Mantra insistente de la izquierda, el escudo social se muestra a los ciudadanos como la otra manera de abordar la crisis. Es decir, la forma opuesta a la de los recortes —que se atribuyen a la derecha, como si no hubiese sido José Luís Rodríguez Zapatero el que impulsó una política de austeridad cuando se vio acorralado por las consecuencias de su insensatez al abordar la crisis financiera que se desencadenó, más simbólica que realmente, el 15 de septiembre de 2008 al quebrar Lehman Brothers— y la estabilidad presupuestaria —también arbitrada por el PSOE con la reforma, en 2011, del artículo 135 de la Constitución; y por cierto, sistemáticamente incumplida por los gobiernos populares presididos por Rajoy—. El escudo social es así, según los vientos que corren en la izquierda, un nuevo modo de abordar los problemas económicos a partir, eso dicen, de los intereses de las clases populares y no de la voracidad de los ricos.
Esa izquierda que ahora manda —aunque más bien parece que, como apuntó Antonio Scurati refiriéndose a los fascistas italianos de la primera hora, han venido a participar en minuetos de revolución— cree que gobernar consiste en llenar con profusión las páginas del Boletín Oficial del Estado, un día tras otro, sacando titulares rimbombantes, aunque sin tener en cuenta que las normas decretadas hay que administrarlas, pues de otro modo se convierten en papel mojado. Esto es lo que ha pasado, en gran medida, con el escudo social, tal como mostraré a continuación.
Ese escudo se ha sustentado sobre cuatro basamentos: la moratoria de hipotecas y créditos, el aplazamiento del pago de alquileres, las prestaciones extraordinarias por cese de actividad para autónomos y empleadas del hogar, y el ingreso mínimo vital (IMV).
La moratoria legislativa de las hipotecas se estableció inicialmente, en el mes de marzo, solo para los créditos relacionados con la vivienda habitual, aunque más tarde se extendió a los inmuebles utilizados en las actividades económicas y a las viviendas distintas de la habitual en situación de alquiler, así como a los créditos sin garantía hipotecaria concedidos a personas en situación de vulnerabilidad económica. Posteriormente, ya en mayo, se reguló un régimen especial para amparar los acuerdos de suspensión concertados por los bancos y sus clientes a través de las asociaciones representativas de distintos sectores. Y en julio se decretaron nuevas moratorias legislativas referidas al sector turístico y el transporte público de mercancías y el discrecional de viajeros. Es la única medida del escudo social que ha funcionado con agilidad y eficacia, tal vez porque los encargados de gestionarla han sido los bancos y porque éstos han encontrado en ella un procedimiento fácil y sin coste para evitar el crecimiento descontrolado de la ratio de morosidad.
Según el Banco de España, más de 1,7 millones de personas han podido ver aplazadas sus obligaciones de devolución de créditos con los bancos, pues éstos han aceptado el 89%de las solicitudes presentadas por sus clientes. Éstos han sido, sobre todo, trabajadores asalariados (75%), y el resto, autónomos (25%). Los beneficiarios superan el siete por ciento de la población activa existente en el primer semestre de 2020. Sin embargo, las deudas aplazadas —49.000 millones de euros— suponen una proporción del saldo total de préstamos del sistema crediticio de tan sólo el 3,7 por ciento, la mitad de la anterior, lo que puede ser un indicador del bajo nivel de renta de los adjudicatarios de las moratorias y suspensiones de créditos —e indirectamente de su elevado riesgo de insolvencia en circunstancias de constricción de rentas, como las que han caracterizado la crisis del Covid-19—. Aclaremos, además, que los costes de estos aplazamientos de deudas los asumen enteramente sus solicitantes, de manera que no hay recursos públicos implicados en las operaciones correspondientes. La cuantía de esos costes se desconoce, aunque la Asociación de Usuarios Financieros, en un estudio de simulación, estimó que, para una hipoteca media, sería del orden de mil euros adicionales que se añadirían a la deuda pendiente del prestatario.
En cuanto a la moratoria de alquileres, el sistema arbitrado para las personas afectadas por el Covid-19 que no pueden hacer frente a su pago, consiste en el aplazamiento de la deuda contraída con el arrendador mientras dure la situación de vulnerabilidad. También se han establecido préstamos sin intereses y ayudas directas para hacer frente a los pagos. No se dispone de ninguna estadística detallada acerca del alcance de esta medida, por lo que no puede valorarse su efectividad. No obstante, en la Actualización del programa de estabilidad de 2020, el gobierno informó de una dotación de 300,7 millones de euros para ayudas al alquiler, lo que equivale a tan sólo el 0,024 por ciento del PIB.
