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De temporal a fijo-discontinuo... o a la calle: las claves de la reforma de Yolanda Díaz

La rigidez del mercado laboral español tiene su reflejo en los temporales, pero también en los fijos

La rigidez del mercado laboral español tiene su reflejo en los temporales, pero también en los fijos
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz durante su intervención el pleno del Congreso de los Diputados, el pasado jueves, en Madrid. | EFE

El objetivo es acabar con los contratos temporales. Bueno, en realidad el objetivo oficial es terminar con la precariedad. Y para Yolanda Díaz, el primer paso en ese camino son los contratos temporales. Por eso, ha anunciado una reforma laboral que hará mucho más complicado para los empresarios recurrir a esta modalidad.

Por ahora no hay nada oficial, aunque de lo publicado en prensa, de las declaraciones de la ministra y de los comentarios de los implicados en la negociación se pueden extraer ya algunas ideas de por dónde va la propuesta:

  • Lo primero es reducir las modalidades de contratación a tres: fijo, temporal y de formación. Y no sólo eso, sino hacer que el fijo sea el contrato por defecto y endurecer al máximo las condiciones para firmar un contrato temporal.
  • Además, los contratos temporales no podrán tener una duración superior a un año. Y si un trabajador acumula dos años de contratos temporales en la misma empresa en un período de treinta meses, se convertirá de forma automática en indefinido.
  • Por último, como explicábamos en Libre Mercado este viernes, Díaz quiere "eliminar el contrato por obra o servicio y prohibir el uso del contrato temporal para cubrir picos de actividad vinculados a campañas de todo tipo (como Navidad, rebajas o puentes) y que se consideren dentro de ‘la actividad normal y permanente’ del negocio".

La ministra lo ha defendido en numerosas ocasiones. Los temporales sólo deben servir para cubrir incrementos "puntuales e inesperados" de la actividad de la empresa que no puedan ser cubiertos por su plantilla habitual. Pero en esta definición no entran las actividades estacionales: un hotel sí sabe que en verano tendrá un pico de actividad por lo que tendrá que recurrir a los fijos (ya sean fijos convencionales o fijos-discontinuos) para esas situaciones.

Y en caso de despido del empleado con contrato temporal antes de la finalización del mismo, Díaz quiere que se considere como "nulo" y se le readmita en la empresa (lo que implicaría que se dispararía la litigiosidad).

Como era previsible, estas propuestas no han gustado nada a las organizaciones empresariales. Por dos motivos, en primer lugar porque reducirían la flexibilidad del mercado laboral español todavía más. Y en segundo término, porque, de nuevo, la norma trata de meter en un molde muy estrecho a empresas y sectores con necesidades muy diferentes. Las declaraciones que recogíamos el viernes, de los empresarios que saben cómo funciona el mercado a pie de obra, eran muy significativas:

Empresario de la construcción: ‘Si me sale un chalet, pues necesito a un empleado que sepa usar una máquina concreta y si me sale una pista de tenis, a otro perfil con unas habilidades distintas. Tenerles a todos contratados no tendría ningún sentido, ni tampoco la figura de fijo-discontinuo’

Nosotros [los agricultores] no somos como una fábrica, no hacemos tornillos. Dependemos del clima y de las temporadas. ¿Y si me quedo sin cosecha por una plaga?, ¿les tengo que tener contratados a todos?... ¿Y si necesito incorporar más plantilla porque viene un temporal y tengo que recoger todo lo que pueda rápido?, ¿no puedo contratar a nadie por unos días?

El debate

En realidad, aunque lo presente como algo novedoso, lo cierto es que el enfoque de Díaz ha sido siempre el predominante en el mercado laboral español. Esa idea de que se puede organizar la relación entre empresas y trabajadores por decreto, con un esquema rígido, en el que encajen las diferentes realidades que enfrentan unos y otros. Junto a la creencia de que basta con prohibir algo para que el resultado final sea el buscado por el legislador.

Así, lo primero que sorprende es ese concepto de situación inesperada que sería la única causa que justificaría un contrato temporal que ya no podría servir para cubrir "la actividad normal" de una compañía. Los empresarios no saben lo que va a ocurrir. Casi todo en su día a día es inesperado. Sí, es cierto que en un sector determinado (el turístico es el ejemplo más claro, aunque también afecta a muchos otros, desde la construcción a la agricultura) puede haber situaciones parecidas que se repiten año a año, como una campaña estacional. Pero que entre mayo y octubre vaya a haber casi seguro un pico de demanda no quiere decir que ese pico sea siempre igual de alto, ni que dure igual ni que las necesidades del empresario sean las mismas. Todas las empresas del mundo requieren de un margen de flexibilidad. Y ese margen debe ser muy amplio, para hacer frente a las necesidades de un entorno cambiante. Obligar a que los trabajadores contratados para una campaña sean readmitidos para la siguiente implica también que las empresas tienen que hacer un cálculo y una asunción de costes iniciales que para muchas puede ser insostenible.

Porque, además, está el tema de qué lleva a la contratación y al despido de un empleado. Las empresas no organizan sus plantillas sólo por motivos económicos y un incremento en la facturación no tiene por qué llevar aparejadas las mismas respuestas en dos momentos diferentes. Puede haber, por ejemplo, diferentes necesidades operativas. Una empresa puede necesitar ahora un tipo de empleado, con una formación y unos conocimientos; y otro tipo de empleado dentro de un año. Quizás sus clientes y lo que demandan han cambiado. Imaginemos un hotel de costa que un año refuerce su cocina; pero doce meses después, viendo que sus clientes suelen pasar el día en la playa y apenas almuerzan en sus instalaciones, pero sí se quedan hasta muy tarde por la noche, necesite más personal para los bares y el ocio nocturno porque va a abrir una nueva discoteca. Sí, son dos campañas d verano, pero la solución no es tan fácil como decir: "Si para la campaña del año pasado contrataste a este empleado (una cocinera), tienes que volver a hacerlo para la de este año (cuando necesita un DJ)". En los dos casos necesita un empleado extra durante unos meses, pero el puesto a cubrir no tiene nada que ver en las dos campañas veraniegas.

