Una de las cosas de la que nos estamos dando cuenta en estos momentos de grave crisis, en su doble vertiente -sanitaria y económica-, que vivimos es que no tenemos líderes que se echen el país a la espalda y que, con todas las dificultades que existan, pero con toda la determinación, valentía, coraje y claridad, marquen un camino eficiente para salir de este atolladero.
Empezó mal la gestión, siguió mal y va a terminar mal. Desde el principio, muchos políticos y medios de comunicación trataron de postergar la economía frente a la sanidad, de manera que llamaban despiadados y egoístas a cualquiera que advirtiese del grave problema económico que se iba a generar con las medidas tan duras y absurdas de cierre productivo. Quienes criticaban las medidas que estaban arruinando a la economía, lo hacían porque la economía lo es todo: no se puede hablar de sanidad sin hacerlo de economía, porque sin ésta no habrá aquélla; no hay educación sin economía; no hay transporte sin economía; tampoco hay empleados públicos sin economía; las pensiones no podrían mantenerse sin economía. Ninguna de estas actuaciones podría llevarlas a cabo el sector público sin economía, porque no tendría recursos para financiarlas, y, por supuesto, tampoco podrían existir en su vertiente privada, porque no habría poder adquisitivo para comprarlas.
Que unos padres puedan comprar alimentos para sus hijos, o ropa, o calzado, es economía. Que cada mañana muchos millones de personas puedan tener un puesto de trabajo, es economía. Que ese trabajo pueda ser presencial y los trabajadores bajen a tomarse un café, un pincho de tortilla o a comer -ya sea menú del día o a la carta-, es economía. Como es economía el poder ir al cine, celebrar una cena con amigos o ir de vacaciones a cualquier otro lugar. Todo ello es economía.
Sin economía, como digo, no habrá recaudación suficiente para mantener los servicios públicos esenciales, y, por tanto, habrá una peor sanidad, y, con ello, peor atención y más muertes por todo tipo de enfermedad. Sin economía, no habrá empleo; y sin empleo, no habrá ingresos familiares; y sin ingresos familiares, no habrá ni consumo ni ahorro. Sin ese consumo, no habrá producción, porque nadie la comprará, y sin ese ahorro no habrá inversión, porque nadie la financiará; eso también es economía.
Sánchez nos ha metido en lo que parece que puede ser la hecatombe económica por no cerrar las fronteras con China a finales de enero e inmediatamente después también con Italia, y por no haber tomado medidas suaves que evitasen la propagación del virus, al tener la vista puesta en la manifestación del domingo ocho de marzo. Posteriormente, decretó el cierre de la actividad productiva, provocando la ruina de muchas familias y empresas. Después de casi cien días de estado de alarma, se desentendió de sus obligaciones y dejó que las comunidades autónomas, sin recursos legales para ello, combatiesen la enfermedad, lo que provocó una gran descoordinación.
Esa descoordinación regional y el cierre durísimo que aplicó Sánchez con el estado de alarma, sembraron de desconfianza nuestra economía, expulsando inversiones nacionales y extranjeras; espantando, en definitiva, actividad económica y puestos de trabajo. Y eso también es economía.
Ahora, tras tres meses en los que no se ha hecho lo suficiente, por no decir prácticamente nada, para controlar mejor la enfermedad, pese a que la agresividad del virus no es tanta de forma generalizada, sólo se piensa en volver a un nuevo encierro global, sin otra alternativa, con el que ya se le daría la puntilla a la economía. Ojo, los cierres parciales tampoco generan confianza, socavan la confianza económica y asfixian a los empresarios de las actividades comerciales, hosteleras, turísticas y de ocio, directamente, y al resto indirectamente. Que toda solución, en pleno siglo XXI, sea volver al medievo, no parece muy razonable ni eficiente.
Los políticos y gestores están hundiendo la economía. De todos ellos, el máximo responsable, tanto por rango como por las decisiones que ha tomado, es el presidente Sánchez, de manera que es a quien hay que atribuir, por lo menos, el 95% del desastre generado. Ninguno parece querer darse cuenta de lo que están haciendo con sus decisiones con cada línea que escriben en los boletines oficiales para restringir la actividad económica. Deberían aplicarse una bajada del 10% de su sueldo con cada nueva restricción que decreten, no por tener un sueldo alto, que no lo tienen en base al nivel de responsabilidad que conlleva el cargo-otra cosa es que los que ejercen tengan formación adecuada para esos puestos-, sino para que notasen el quebranto que infligen a muchas familias y empresas con sus prohibiciones. A lo mejor se lo pensaban dos veces antes de hacerlo.
El resultado es que la economía se hunde y el drama social que provoca se acrecienta. Las colas del hambre que, desgraciadamente, han vuelto a España, aumentan. Eso es una triste consecuencia económica. La desesperación de las familias por no poder dar de comer a sus hijos es una triste consecuencia económica. Los robos y pillaje que puede llegar a haber también, de darse -ojalá que no- serán una triste consecuencia económica.
Se está gestionando con la mirada puesta simplemente en el mercado de votos, en la propaganda, en los golpes de efecto. Eso nos lleva a contar con la peor gestión de la crisis de todo el mundo: somos uno de los países más afectados por el virus desde el punto de vista sanitario y el que más sufre las consecuencias económicas. ¿No lo estarán haciendo muy mal? ¿No demuestra eso que esas medidas tan duras y nocivas no sirven para mucho? ¿No sería mejor centrarse en lo eficiente, como test, rastreadores, cumplimiento de normas prudentes y protección de la población vulnerable? Si se sigue gestionando como hasta ahora, así de mal, a golpe de ocurrencia, con vaivenes, con permanente inseguridad, sólo se conseguirá terminar de agravar la situación: el virus no se controlará y, además, la ruina económica llegará. Y con la ruina económica irá de la mano el drama social que ya empezamos a ver. No es economía o sanidad; es que sin economía no hay ni sanidad ni nada. Se trata de sobrevivir lo mejor posible, y para eso hay que actuar con valentía y con eficiencia, no con propaganda.
Es un tiempo aciago en el que nos encontramos ayunos de grandes gestores. En ese tiempo aciago la nave la pilota Sánchez y el resto le sigue hacia el precipicio. Habrá un momento en el que se darán cuenta de lo que están provocando y, en ese instante, se llevarán las manos a la cabeza, pero puede que entonces sea ya demasiado tarde para la economía y para lo que ésta supone: la vida, la prosperidad y los servicios que procura.