"La burocracia es una construcción por la cual una persona es convenientemente separada de las consecuencias de sus acciones", Nassim Nicholas Taleb, Skin in the game - Jugarse la piel.
Tengo que dejar de citar a Taleb. Empieza a ser preocupante. También es verdad que casi para cada cosa que escribo siento que tiene la respuesta en una frase.
El tipo es bueno incluso con los nombres. A veces, demasiado bueno. Por ejemplo, el título de su último libro -Jugarse la piel- enseña tanto como oculta. En un primer vistazo esa idea de jugarse la piel tiene mucho atractivo. Evoca a justicia. A que todos soportemos el peso (bueno y malo) de nuestras acciones. Y sí, algo de eso hay cuando advierte sobre políticos, consejeros delegados o profesores de universidad que toman decisiones o dan consejos en los que existe un enorme riesgo asimétrico: si salen bien, ellos ganan (quizás otros también, pero ellos, desde luego, serán muy beneficiados); y si salen mal, ellos no pierden (o pierden muy poco en relación al daño causado).
El ejemplo más bestia que usa Taleb es el de esos halcones de la política exterior que postulan intervenir en una guerra sabiendo que los que marcharán a Oriente Medio a jugarse la vida serán otros, no ellos ni sus hijos (como sí hacían, por otro lado, los señores feudales de la Edad Media o, a otro nivel, el propio Churchill). Si el presidente de EEUU o los senadores del comité de Asuntos Exteriores, viene a decir el libanés, tuvieran que dirigir a sus tropas en el campo de batalla... quizás no estarían tan tentados a involucrarse en conflictos en los que su país no se juega demasiado.
Pero hay algo más. Sería un error que nos quedásemos sólo con lo de la justicia y la reciprocidad. La clave del skin in the game no es sólo que sea más equitativo. Es que además es más eficiente. Sólo los que soportan las consecuencias de sus acciones aprenden realmente de ellas. Hay demasiados efectos que no se pueden explicar, conocimiento implícito que es imposible transmitir, aprendizaje que no se puede adquirir en un libro o un informe.
En política por ejemplo, de todas las campañas de imagen a las que nos tienen acostumbrados nuestros líderes, una de los pocas que me parece que tiene algún sentido es el postureo-Metro: me refiero a esos nuevos alcaldes que se vanaglorian de viajar cada día en transporte público. Y sí, sé que esto habría que verlo, porque en muchos casos la coherencia dura lo que la foto en la portada del periódico del día siguiente. Pero si fuera cierto, estaría bien. Si quieres saber lo que piensa un usuario... tienes que ser un usuario. También es cierto que habría que recordar a estos mismos políticos, sobre todo a la izquierda, que no todos sus ciudadanos viajan en metro o autobús: hay que turnarse, un día al metro y al siguiente, a las 8.30 a la M-30, para ver lo que se siente ahí, atrapado en un atasco. En cualquier caso, lo que es evidente es que el madrileño medio (o parisino, o londinense) no acude a su trabajo cada día en coche oficial. Repetimos, no es sólo por justicia o imagen: es que, si no lo vives, ningún informe sobre la evolución del tráfico o las facilidades de aparcamiento en el centro te servirá de mucho.
¿Poca experiencia?
Sobre la clase política actual, por ejemplo, denunciamos a menudo su escasa preparación. Y es cierto que hay ejemplos llamativos y que la comparación con los miembros de la generación de la Transición es, en ocasiones, sangrante. Pero también creo que muchas veces exageramos. La ilusión del pasado nos puede y nos olvidamos de que también en los años 70-80 algunos de los personajes más relevantes de nuestro panorama político tenían tirando a pocas lecturas. Si fueron buenos o malos no fue precisamente porque pudiesen citar de memoria a Cicerón, Locke o Tocqueville.
En la misma línea, señalamos su falta de experiencia, sobre todo en el sector privado. Aquí sí nos acercamos más a esa idea a la que aludía antes de que se aprende más si te toca vivirlo en primera persona. ¿Cuántos, de entre los 350 diputados y los 265 senadores: (1) han montado una empresa, (2) han cobrado fuera del partido durante un 20-30% del tiempo de su vida activa, (3) han tenido un contrato temporal en los últimos 10 años, (4) han trabajado en una fábrica, un hotel, una explotación agrícola, (5) han tenido trabajadores a su cargo y a su coste, (6) tienen titulaciones de carácter técnico, ya sea de FP o de carreras de la rama de ingeniería o ciencias?
