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Domingo Soriano

Usted hace cola porque ellos no la hacen (y nosotros, a veces, tampoco)

De entre todas las razones que se dan para el crecimiento del populismo, creo que la más importante es esa sensación de doble vara de medir.

De entre todas las razones que se dan para el crecimiento del populismo, creo que la más importante es esa sensación de doble vara de medir.
Varias personas hacen cola ante un laboratorio para hacerse una prueba PCR este martes en Madrid, dos días antes de Nochebuena. | EFE

Me sorprende que les sorprenda tanto.

Los sorprendidos son mis parientes y amigos. Esta Navidad, la del puñetero coronavirus que lo monopoliza todo, un tema de conversación recurrente han sido las restricciones a la movilidad, las vacunas, los test, las colas para conseguir un PCR... Y en esa conversación eterna que ya nos agota, había una pregunta que se repetía: ¿cómo pueden ser tan necios para hacerlo tan mal? ¿es que no se dan cuenta de que esto o aquello no tiene sentido? ¿es que no tienen familia?

Y ahí, al responder, llega mi sorpresa. Por supuesto que "No se dan cuenta. No tienen familia o no en ese sentido. Porque tienen familia, pero su familia no está sometida a las mismas restricciones que la tuya".

Las medidas más absurdas de este 2020 se explican por una mezcla de incompetencia (son muy malos), arrogancia (se creen muy buenos), ideología (ese concepto del poder despótico que tan normal se ha vuelto en nuestras democracias, "yo mando y tú obedeces"), propaganda ("haremos lo que sea para cuidarte") y control de los medios (las críticas se silencian o se mandan al rincón del frikismo). Pero también por una pura cuestión personal: a los que las aprobaron, esas medidas no les afectan directamente o les afectan mucho menos que al ciudadano medio. No sólo eso, los que deben controlarles (oposición, medios de comunicación...) también suelen tener vías de escape.

Hay muchas candidatas a peor ocurrencia del año: desde el retraso en la aprobación de test de antígenos en las farmacias para no darle la razón a la Comunidad de Madrid a la ausencia de alternativas imaginativas para el sector de la restauración. En mi lista, el primer lugar lo ocupa esa prohibición a los niños de salir de casa que estuvo vigente durante dos meses. Estúpida, inútil para controlar la pandemia y de una falta de humanidad que rozaba la crueldad. Y para valorarla, una queja habitual, pero que se lleva el viento, a la que no prestamos atención porque parece un cuñadismo, una expresión poco reflexiva del ciudadano cabreado: "Si vivieran en un piso de 65m2 con tres niños, no lo habrían hecho". Cada día tengo más claro que ahí está la clave. Mucho más que en los análisis políticos, económicos, ideológicos, electorales, demográficos... Todas esas sesudas razones que los periodistas buscamos para explicar lo que está mucho más cerca: en el elemento personal, en cómo se aplican estas normas a los que las aprueban, en la distancia que hay del decreto al ministro.

Tengo para mí que el comunismo no habría sobrevivido 70 años en Rusia si la esposa del secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética hubiera tenido que hacer cola en los economatos de los barrios obreros de Moscú, con la cartilla de racionamiento, para conseguir pan, leche o huevos. Sólo por no escuchar la matraca, cada día al volver a casa, sobre el frío, la incomodidad, la mala calidad de los productos... hasta Stalin habría recuperado el libre mercado. Me lo imagino en la reunión del PCUS: "Que sí, que lo sé, que nos estamos cargando el marxismo... pero no lo puedo aguantar más. Lo que sea, pero que mañana haya huevos en las tiendas".

Es cierto que la coalición PSOE-Podemos nos ha ofrecido todo tipo de situaciones que claman al cielo: desde las vacaciones de Ábalos en Canarias con familia, amigos y la excusa de la crisis de los cayucos hasta el viaje a Bilbao de Celaá apenas unos minutos después de cerrar Madrid a cal y canto; desde la no-cuarentena del vicepresidente Iglesias a las copas de Armengol en Palma a las 2.00 de la madrugada o las cenas multitudinarias de Díaz en Madrid con sus compañeros. Y eso sin entrar en el Falcon y en las correrías de Sánchez con su señora y amigos. Pero no se engañen, situaciones similares se habrían vivido con otros partidos y protagonistas. Quizás menos sangrantes, porque este Gobierno destaca en incompetencia pero también en desfachatez, pero no tan distintas en el fondo. La diferencia es que Ferreras habría intentado que dimitiera algún pepero por lo mismo que ni siquiera ha entrado en la escaleta de los informativos de La Sexta. Pero poco más.

