El ministro de Universidades, Manuel Castells, se ha convertido en uno de los miembros del Gobierno con menor exposición pública, recibiendo multitud de criticas por estar "desaparecido en combate" en medio de la crisis del coronavirus, que está afectando enormemente a la normal actividad de los centros educativos, universidades incluidas.
De hecho, son muchos los que dudan de la utilidad real del Ministerio de Universidades, teniendo en cuenta que las competencias están delegadas a las Comunidades Autónomas, y que el ministro ha sido incapaz de coordinar una respuesta a problemas como la indignación de los estudiantes por la realización de exámenes presenciales en plena pandemia.
Sin embargo, el sociólogo y economista reapareció el pasado mes de enero en una entrevista para El Periódico, en la que declaró querer "que la universidad pública sea totalmente gratuita". "Si hay una sanidad pública, universal y gratuita y una educación obligatoria pública, universal y gratuita para todo el mundo, ¿por qué no se puede hacer lo mismo con la enseñanza universitaria?", explicó Castells.
Esta pretensión del ministro, no obstante, se vale de una descripción tramposa de la financiación del sistema educativo. Y es que Castells parece olvidarse de que ningún servicio público puede ser realmente gratuito, ya que se financia mediante los ingresos tributarios extraídos a las familias y empresas españolas. Por tanto, de eliminarse por completo el coste privado de acceder a la universidad, deberá aumentarse el presupuesto público y, por tanto, los ciudadanos acabarán pagando el servicio vía indirecta mediante mayores impuestos.
Además, lo cierto es que absolutamente todos los alumnos que cursan estudios en la universidad pública están becados, directa o indirectamente. Algunos de ellos gozan de becas oficiales, que cubren la totalidad del coste; mientras que los demás, quienes pagan la matrícula, en realidad están abonando un precio simbólico (15-25%) en comparación con los costes totales de su formación.
En cualquier caso, muchos podrían alegar que todas estas ayudas son insuficientes y que la "gratuidad" completa de la universidad puede ser una manera de que los ciudadanos más acaudalados, con su contribución en forma de altos impuestos, financien el acceso a la educación pública a las familias más desfavorecidas. Al fin y al cabo, supondría ir un paso más allá en un mecanismo que trata de garantizar la igualdad de oportunidades en la educación, mediante un sistema progresivo que favorece a los estudiantes con menos recursos.
El efecto regresivo de la universidad
Sin embargo, lo cierto es que este argumento es más bien erróneo, hasta el punto de que podríamos afirmar que la universidad pública es una de las áreas más socialmente regresivas del presupuesto público. En este sentido, y aunque la situación podría haber mejorado en los últimos años, gran parte de los estudios realizados al respecto coinciden en la regresividad de los sistemas públicos de educación superior, y organismos como Fedea respaldan esta tesis. En la misma línea, los trabajos de Diris y Oogue (2018) y Cabrales at al.(2018) concluyen que los modelos de financiación pública universitaria similares al vigente en España reportan efectos regresivos en la mayoría de países.
Esto es así porque, como ya hemos comentado, es un servicio que se financia mediante impuestos, que pagan tanto los ricos como las clases medias y bajas, pero que disfrutan comparativamente más los "ricos" que los pobres. Al fin y al cabo, este sistema lleva a que una familia obrera de bajos recursos tenga que contribuir, por ejemplo, a financiar la educación gratuita de los hijos de un millonario que quiere estudiar una ingeniería. De hecho, sabemos que en las carreras con mejores perspectivas laborales se concentra una mayor cantidad de estudiantes provenientes de familias de ingresos altos.
Todos los expertos coinciden en que, en las etapas educativas tempranas (primaria y secundaria) es donde se deciden gran parte de las capacidades de una persona, por lo que acentuar la inversión pública en estas primeras etapas sí puede tener un efecto social progresivo que contribuya a generar igualdad de oportunidades. Sin embargo, esto no ocurre con la educación superior y universitaria, ya que, con la mayoría de edad, las habilidades de la persona están ya bastante definidas. Dicho de otra forma: por mucho que se facilite el acceso universitario a las clases bajas, no vamos a conseguir que estas cursen masivamente estos estudios, ya que su camino está determinado desde antes.
De hecho, los datos nos indican que lo que determina, en gran parte, que una persona estudie o no en la universidad es la formación de sus padres. Concretamente, el 75% de los hijos de padres universitarios termina con un título de educación superior, mientras que sólo el 27% de los hijos de padres con educación secundaria básica o inferior obtiene título universitario, como podemos comprobar en la siguiente tabla.
Soluciones
Para remediar los defectos de este modelo, se plantean varias posibles soluciones que mejoren la progresividad del sistema y eviten que los pobres acaben costeando la formación de los ricos. Entre ellas, destaca la opción de crear un mecanismo de créditos, por el que el Estado abonaría la totalidad del coste, pero que tendría que ser devuelto por el estudiante una vez comience a obtener ingresos laborales.
Otra propuesta es la implantación de becas crecientes, de forma que la matricula que tenga que abonar el estudiante dependa del nivel de ingresos de sus padres.
Por último, existe la opción de cobrar un impuesto universitario que se cargaría en el IRPF de los universitarios que trabajen. Este impuesto se mantendría hasta que la cantidad abonada fuera igual al coste de sus estudios, aunque la cantidad podría modularse en función de la renta familiar.