He sostenido en varias ocasiones que Argentina sólo tiene una salida: desaparecer como estado dando lugar a tantos nuevos estados como provincias autónomas tiene. En el fondo, lo que apunto es que un estado para existir necesita ser soberano fiscalmente, algo que no ocurre en Argentina. Las provincias autónomas han campado por sus respetos y han convertido en papel mojado cualquier acuerdo de intenciones del Gobierno central con el Fondo Monetario Internacional. Han dilapidado así, todo un capital de confianza. Incluso han llegado a emitir moneda, negándole ya la última de las soberanías que en materia económica le queda a un gobierno.
Si desaparece el Estado argentino, cada antigua provincia (como nuevo estado) sería responsable de sus actos y no podría acudir a una instancia superior a la que pedir ayuda o en la que descargar sus culpas. En cualquier caso, cada provincia autónoma evolucionaría de un modo diferente y se establecería, probablemente junto con Uruguay por razones geográficas y de tamaño, una competencia entre estados muy beneficiosa. La deuda pública argentina se daría así totalmente por perdida, pero nadie podría acusarles de haber repudiado la misma o de haber realizado una refundación fraudulenta, como ha ocurrido en alguna ocasión en otras latitudes. Es cierto que los nuevos estados heredarían la desconfianza que ahora tiene el sistema financiero internacional hacia los gobernantes argentinos, pero esta sería la única posibilidad de separar el grano de la paja, o de dar la posibilidad a una nueva clase de gobernantes en alguna de las provincias.
Siempre que expongo estas idea encuentro la misma objeción: los argentinos son muy nacionalistas, no estarían dispuestos a desaparecer como nación. Es claro que mientras no superemos el esquema decimonónico de la Nación-Estado no podremos solucionar muchos de nuestros actuales problemas. Argentina tiene ahora una oportunidad para darle una lección al mundo.
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