En una de las últimas escenas de Margin Call, la película de J. C. Chandor sobre la crisis financiera de 2008, el personaje que interpreta Stanley Tucci se sincera con el de Paul Bettany. "Yo soy ingeniero", le explica. Y le cuenta cómo en su juventud colaboró en la construcción de un puente por el que pasan cada día miles de vehículos. Luego, llegó una gran oferta de Wall Street y dejó de hacer cosas para vender derivados financieros que no tiene muy claro para qué sirven.
La película, que está muy bien, tiene ese aroma demagógico con el que Hollywood trata el sector financiero. No es verdad que la banca de inversión y la banca comercial no aporten valor: muchas entidades ponen en contacto cada día a ahorradores e inversores y ayudan a desarrollar proyectos empresariales que de otra forma no existirían. O nos ayudan a comprar viviendas que de otra forma no tendríamos. Pero sí es cierto que el sector ha crecido desde los años 70 de forma artificial, impulsado por malas decisiones políticas (dinero fiat sin respaldo real, experimentos monetarios de los bancos centrales, rescates indiscriminados de entidades irresponsables, pésima regulación sobre las consecuencias para los implicados en el caso de impago de este tipo de productos, oligopolios artificiales de las agencias de calificación...)
En cualquier caso, esta columna no va de eso. Sino de esa sensación que le queda a uno, oyendo a Tucci, de talento desperdiciado. Un ingeniero que podría hacer puentes y lo deja porque gana más vendiendo instrumentos de financiación absurdos y dañinos, que existen en buena parte porque el Gobierno protege de sus consecuencias a las entidades que los emiten. ¿Qué porcentaje del sector financiero cubre necesidades reales y qué porcentaje es una burbuja artificial sostenida por la mala regulación y los pésimos incentivos? Imposible saberlo.
De la banca a los fondos europeos
Del mismo modo, siempre medimos las intervenciones del Gobierno en términos de dinero despilfarrado. Cuánto hemos dado y a quién. Presupuesto tirado a la basura o malgastado en esa porosa frontera entre la discrecionalidad y la corrupción. Pero deberíamos empezar a medir esas intervenciones en unidades de talento y tiempo desperdiciado, que son los recursos más escasos que tenemos. Mucho más escasos y valiosos que cualquier mineral, materia prima o divisa.
Benito Arruñada, con su habitual precisión, decía esto hace unos días sobre los fondos europeos y la competencia entre empresas, consultoras y asesorías por hacerse con una parte del pastel: "Es una carrera muy costosa porque operadores de toda índole (desde empresas a oenegés, desde científicos a periodistas, desde sindicatos a organizaciones de consumidores) reconducen su actividad en una dirección socialmente improductiva. De competir para producir y servir al cliente pasan a esforzarse en capturar rentas financiadas con los impuestos de todos".
Estoy de acuerdo. Lo peor de los 140.000 millones (y esto no se aplica sólo a España) no es la sospecha (casi una certeza) de que buena parte se destinarán a repintar los carriles bicis del Plan E. Lo peor es que, durante los próximos 10 años, algunos de los mejores talentos de nuestro país dedicarán su esfuerzo y su jornada laboral a contentar a los burócratas que tienen que decidir hacia dónde se dirige ese dinero.
El otro día un amigo me comentaba los planes de una de estas empresas (planes ya en marcha desde hace meses) para contratar nuevos consultores dedicados casi en exclusiva a esta tarea: estudiar los requisitos del Plan de Sánchez y asesorar a sus clientes para tener acceso a los fondos.
Por supuesto, esto no pasa sólo en las consultoras: dentro de las empresas, departamentos que podrían estar dedicados a hacer puentes (servir al cliente) ahora tienen como prioridad desarrollar los proyectos que tienen que enviar al Gobierno o la UE. El empresario ahora piensa "al más listo de mis empleados le tengo que poner a redactar memorándums para mandar a Economía o Bruselas". Desde el punto de vista de las cuentas anuales de esa empresa es lógico, pero entonces su trabajo ya no consiste en pensar en cómo hay que mejorar el producto de esa empresa. La sociedad pierde y puede que esa compañía, a medio plazo, también.
La 'aspiradora' bruselense
Si metemos en la ecuación a los burócratas a los que quieren contentar esas consultoras, el saldo es todavía peor. Lo he escrito en alguna ocasión anterior: en Europa, no hay ninguna aspiradora de talento más dañina que la propia UE. Paga muy bien, condiciones de trabajo excelentes, empleos motivacionales en los que sus empleados tienen la sensación de estar trabajando por el bien de la sociedad (al menos en un inicio; quince años después habría que ver cuánto queda de esa ilusión)... Por eso, un porcentaje muy elevado de los mejores jóvenes europeos se esfuerzan cada año por dirigirse hacia la tela de araña bruselense.