Que nos escandalicemos por estas noticias es lógico. Pero me gusta menos el enfoque unidireccional que le damos a ese enfado. Nos centramos en la ética y en el desprecio hacia el ciudadano de a pie. Y tenemos razón. Ponemos los ejemplos de esos países en los que un ministro dimite por una tesis doctoral con unos pocos párrafos plagiados o un director de Salud Pública se marcha a casa porque le pillan saltándose el confinamiento que aprobó. Y nos indignamos, con motivo, al hacer la comparación con España. Pero no debemos olvidar la parte práctica. Que los políticos tengan que seguir las mismas normas que el resto es una obligación moral... pero también es más eficaz. Las leyes estúpidas suelen tener una vida útil más corta cuando se aplican al que puede cambiarlas. Lo que vemos cada día es el principal motor de nuestros actos. No hay mejor empujón que el interés propio.

Además, si pensamos que es cuestión de maldad o falta de ética, entonces la lógica será echar al que hemos pillado en un renuncio. Si asumimos que el problema no es sólo que ellos ignoren una ley estúpida, sino la estupidez en sí misma, estaremos más cerca de la solución.

Hace un par de semanas hablábamos de la mala experiencia laboral de nuestros líderes y de cómo su carrera profesional se traducía en las leyes que aprobaban. Decíamos que no es sólo una cuestión de maldad o ideología, sino de lo que se aprende cada día. Un Congreso lleno de funcionarios, profesores de universidad y políticos profesionales produce de forma natural la legislación que tenemos: intervencionista, dependiente del Estado, piramidal, uniformadora, alérgica a las soluciones descentralizadas... Una oposición a registrador de la propiedad es uno de los retos más difíciles que puedo imaginar: exige dedicación, esfuerzo y renuncias durante años. Y todo en busca de un objetivo que no sabes si alcanzarás. ¿Cualidades de los que superan esas pruebas? Muchas y muy buenas: los opositores son muy trabajadores, constantes, tenaces, con visión de largo plazo... El problema no es ése. El problema es que en la vida real no hay oposiciones. El mercado no tiene exámenes de todo o nada cada 4 años.

En el tema que tocamos hoy, la clave reside en que ellos siempre podrán esquivar las consecuencias más molestas. Otra vez, la falta de skin in the game: y sí, es bueno, como decíamos, que viajen en transporte público para que sepan lo que es el Metro. Pero no seamos ingenuos: el día que realmente lo necesiten, cogerán el coche oficial (recuerden a Carmena o miren ahora a Colau). La solución no es perseguirles cada día para saber si mantienen la coherencia. La solución es arrancarles el poder de las manos y retomarlo nosotros; exigir menos normas y exigirles que ellos también cumplan la que aprueban (¿cuántas dimisiones ha habido en España en 2020 por esto?); acercar esas normas al ciudadano y reducir el ámbito de toma de decisiones (es más fácil controlar la coherencia diaria de un alcalde de un pueblo pequeño que la de un ministro); obligarles a usar los servicios públicos en igualdad de condiciones que los demás (y no, mudarse a 60km de distancia de tu barrio de origen para escoger la escuela pública deseada no es igualdad de condiciones); o mejor aún, exigir para nosotros el mismo grado de libertad de elegir que tienen ellos a la hora de acceder a esos servicios públicos (¡Muface para todos!).

En el impacto de las leyes también es importante el sesgo de renta-educación: sortear los peores efectos de cualquier medida arbitraria siempre es más fácil para los que tienen ingresos por encima de la media. O los que tienen amigos a los que pedir favores: para sortear una lista, conocer antes que nadie la aprobación de una medida, acceder a quién puede explicarte cuáles son las soluciones que necesitas, etc. Hablo de ese tipo de mini-corrupciones que todos aceptamos si podemos y con las que no sentimos que estemos haciendo algo malo. Aquí me incluyo yo mismo sin problemas: sé que mi año 2020 ha sido mucho menos complicado que el de una camarera a la que cerraron su bar durante seis meses o el de un dependiente de gasolinera que tenía que ir a trabajar y no tenía con quién dejar a los niños en casa.

