En innumerables ocasiones hemos hecha referencia a la complejidad del sistema eléctrico en España. La presión normativa a la que está sometido este sector es tan prolija en páginas de BOE que se hace del todo imposible, para alguien ajeno al mismo, ser capaz de seguir los cambios normativos que se suceden de manera continua e imparable.
El BOE y, por tanto, los sucesivos gobiernos de las últimas décadas, son los responsables de que los ciudadanos tengamos que hacer frente a una de las facturas eléctricas más caras de la zona euro, por encima de países como Francia, Reino Unido, Suecia o Finlandia. Y es que en España pagamos la electricidad un 65% más cara que en Noruega, según los últimos datos de Eurostat.
La razón por la que hemos llegado a esta situación es clara: la instalación masiva de energías primadas cuando se encontraban en una fase tecnológica (y, por tanto, de costes) muy inmadura. Las jugosas primas establecidas en la legislación actuaron como efecto llamada para inversores de toda índole que vieron en el sector energético una gallina de los huevos de oro desde el año 2004.
De este modo, las millonarias subvenciones a estas tecnologías no solo encarecieron el recibo eléctrico per se, sino que originaron además un déficit de tarifa al que también debemos hacer frente los ciudadanos. Desde el año 2004, las primas a la producción con estas tecnologías suman ya más de 100.000 millones de euros y el déficit de tarifa casi alcanzó los 40.000 millones. Conviene no olvidar que cada año pagamos 7.000 millones de euros en primas. Por si esto fuera poco, el Estado utiliza la factura eléctrica como fuente de financiación y ha establecido una alta carga impositiva que supera los 10.000 millones de euros anuales resultando, paradójicamente, el Estado el máximo beneficiario de que la electricidad sea cara.
Los compromisos internacionales en materia de medioambiente nos obligan a llevar a cabo una transición energética hacia fuentes no emisoras de gases de efecto invernadero. En España, nuestros gobernantes han aprovechado esta coyuntura para confundir el fin con los medios y migrar hacia un sistema eléctrico basado en energías renovables, prescindiendo de la fuente de energía más estable, con mayor cuota de producción y que tampoco genera emisiones: la energía nuclear. Y esto lo hacen a la vez que proponen mantener la cuota de centrales que queman gas para producir electricidad, en un ejercicio de incongruencia de difícil encaje.
El Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) prevé que la cuota de generación a partir de fuentes renovables sea de un 74% en el año 2030. Para ello, prevé la presencia de 50 GW eólicos (hoy tenemos 27) y 46 GW solares (hoy tenemos 14). Estas tecnologías, junto al resto de plantas de generación, sumarán una potencia total de 161 GW, cuando el máximo de demanda histórica en España se situó en 45 GW y fue hace más de 13 años.
La variabilidad de las energías renovables hace indispensable este sobredimensionamiento del parque de producción, lo cual implica inevitablemente pagar por cosas que no se van a utilizar o se van a utilizar poco. De hecho, el PNIEC estima unas inversiones hasta 2030 de 241.000 millones de euros, de los cuales el 80% corresponderán, siempre según el gobierno, a la industria privada.
Las renovables ya son baratas, es una realidad. Las ayudas gubernamentales, las economías de escala y las evoluciones tecnológicas las han colocado en una posición predominante en el mercado. No necesitan ayudas ya para competir y desplazar a otras tecnologías menos eficientes económicamente. Sin embargo, el problema de los altos precios de la electricidad en España no se ocasiona por estas renovables que son ya competitivas, sino que se ocasionó por instalar, precisamente, renovables no competitivas. La demostración palpable de que estamos pagando la precipitación política por figurar como líderes de una transición que ha aportado a la economía española mucho menos de lo que prometía.
Las subastas renovables
Para tratar de ordenar la entrada masiva de estas tecnologías al sistema eléctrico, el gobierno ha creído encontrar la solución en las subastas renovables. En ellas, los productores renovables ofertan por un cupo de potencia instalada a un precio fijado para la venta de energía, que se les mantiene de 10 a 15 años (dependiendo de la tecnología). Estas subastas, donde ganan los productores más baratos, son beneficiosas para el consumidor al asegurarse la instalación de las plantas más competitivas.
Sin embargo, uno de los problemas que nos podemos encontrar en un futuro con este esquema de subastas es la falta de inversión privada ante un escenario de gran penetración de energías renovables en el sistema. Con un parque de generación claramente sobredimensionado, habrá centrales que no sean capaces de entrar en el mercado a vender su energía porque, sencillamente, no hacen falta, hay demasiadas. Ante esta situación, resulta difícil vislumbrar que la iniciativa privada vaya a llevar a cabo inversiones con un retorno dudoso. Se trata de un proceso de canibalización de las propias renovables que veremos cómo se resuelve.
De momento, en la subasta de este martes, la primera desde mediados de 2017 se han adjudicado algo más de 3.000 MW de potencia a un precio medio de casi 25 €/MWh. Se trata de un precio competitivo con el estimado a largo plazo para el mercado mayorista de electricidad. Estamos en un escenario donde el tiempo cuenta, y mucho. Cuanto más tiempo pase, menos margen de ganancia por exceso de oferta y, previsiblemente, menos interés en las inversiones. Se acercan tiempos interesantes en el sector eléctrico.