La ecuación es terrible. En primer lugar, porque muchas veces hacen más daño los burócratas listos y entregados a la causa que los vagos. Es muy difícil decir "mi oficina y mi trabajo no sirven para nada; hay que cerrar mi departamento". Lo normal es pensar, "vamos a hacer algo bueno, nosotros sí podemos cambiar la sociedad".
Pero también porque si el burócrata es tonto y genera un daño de -5... no se pierde mucho: quizás su mejor aportación a la sociedad sería un +5. El saldo total es que perdemos 10. Pero si el tipo tiene potencial para generar un +50 y hace el mismo daño que su compañero, lo que te dejas por el camino es 55.
Sé que en algunos casos puede haber un punto intermedio interesante. Burócratas listos que hacen menos daño que los burócratas inútiles. O, incluso, están los que utilizan su talento para desburocratizar el sector en el que operan. Es decir, que suman para la sociedad en vez de restar. Y un tipo así en el sitio adecuado puede acabar aportando mucho.
Pero tengo para mí que no es muy habitual. Incluso cuando lo pretenden, casi siempre se desburocratiza con normas que son en sí mismas intervencionistas de otra manera. La fatal arrogancia nos afecta a todos. Y, como alertaba Hayek, todavía más a los listos, los comprometidos, los honrados: si metes a un inútil en una oficina ocho horas al día, lo normal es que acabe perdiendo el tiempo con el solitario o el Candy Crush (y no comete más daño que el de su absurdo salario); si metes a un tipo inteligente y motivado, terminas con un memorándum de 600 páginas sobre el impacto de las nuevas tecnologías en el sector de la aceituna.
El resultado final es que los que deberían estar creando el Sillicon Valey europeo están en Schuman, con sus Excel, sus presentaciones, sus tablas de datos, sus informes... Porque cada día tienen más recursos y los usan para todo. Por ejemplo, para imaginar cómo podrían mejorar el mercado de la patata comunitario. Y empeorándolo al hacerlo. Es la peor ecuación posible. No es sólo por el mal que hacen, sino por todo el bien que dejan de hacer.
En España, el ejemplo de los Sánchez o Iglesias de turno quizás nos confunda. Puede que la mayoría de los líderes actuales sean muy mediocres y tengan menos visión que los políticos de la Transición. También parecen peores que los Merkel, Macron o Rutte. Y en los partidos hay mucho paniaguado que no sabe hacer la O con un canuto. Pero no tengo claro que sea lo normal entre aquellos que se dedican a la política, en un sentido amplio, en nuestro país.
Los periodistas sabemos que cada año hay más jóvenes talentosos españoles que dirigen sus pasos hacia esta actividad, aunque no son conocidos. Si miramos a la segunda fila (cargos políticos de nivel intermedio, asesores, personal de confianza en los ministerios o las consejerías...) lo que vemos es bastante formación, experiencia, talento y motivación. La sociedad pierde calidad. Y pierde cada vez más cantidad de esa calidad porque su número crece de continuo.
En Bruselas, tenemos más de las dos cosas. La UE es el reino de la meritocracia, el talento, la preparación y las titulaciones. No es que sea sólo eso; también hay inútiles en grado sumo, normalmente al calor de los partidos y las falsas ONG (digo "falsas" porque la N es lo más mentiroso que uno recuerda; viven y se nutren de los gobiernos). Pero entre los empleados comunitarios que yo conozco, y son unos cuantos, el nivel medio es muy alto.
Esa es nuestra desgracia. Parece el destino de Europa. Cuando se comparan con los habitantes de otras regiones avanzadas, sus ciudadanos descubren que, en términos relativos son cada día más pobres (afortunadamente, todavía no en términos absolutos). Cada día, los que nos gobiernan son más listos; pero el Viejo Continente es más irrelevante y su economía, menos dinámica. Y no es una contradicción, es una consecuencia.
Posdata sobre los fondos europeos y las reformas: tras el plusultrazo y otras noticias que apuntan en la misma dirección, parece que ya está asumido que tiraremos a la basura buena parte de los 140.000 millones que nos darán nuestros socios. Incluso así, la mayoría de los economistas, columnistas o expertos a los que sigo confían en que ese desperdicio se compense por las reformas estructurales que Bruselas, de una vez por todas, nos obligará a acometer (laboral, pensiones, liberalización de sectores, administración...). Me gustaría ser tan optimista como ellos. Si fuera verdad que tras esto tendremos un mercado de trabajo nuevo o una senda de consolidación presupuestaria a medio plazo; uno hasta podría llegar a pensar que merece la pena. Lo siento, pero tampoco me lo creo.