El problema fundamental no es qué partido esté en el Gobierno. De hecho, la oposición suele poner poco empeño en estos temas porque en la mayoría de las ocasiones tiene vías de escape similares. Este 2020, es mejor ser Pedro Sánchez que Pablo Casado. Pero ya les digo yo que ni a Casado, ni a Arrimadas ni a Abascal les han fastidiado las normas covid como a usted. Cuando el Congreso aprueba excepciones (pensiones, dietas...) tienen siempre cuidado de que sean para todos los grupos. Hoy por ti, mañana por mí.

Y un apunte no menor: precisamente porque es tan importante controlarles, hay que mirar al controlador. Es decir, a nosotros, los periodistas. Tampoco somos un ejemplo de coherencia. Podríamos empezar con esto de las normas molestas relacionadas con la covid-19: que sí, que nosotros también las hemos cumplido... de aquella manera y casi siempre con más vías de escape que el ciudadano medio. No digo que hayamos estado de fiesta todo el año, tomando copas en las redacciones. Pero hemos sido una de las profesiones con más margen para organizarnos, sobre todo entre los que deciden, opinan, tertulianean. Lo que decía antes de Stalin y su mujer en el economato: les aseguro que si los directores de los periódicos madrileños hubieran tenido que estar dos meses encerrados en su casa de 65m2, sin salir de allí para nada, con tres niños de 6 a 10 años... habría habido más editoriales contra esa medida.

Todavía recuerdo, hace ya unos cuantos años, mi caída del caballo. Hacía muy poco tiempo que había comenzado mi carrera en los medios. En el periódico en el que trabajaba, se discutía uno de los primeros planes de conciliación anunciados por el Gobierno de turno. La conclusión estaba clara: "A favor, hay que impulsarlo, los horarios en España son absurdos". Pues bien, el tipo que escribía el editorial para fijar nuestra posición terminó de redactarlo ¡a las 22.30! Y no fue una excepción: ¿quieren saber cuántas comisiones del Congreso, de 4-5 horas de duración, se convocan a las 16.00-17.00? ¿Cuántas ruedas de prensa comienzan a las 18.00 o las 19.00? ¿Cuántos actos hay programados a las 20.00 ó 21.00? Cuidado, no digo que periodistas o políticos debamos dar pena por estos horarios un poco enloquecidos. Al que no le guste, que se busque otra cosa. Lo que me parece un insulto es que seamos periodistas y políticos los que señalemos con el dedo a los demás. Y que, cuando nos indican la incoherencia, pongamos esa mueca de "hombre, nosotros somos especiales, no como un consultor que está en Azca a las 20.00 terminando un informe; ése es un esclavo moderno y eso no se puede consentir". Ni siquiera es el caso más escandaloso: en pocos sectores se estira tanto la legislación laboral y el uso de becarios, contratos de formación, autónomos, etc. como en el sector que más lo critica... cuando lo hacen los otros.

De entre todas las razones que se dan para el crecimiento del populismo (algo que, por otro lado, cada día me parece más saludable), creo que la más importante es esa sensación de doble nivel de reglas y doble vara de medir. De élite que da lecciones que luego no se aplica. De una intervención asfixiante del Estado que asfixia sobre todo a los que no tienen vías de escape para evadirla. De economato en el que compran unos y tiendas especiales, de las que admiten divisas y productos extranjeros, para los privilegiados del Politburó y sus amigos.

En los días previos a esta Navidad, todos hemos visto las imágenes de larguísimas colas de ciudadanos que querían ver a sus familiares y que, de forma responsable y a veces con un elevado coste económico, se han hecho una PCR o un test de antígenos. En parte es lógico, porque todos queríamos hacernos la prueba a la vez y no había horas en el día para meternos a todos por el cuello de botella de los laboratorios. Pero lo que está claro es que ni Pedro ni Pablo han estado ahí ni han tomado ninguna medida para aliviar, aunque sea un poco, esa presión. Cuando ellos estuvieron cerca de un contacto o cuando sus familiares enfermaron o cuando simplemente querían mantener su agenda, los test y los resultados no escasearon. Les hicieron test incluso cuando la postura oficial del Gobierno era que no había que hacer pruebas a los asintomáticos porque podían dar lugar a falsos positivos o falsos negativos. No lo dude: si usted hace cola es, en parte, porque ellos no la hacen (y nosotros, cuando podemos, tampoco).

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