Probablemente, a todas estas preguntas y a otras similares la respuesta sería "Pocos, menos de los que sería necesario". El retrato robot del político español es el de un licenciado en Economía, Derecho, Políticas (o alguna otra carrera similar), muchos de ellos funcionarios o con empleos en organismos públicos; que desde muy joven entró en política o se relacionó con algún partido desde el ministerio o la consejería en la que estaba empleado; y que se ha mantenido a sueldo de la administración o el partido casi toda su vida profesional. No todos son así ni meterte en las juventudes de un partido con 20 años es como vivir en Marte: se puede mantener el contacto con la realidad también desde Génova y Ferraz, pero bastante de esto sí que hay. Y esto vale para PP y PSOE, pero también para muchos de los recién llegados: en Podemos o Más País, desde luego cumplen este perfil; en Ciudadanos o VOX han intentado que hubiera algo más de variedad.
En cualquier caso, esta columna no iba de esta cuestión, que ya es casi un lugar común. Todas estas vueltas son para decir que a mí me preocupa más el exceso de experiencia que se deriva de ese perfil, que las carencias que a veces denunciamos. El problema no sólo es la falta de preparación: desde Calviño a Escrivá, pasando por Duque o Castells, hay ministros, en éste y en los demás gobiernos, con excelentes CV (también los hay que apenas podrían rellenar medio folio, eso es cierto). El problema es lo que esa experiencia te ha enseñado y para qué te predispone.
La carrera laboral de un político profesional, un profesor de universidad o un funcionario tiene muchos puntos en común:
- tienes que concentrar mucho trabajo en pocos años, normalmente en tu juventud, con un objetivo determinado que se sustancia en una prueba a todo o nada (unas elecciones, un examen, una oposición, una plaza en el departamento y la universidad deseados...);
- si no logras el objetivo marcado (por ejemplo, porque no sale la plaza o tu corriente dentro del partido es derrotada) te puedes quedar sin nada y todo ese esfuerzo se pierde (o casi, porque siempre hay alguna salida);
- a cambio, si superas el examen, disfrutarás de una enorme tranquilidad: tu carrera laboral está resuelta y sabes que siempre habrá un lugar al que volver si las cosas salen mal (incluso, puedes probar otras cosas, sabiendo que dispones de una sólida red de seguridad);
- y, por supuesto, el desempeño diario apenas tiene impacto en tu situación ni hay un sistema de premios-castigos asociado al mismo. Puede haber métodos de medición, pero no hay un cliente al que rendir cuentas, que te castiga de forma inmediata y te hace saber que ya no le aportas el valor suficiente como para que te siga pagando.
Saben aquello de que al que tiene un martillo todos los problemas le parece que tienen forma de clavo. Ahora piensen en un Congreso o un Consejo de Ministros monopolizado por profesionales que se han formado en este entorno, que no tiene nada que ver con el día a día del empresario o trabajador medio del sector privado. ¿Saben que existe otra realidad? Sí, han leído de ella. Incluso se la han contado, en ocasiones amigos o familiares cercanos. Pero, ¿cuánto tiempo han estado expuestos a la misma? ¿qué saben del mercado real: el de los clientes que pagan tarde, los proveedores que aprietan, la competencia de un nuevo producto que acaba de sacar una empresa alemana, la diferencia entre el plazo para pagar impuestos y el plazo para cobrar las devoluciones de Hacienda?
Cuidado, también hay otros aspectos en los que este tipo de perfiles podría dar lecciones: intuyo que hay pocas experiencias más estresantes y duras en la vida que los días previos al examen de una oposición. No quiero decir aquí que no se lo hayan currado o pintar la caricatura facilona del funcionario acomodado: lo que digo es que esta experiencia tiene muy pocos puntos en común con la del trabajador medio del sector privado. En el mercado no suele haber ese tipo de pruebas a todo o nada de las que hablábamos antes, la realidad es mucho más parecida a un examen continuo y con múltiples interacciones. Casi ninguna empresa triunfa o quiebra porque consiga o se le caiga un cliente o un contrato.
