos inquisitoriales de la Agencia Tributaria, la sentencia muestra involuntariamente la impunidad con la que los piratas de la inspección campan a sus anchas entre los aterrorizados contribuyentes: la multa no la tendrán que pagar los indeseables que tuvieron los bemoles de irrumpir en una boda, sino la Administración, es decir, nosotros, los ciudadanos que no sólo sufrimos los desmanes del Estado sino que, encima, también los pagamos.
He dedicado este rincón de Libertad Digital en más de una ocasión al terror fiscal en el que vivimos, pero es un tema en el que creo que nunca insistiremos lo suficiente, pues las maneras con que la Agencia Tributaria trata a los españoles son una vergüenza, y si este país se respetase un poco más a sí mismo no las toleraría, sencillamente porque son intolerables: desde los procesos inquisitoriales en los que uno tiene que demostrar su inocencia hasta los mecanismos creados para que rendirse y pagar sea mucho más razonable que litigar, pasando por la legislación confusa y sujeta a interpretación para que siempre haya una forma de atraparte y, para colmo, irrupciones en bodas, ejemplo perfecto del desprecio que tienen por la vida de sus clientes y pagadores los aviesos inspectores.
El mismísimo Torquemada se avergonzaría ante tanta arbitrariedad, tal falta de respeto por los principios básicos del procedimiento legal y tanta iniquidad.
Me dirán ustedes que los impuestos son necesarios y que con ellos se hacen necesarias las inspecciones, porque en caso contrario esto sería un desmadre. Incluso podría llegar a estar de acuerdo, pero de ahí no se deriva en ningún caso que los primeros deban ser confiscatorios ni que las segundas deban estar en manos de bandas de piratas que avergonzarían a Barbanegra por su falta de escrúpulos.
Pero quizá dejar campar a estos bucaneros por nuestras vidas, nuestras bodas y nuestras cuentas corrientes es lo que se merece un país en el que, en lugar de protestar contra la salvaje Agencia Tributaria, la mayor parte de la gente prefiere sumarse al auto de fe inquisitorial contra aquel que, en muchas ocasiones por error, ha osado pecar contra los Sagrados Impuestos o, simplemente, ha sido cazado tratando de que el Estado le robase un poco menos.