Las prestaciones extraordinarias por cese de la actividad para los autónomos y empleadas del hogar no han estado exentas de problemas. Se establecieron a raíz del estado de alarma por el tiempo que durara éste por una cuantía equivalente al 70 por ciento de la base de cotización hasta un máximo mensual de 1.210 euros, en el caso de los autónomos con hijos a su cargo, y de 950 euros, en el de las empleadas del hogar. En principio, la prestación ha durado tres meses, aunque, debido a las presiones ejercidas por las asociaciones de autónomos, se prorrogó para éstos por otros tres meses, reconociéndoseles además una exención de cotizar a la Seguridad Social del 100% en julio, el 50% en agosto y el 25% en septiembre, siempre que su facturación hubiese descendido en tres cuartas partes como consecuencia de la crisis epidémica.
Sobre los resultados de estas medidas, la Seguridad Social sólo ha publicado datos parciales. Se sabe que, entre marzo y junio, se denegaron bastantes peticiones a los autónomos con la excusa de que no acreditaban suficientemente su cese de actividad. No obstante, al final de ese período había, según una nota de prensa del ministerio del ramo, 24.313 personas cobrando la prestación por un importe medio de 1.028,3 euros mensuales. En la misma fecha, atraídos sin duda por la exención de cotización, se había reconocido la nueva prestación prorrogada hasta septiembre a 115.103 solicitantes, siendo el importe medio mensual de 1.063,4 euros. Y también había 1.168 trabajadores autónomos de temporada en la nómina de la Seguridad Social. En total, 140.584 individuos, es decir, apenas el 4,3 por ciento de los autónomos afiliados. Si estas cifras se proyectaran a los tres meses de duración de cada una de las dos modalidades de la prestación por cese, tendríamos un coste para el sistema de Seguridad Social de algo menos de 450 millones de euros, lo que equivale al 0,036 por ciento del PIB.
En cuanto a las empleadas del hogar, según el Secretario de Estado de Empleo, a la altura del mes de julio se habían presentado 32.020 solicitudes de la prestación por cese. Si esta cifra fuera correcta, significaría que sólo el 8,6 por ciento de las afiliadas al correspondiente régimen de la Seguridad Social, habrían demandado la ayuda extraordinaria del Estado. Sin embargo, hay que añadir que, en la misma fecha, el SEPE únicamente había reconocido la prestación a 67 trabajadoras; una cantidad ínfima cuya justificación se basa en excusas como la de que este organismo está colapsado o la de que no hay experiencia previa en la materia. En todo caso, queda claro que en el ministerio de Trabajo no ha existido ni la diligencia debida ni la competencia profesional necesarias para resolver este tipo de problemas que, como veremos a continuación, también se extienden al ministerio de Seguridad Social. El escudo social hace agua, así, debido a la incompetencia de sus gestores.
El último elemento de ese escudo es el Ingreso Mínimo Vital (IMV). La creación de este subsidio destinado a reducir la pobreza extrema tuvo lugar en junio. Su cuantía mínima se fijó en 462 euros mensuales para las personas adultas sin cargas familiares, pudiéndose llegar hasta un máximo de 1.015 euros en el caso de las familias formadas por dos adultos y más de dos niños. El gobierno estimó que, cuando el IMV hubiera alcanzado su plenitud, una vez puesto en marcha, podría llegar a beneficiar a unos 850.000 hogares, con un coste del 0,24 por ciento del PIB, equivalente a 3.000 millones de euros anuales —es decir, una media de 3.530 euros por hogar—.
La puesta en funcionamiento del IMV ha sido un cúmulo de problemas. Como punto de partida, el gobierno reconoció de oficio la prestación a unos 76.000 hogares que recibían de su Comunidad Autónoma de residencia un subsidio de similar naturaleza. Pero, a la altura del mes de septiembre, no se había ido mucho más allá. Para esas fechas, se habían presentado 900.000 solicitudes —de las que un 7,5 por ciento estaban duplicadas, con lo que quedaban en 833.000—, pero tan sólo habían podido ser estudiadas 330.600 —el 40 por ciento— con el siguiente resultado: 85.000 aprobadas, cifra en la que se incluyen las reconocidas por oficio, y las demás denegadas por exceso de patrimonio de los solicitantes o paralizadas a la espera de que los peticionarios aporten documentación adicional. Por tanto, tenemos una tasa de aprobación de tan sólo el 26 por ciento, que podría elevarse hasta el 75 por ciento si todas las demandas cuya documentación es incompleta llegaran a buen puerto. Si estos resultados se proyectan sobre el total de solicitudes, tendríamos que los hogares beneficiarios del IMV estarían en torno a los 625.000, muy lejos de la cifra anunciada por el gobierno. Y lógicamente, el coste del programa se podría valorar en el 0,18 por ciento del PIB.
En resumen, sumando todos los subsidios tendríamos que el valor del escudo social llegaría, en el supuesto máximo, a tan sólo el 0,24 por ciento del PIB. Un magro resultado que no avala los discursos rimbombantes del gobierno con su supuesta apelación a una política diferenciada de la que se atribuye a la derecha. Con esa dimensión y con los problemas burocráticos aún no resueltos, esa política, de momento, ni es ni lo uno —escudo— ni lo otro —social—.