El Banco Central Europeo multiplica sus esfuerzos para subir la variación del IPC hasta un punto “inferior, pero cercano al 2%”, tal como establece su objetivo de inflación. Puede argumentarse que es una política antisocial, dado el carácter regresivo de la inflación, pues carcome el valor de los salarios, las pensiones y los ahorros de los europeos. Incluso, puede decirse que se trata de una política contraria al espíritu de la “estabilidad monetaria”: al querer subir la inflación, el BCE busca debilitar la moneda que debe defender, algo ilógico.
Me quiero referir a otro aspecto de la política monetaria del BCE: la que tiene que ver con las expectativas de inflación y su impacto en los tipos de interés de mercado y las cuentas públicas.
Los precios de los títulos de deuda están en máximos históricos debido a las compras masivas que el BCE viene realizando desde 2014. Eso significa que el rendimiento de los mismos (que varía de manera inversa a su precio) está en mínimos históricos. Tan mínimos, que una gran cantidad de bonos europeos tiene rendimientos negativos (lo que implica que quien los compra recibirá menos dinero que el invertido, lo que añade otro matiz irracional y autodestructivo a la actual política monetaria).
Esos rendimientos negativos incluyen la expectativa de una inflación nula o ligeramente negativa. Si las expectativas sobre el futuro de la inflación aumentaran (sea porque comienzan a trasladarse las subidas de precio que ya tienen las materias primas, sea porque aumenta la inflación en EEUU, o por cualquier otra razón), la cotización de los títulos de deuda caería. Es decir, sus rendimientos aumentarían aunque el BCE continuara comprando bonos en el mercado.
El monstruo de la inflación es muy difícil de domesticar. Por eso llevó décadas domarlo. Sin embargo, los aprendices de brujo que hoy mandan en Frankfurt piensan en él como si se tratara de un caniche: creen que podrán ponerle una correa y sacarlo de paseo mansamente. No solo la historia muestra su error: información preliminar apunta a que la inflación de la eurozona saltó hasta +0,9% en enero, principalmente por la subida del precio de la energía.
Imaginemos, no obstante, que están en lo cierto y que la inflación, en unos pocos trimestres, se sitúa en casi el 2%, manteniéndose en ese nivel las expectativas inflacionarias. Eso significaría que el rendimiento de los bonos tendría que aumentar 2 puntos porcentuales. Entonces, el bono a 10 años que ahora el Tesoro español coloca con un rendimiento de poco más de 0%, pasaría a ser colocado al 2%.
En ese punto, la acción de los alquimistas de Frankfurt confluye con la irresponsabilidad temeraria con la que el cuarteto Sánchez-Iglesias-Calviño-Montero gestiona las cuentas del Reino. Gestión que se resume en gastar siempre un poco más, a pagar con más impuestos y, en especial, más deuda pública.
Hacia el final del corriente año, la deuda pública española rondará el 125% del PIB. En el escenario del tipo “Alicia en el país de las maravillas” que estamos imaginando, en el que la inflación es un caniche, un aumento de 2 puntos porcentuales en el rendimiento de los bonos del Tesoro significaría aumentar el gasto en intereses en el equivalente a 2,5% del PIB. Eso supone unos 30.000 millones de euros más por año. Es decir, el doble de lo que se paga ahora.
30.000 millones de euros son una cifra capaz de descuadrar cualquier presupuesto. Pero el asunto podría ser peor: el rendimiento medio del bono español a 10 años desde el lanzamiento del euro es 3,6%. Por lo tanto, imaginar uno del 2% implica suponer un rendimiento muy bajo.
¿Hasta dónde puede subir el rendimiento de los bonos españoles? ¿Qué tan rápida sería la subida? Cada uno puede hacer los supuestos que prefiera. En cualquier caso, el juego que surge del experimento monetario del BCE y la colosal y creciente deuda española, se parece cada vez más a una ruleta rusa en la que la cabeza la pone el pueblo español, pero el gatillo lo controlan los imprudentes de aquí y allí. ¿A nadie se le ocurre que lo mejor es dejar ya de jugar?