Mientras varios millones de autónomos arrostramos desde el marzo pasado mutilaciones muchas veces brutales de nuestros ingresos y otra media España, la que trabaja por cuenta ajena, subsiste aferrada a la angustia vital de cuál habrá de ser la fecha de caducidad de los ERTE, la coalición de gobierno que se dice progresista ha acordado premiar a todos los funcionarios españoles, todos, sin excepción, con una subida general de sus salarios; incremento universal del poder de compra de los empleados públicos vitalicios cuyo alcance exacto aún no se puede saber con precisión. Y es que al porcentaje acordado ahora por Podemos y PSOE habrá que sumar la prima adicional que les supondrá la muy previsible deflación, o sea la reducción general del nivel de precios, que presentará la economía española al final de 2020. A falta de un premio, dos. Porque no estamos hablando de médicos, enfermeros, sanitarios en general y demás servidores públicos que realizan un muy meritorio esfuerzo extraordinario a causa de la pandemia. No, hablamos de todo tipo de empleados estatales, algo más de tres millones de personas, todas ellas poseedoras del inmenso privilegio de tener garantizado un empleo hasta el fin de sus días como miembros de la población activa.
¿Cómo se justifica, y además desde una óptica que se quiera de izquierdas, priorizar en medio de un colapso atroz de la economía a los catedráticos universitarios de Filosofía o a los cuerpos técnicos del Ministerio de Agricultura, por ejemplo, frente al resto de la población española? No se justifica de ninguna de las maneras porque es a todas luces injustificable. Se racionaliza y se vende, que son asuntos bien distintos. Compárese ese muy castizo y muy multitudinario tropel hispano blindado contra los avatares imprevisibles del mercado con el civil servant, su teórico equivalente en el Reino Unido. Una selectísima minoría dentro de la plantilla total de los asalariados en nómina el Estado británico que, al modo de cualquier auxiliar administrativo de cualquier ministerio madrileño, goza allí del excepcional estatus de funcionario inamovible. Solo la crónica hipertrofia funcionarial en la clase política española, algo que por norma consuetudinaria lleva a que más de la mitad del Hemiciclo esté integrado siempre por funcionarios de carrera explica algo tan inexplicable –y tan silenciado al discreto modo por todos los partidos– como ese regalo a los suyos.