La inflación aparece cuando la cantidad de dinero crece más deprisa que la de mercancías y servicios. No es una relación exacta (otros elementos pueden incidir en el corto plazo), pero el vínculo entre cantidad de dinero y precios se ha verificado en todo tiempo y lugar (por caso, la revolución de los precios del Siglo XVI, cuando el oro afluía de América hacia España).
La inflación es enemiga de la gente. Lo es porque carcome el valor de sus salarios, pensiones y ahorros. Desde que el dinero ha sido monopolizado por los gobiernos, solo estos son capaces de generar inflación.
Los políticos no pudieron evitar caer en la tentación de imprimir billetes para gastar sin tener que cobrar más impuestos de manera explícita. Eso llevó a la alta inflación en los años 70 y 80, con picos de más del 20% anual en España, Italia, Irlanda, Portugal y Grecia, y de más del 10% en Francia, Bélgica, Finlandia y Holanda, para hablar solo de los países que compartieron el lanzamiento del euro.
La tentación era tan grande, que poco a poco los gobiernos tuvieron que convertir los bancos centrales en organismos más o menos independientes con un fin principal: combatir la inflación. Es decir, defender el poder adquisitivo del dinero. En Europa, el mayor éxito en esa tarea lo consiguió el Bundesbank alemán. Por eso, más allá de otras consideraciones (como la de construir una divisa global que dispute la supremacía al dólar), la idea esencial del euro es la creación de un mecanismo que permita a los demás países del área gozar de las ventajas del marco, la moneda de mayor calidad de la entonces CEE.
Desde su creación, el Banco Central Europeo recibió la misión de velar por la estabilidad de precios. Se definió esa estabilidad como una inflación “inferior, pero cercana, al 2%”. En los 50 años anteriores al lanzamiento del euro, solo en tres ocasiones la inflación fue en España de 1,5% o menos. En Italia y Grecia ocurrió cuatro veces, en Francia y Holanda seis veces, mientras que en Alemania la inflación fue de 1,5% o menos en nueve de esos 50 años. Es claro, entonces, que el problema que se quería prevenir era el de una alta inflación.
Por distintas razones (principalmente la fuerza de la globalización), se ha debilitado la relación entre la cantidad de dinero y el IPC. Pero eso no significa que haya ocurrido lo mismo con el vínculo entre la cantidad de dinero y el precio de otros bienes. En los últimos 24 meses, el M2 (suma del dinero en circulación, depósitos a la vista y depósitos de hasta dos años) creció 17%, algo similar a lo que han aumentado, por ejemplo, los precios de las acciones europeas, los bonos en euros de largo plazo, las materias primas agrícolas y varios segmentos del mercado inmobiliario. Otros precios han crecido mucho más: por caso, el fichaje medio de jugadores de fútbol en la Liga española subió un 42% en los dos años anteriores a la pandemia.
Dado el mandato vinculado al IPC, el BCE multiplica sus acciones para aumentar la inflación, algo inédito en la historia europea. Busca acercarla al 2% desde su posición actual (unas décimas negativas). Creo que es un error. Subir la inflación no responde al espíritu del mandato, que es preservar el valor de la moneda. Los europeos (sus salarios, pensiones y ahorros) están mejor con una inflación que ronde el 0% que con una de 2%. Subir la inflación es antisocial.
Mientras sigue una política antisocial, el BCE genera riesgos crecientes a la estabilidad macroeconómica: fomenta el crecimiento alocado de la deuda pública, provoca una mala asignación de recursos (se invierte en proyectos inviables que parecen rentables porque los tipos de interés están en niveles contra natura) y crea burbujas en los mercados financieros. No se puede descartar que, en algún momento, la inflación se dispare y supere su objetivo durante cierto tiempo. Eso daría un cariz aún más antisocial a la acción del BCE y pondría en marcha un dominó de efectos indeseables para la actividad y el empleo. Quienes deseamos una Europa unida y próspera debemos exigir el fin de este experimento monetario.