El autónomo ve entrar en su cuenta corriente, cada mes, un recibo de la Seguridad Social de al menos 289 euros. Además, cada trimestre hace su autoliquidación del IRPF, que suele implicar otro recibo en la cuenta corriente. Aunque el IVA es un impuesto que paga el consumidor, el autónomo debe también hacer su liquidación trimestral, que se traduce en un recibo más.
El autónomo es plenamente consciente del peso del aparato estatal, porque en su cuenta corriente entran al menos 20 recibos por año desde la Administración Central (12 de la Seguridad Social, 4 por IRPF y otros 4 por IVA). También conoce de primera mano el peso burocrático, tanto por las “autoliquidaciones”, como por las “declaraciones informativas” (existen 42 en total, de las cuales un autónomo presenta, al menos, la de IVA, y, muy probablemente, la de retenciones e ingresos a cuenta del IRPF y la de operaciones con terceros).
Todo es diferente para quien trabaja en relación de dependencia. Su cuenta bancaria no sufre, de manera directa, los recibos girados por el Gobierno. Su contribución a la Seguridad Social y la retención que corresponda por IRPF le son descontadas de su salario, que se le paga en términos netos. El empleador transfiere al Gobierno el dinero que tuvo que descontar al empleado. Una vez al año, el asalariado presenta a Hacienda su declaración de IRPF, que lo normal es que le dé a devolver. Quienes trabajan en relación de dependencia, no solo no sufren la continua recepción de recibos bancarios por parte del Gobierno, sino que anualmente reciben en su cuenta un pago de Hacienda (lo que se le retuvo en exceso).
Desde un punto de vista práctico, el sistema es muy bueno: los asalariados prácticamente no tienen que hacer nada. Pero desde un punto de vista económico y social, es extremadamente dañino: se evita que la gente sepa lo que paga por alimentar el monstruo estatal que tenemos encima. Lo que puede verse como funcional, es en realidad un mecanismo de ocultación de información.
Un ejemplo práctico. Una persona (soltera y sin hijos) con un salario bruto de 1.400 euros, sufre una retención del 24% por IRPF y otra de 6,35% por cotizaciones sociales. Por lo tanto, se le descuentan 424,9 euros y recibe en su cuenta 975,1 euros. Como el mínimo personal exento es de 5.550 euros y, además, las rentas inferiores a 12.450 euros no pagan, la persona del ejemplo recibirá la devolución del grueso de la retención. Le devolverán miles de euros y así, tendrá la impresión de que el gasto público lo pagan otros. Craso error.
El empleador de la persona del ejemplo ingresó un mínimo de 30,8% de todos los salarios pagados. Muchos ingenuos aún creen que eso lo paga el empresario. Cualquiera que haya analizado el tema sabe que eso también lo paga el asalariado, aunque él no lo ingrese. Solo por esto, paga, al menos, 6.036,8 euros anuales. Si suponemos que gasta el 80% de su salario, podemos estimar que, por IVA, paga unos 2.200 euros más. Así, este asalariado, aunque le devuelvan todo lo retenido por IRPF, paga no menos de 8.200 euros anuales de impuestos (¡casi 6 nóminas!).
Al estar engañado sobre los impuestos que paga, el ciudadano medio exige al Gobierno nuevas prestaciones. De ahí surge una presión continua para subir el gasto público, por lo que la mochila de piedras que llevan los que trabajan, cada vez pesa más. Estamos inmersos en un sistema autodestructivo, en el que solo ganan los políticos y los vividores de lo público.
Un primer paso para desmontar este engaño masivo es hacer que los empleadores paguen los salarios brutos (sin descuentos). Y que simultáneamente Hacienda (IRPF) y la Seguridad Social (cotizaciones), pasen sus respectivos recibos a cada asalariado. Al saber lo que paga cada mes, la gente se daría cuenta de que la demagogia y la gestión inepta de la cosa pública tienen un impacto directo en su cuenta corriente. El cuento de que solo pagan “los ricos” sería más difícil de colar.
Lope de Vega dijo que nadie puede apartarse de la verdad sin dañarse a sí mismo. Pues eso.
Diego Barceló Larran es director de Barceló & asociados (@diebarcelo)