De hecho, por todo esto, un Congreso en el que sólo hubiera empresarios tampoco funcionaría. No tendría sentido que no hubiera nadie, entre quienes vayan a elaborar las leyes, que conozca por dentro la Administración, cómo piensan los funcionarios, los incentivos que les mueven o el día a día en un Ministerio.
Facturas sin pagar
Y que quede claro que no hablamos sólo de experiencia profesional. Va mucho más allá: si nunca has estado pendiente de una factura sin pagar... es muy difícil que legisles pensando que hay facturas sin pagar. No lo digo por decir: esto de la experiencia nos pasa a todos. También a los periodistas. En realidad, este artículo empezó a escribirse la semana pasada, cuando terminaba la columna sobre las propuestas para implantar la semana de cuatro días. Más allá de la discusión económica, lo que me llamó la atención es el contexto en el que Errejón, Iglesias, Díaz... y yo mismo comentábamos la medida, tanto a favor como en contra: el contexto de unos tipos que trabajan con un ordenador, que pueden organizar con bastante libertad su jornada, que ya pasan parte de su día a día teletrabajando desde casa, etc. Estaba terminando el artículo cuando pensé que a una cajera del súper o a un camarero o un taxista todo aquello le sonaría a chino. Para su trabajo, la discusión sobre productividad o sobre hacer en 32 horas lo mismo que antes hacías en 40 es absurda.
Ahora que los temas de moda son los 140.000 millones que nos van a llegar de Europa, la salida de la crisis de la covid-19 o el cambio de modelo productivo, me temo que las anteojeras de la política estrecharán todavía más el campo de visión. No ha habido apenas iniciativas (que yo sepa, de ningún partido) que planteasen algo tan sencillo como que los fondos europeos se destinaran a rebajas de impuestos, para que fueran los trabajadores y empresarios los que decidiesen dónde podían usarse mejor (aquí lo explicaba hace unos meses, con mucha claridad como casi siempre, Benito Arruñada). La discusión gira alrededor de dónde gastar esos fondos y cómo controlar su destino. Pero el punto de partida es que la decisión tienen que tomarla ellos.
En esa postura hay algo de ideología: no es el tema de este artículo, pero es la otra pata preocupante de la política española, lo poco presentes que están las opciones no intervencionistas (incluso entre los que se llaman liberales).
Pero el problema no es sólo ideológico. Intuyo que hay también una razón que diría casi vital: es que no se les pasa por la cabeza. Llevan toda la vida en un entorno en el que la burocracia es la que reparte los fondos. Lo han hecho toda su vida. Y muchos sienten que ellos son honrados y que lo hacen buscando el bien común. Son rentistas que vigilan, controlan, organizan, respiran... como rentistas. No hay mayor monopolio que el que tiene un funcionario sobre su plaza, no sujeto a ninguna competencia. Si vives en el monopolio cada día, tu marco mental es el del monopolio.
Mi desconfianza de la política nunca se ha basado en que piense que los que se dedican a esta tarea sean malas personas. Entre los que yo he conocido, hay de todo (también es verdad que suelen empeorar una vez entran en ese juego, porque es un entorno que premia la mentira, el cinismo y la doblez; y en demasiadas ocasiones castiga a las buenas personas y a los que son honestos). En realidad, mi creciente escepticismo tiene más que ver con la constatación de que es la actividad con menos skin in the game que pueda imaginar. Y justo a continuación van profesores universitarios, funcionarios y, sí, por supuesto, periodistas y opinadores varios.
No se juegan (no nos jugamos) la piel y eso se refleja en los dos sentidos apuntados anteriormente: por un lado es cierto que no soportan las consecuencias de sus actos; pero también lo es, y casi me parece más importante, que toman constantemente decisiones sobre ámbitos en los que no tienen la más mínima experiencia ni conocimiento vital adquirido. En realidad, tienen mucha experiencia... de la mala. No es que se equivoquen, simplemente están haciendo lo que les enseñaron, lo que han vivido, lo que a ellos les ha funcionado. Sería hasta ilógico que hicieran lo contrario.