La rigidez del mercado laboral español tiene su reflejo en los temporales, pero también en los fijos. La movilidad de estos últimos es inferior a la de otros trabajadores comparables en la UE. Ni el empleado quiere irse (perdería la antigüedad) ni la empresa puede despedirle fácilmente (el coste es muy elevado). El resultado final es que la flexibilidad de la que hablamos (y que, ésta sí, es bastante universal) siempre recae en las espaldas los temporales en nuestro país. Pero también que la productividad se resiente, porque las decisiones de organización interna no se toman sobre la base de qué es lo que necesita el negocio, sino que el factor principal es el coste de despido.

Por supuesto, aquí también hay que tener en cuenta la cuestión, siempre polémica y de la que pocas veces se habla abiertamente, del despido disciplinario. Una empresa que no esté contenta con un trabajador, por los motivos que sean, tiene en España menos capacidad de maniobra que en la mayoría de los demás países de la UE. El coste de despedirle es muy elevado y la posibilidad de que el conflicto termine en los tribunales, alta. Este es otro motivo por el que las reticencias al contrato fijo son muy altas y el temporal acaba siendo una especie de período de prueba alargado, que sirve a los empresarios para calibrar muy bien la idoneidad (no sólo en los aspectos técnicos o formativos) de cada trabajador.

En este punto, la discusión siempre gira en torno a un debate irresoluble: qué pasará si encarecemos el temporal sin abaratar el fijo. Díaz y los sindicatos anticipan un futuro en el que todos esos trabajadores son contratados de forma indefinida. Las patronales responden con el argumento contrario: ante la incertidumbre y el incremento de costes, lo que harán las empresas es no contratar a nadie que no sea estrictamente necesario y, además, en el que se confíe al 100%. ¿Habrá algunos contratos que se convertirán en indefinidos? Sí, algunos. Pero, a cambio, sigue este argumento, muchos otros simplemente terminarán sin nada. Y aquí hay que recordar que el coste del despido en nuestro país sigue estando entre los más altos de la UE y que la capacidad de control sobre su organización del empresario español es mucho menor que en las economías del norte de Europa.

Es evidente que en España se utiliza la figura de los contratos temporales para situaciones que en teoría deberían ser cubiertas por empleados fijos. Y que hay trabajadores que encadenan durante años este tipo de empleos (también en las administraciones públicas, por cierto). Si ahora se establecen límites más estrictos y condiciones más severas, la pregunta es qué ocurrirá. Lo que dicen los empresarios es que si la nueva frontera se sitúa en el año de duración máxima o en los 24 meses dentro de un período de 30 meses, en la práctica se traducirá en que los temporales serán todavía más precarios que ahora, porque prescindirán de ellos antes de llegar a ese límite.

Porque la siguiente pregunta sería cuál es la razón de esta situación. ¿Por qué los empresarios contratan un temporal, que suele ser menos productivo, al que no forman, con menos implicación en la marcha de la empresa, y no a un fijo para un puesto que es permanente? ¿Es que los empresarios españoles son peores, más malvados, menos inteligentes, que los del resto de la UE? O es consecuencia de una legislación que les deja sin armas para tomar decisiones en función de las necesidades del negocio o los imprevistos (buenos y malos) que acontecen cada día en las relaciones mercantiles. Y lo mismo cabe decir del fenómeno de las subcontratas, una tendencia creciente que también está muy relacionada con los costes de despido y los límites a la organización interna.

En los últimos años, vivimos dos fenómenos contradictorios que marchan en paralelo en el discurso político. Por un lado, nos dicen que la nueva economía demanda cada vez más flexibilidad, que el entorno es cambiante y que los trabajadores y las empresas hacen frente a una posibilidad de disrupción creciente, que les obliga a reinventarse cada pocos meses. Pero al mismo tiempo, la legislación laboral se hace más rígida y parece diseñada para modelos organizativos más propios de las décadas centrales del siglo XX, en las que el empleado entraba con veinte años en la compañía en la que pensaba retirarse pasados los 60.

Por último, una realidad inevitable: los costes, todos, influyen en las decisiones. Las empresas, al contratar, tienen muy en cuenta lo que podría ocurrir al despedir. Tanto si las cosas van bien en general (y el despido es disciplinario o por un cambio en las líneas de negocio), como si van mal y ese coste puede ser la puntilla a una situación financiera complicada. Y volvemos a la productividad: lo lógico sería pensar que empresarios y trabajadores tomasen sus decisiones pensando qué es lo mejor para ellos y para su situación de mercado. En Libre Mercado lo hemos escrito decenas de veces: eso sería lo lógico y lo normal. Pero, en España, además de estas consideraciones, para unos y otros es clave cuánto cuesta el despido, si podrán realizarlo y los costes no económicos del mismo (incertidumbre, amenaza de judicialización, tensiones en la plantilla...) ¿De verdad pensamos que eso se resolverá obligando a las empresas a hacer fijos o fijos-discontinuos a sus temporales? Yolanda Díaz cree que sí.

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