En estos tiempos convulsos que vivimos desde que el virus se extendió y su infección fue declarada pandemia, nos encontramos con el inmenso dolor por los fallecidos, vidas que ya nunca recuperaremos, el respeto por la enfermedad y la zozobra económica que nos invade como consecuencia de las duras medidas que fueron decretadas que paralizaron la actividad económica. Han sido seis meses de errores constantes, de improvisación sanitaria y de medidas que están arruinando la economía, como veremos a continuación.
Primero, el Gobierno -a lomos de muchos medios de comunicación- pretendió desviar la atención sobre la situación con arengas del presidente del Ejecutivo, comparecencias interminables donde alguien le dijo que tenía que parecerse a Churchill, envolverse en un lenguaje metafóricamente bélico y mostrar un espíritu paternalista hacia los españoles. Unido a esas soflamas interminables de cada sábado o domingo -en ocasiones, ambos días- se unían las comparecencias permanentes de ministros, altos cargos y altos mandos militares, donde los vaivenes fueron continuos, muchas intervenciones poco oportunas y la rectificación una constante.
Como colofón a un plan de reactivación por fases, que ellos llaman "desescalada", hacia lo que bautizaron como "nueva normalidad", cuando lo que necesitamos es la normalidad de siempre, sin adjetivos, el Gobierno lanzó un eslogan más, donde, con al menos treinta mil muertos -si no, 50.000-, dijo que salimos más fuertes de la crisis, cuando ni estamos más fuertes -miles de compatriotas fallecidos y una economía hundida- ni salimos de ninguna crisis, pues la sanitaria estará presente en mayor o menor medida hasta que se logre mitigar con un medicamento o una vacuna y la económica puede que no haya hecho nada más que comenzar.
Paralelamente, e incidiendo en el plano económico, laboral y empresarial, emitió una serie de anuncios que tardó en poner en marcha y de manera dosificada -los avales-, que tardó en pagar -los ERTE-, que arruinan a las empresas -la no condonación de impuestos-, que pueden condenar a muchas pymes al cierre -la prohibición de despedir y el impedimento a reestructurar la plantilla tras salir de un ERTE, salvo que se considere que hay riesgo de concurso- y que generan inseguridad e incertidumbre -como el pacto firmado por el PSOE, Podemos y el antiguo brazo político de ETA para derogar la reforma laboral, derogación en la que sigue insistiendo a día de hoy-. Todo bastante mal gestionado, donde Calviño e incluso María Jesús Montero -al fin y al cabo, la ministra de Hacienda ha gestionado la consejería del ramo en Andalucía y sabe que el populismo tiene un corto recorrido, incompatible con la gestión- no terminan de lograr imponer una cierta ortodoxia frente al ala podemita del Gobierno. Y no terminan de imponerla porque el presidente del Gobierno sólo tiene como objetivo permanecer en el poder, y si para ello tiene que adoptar la política económica de Podemos, lo hará.
Todo ello, hace que muchos países europeos desconfíen no de España, sino del actual Gobierno español, por el hecho de que tiene en su seno a cinco ministros comunistas que crean inseguridad jurídica e incertidumbre en muchos ámbitos y, sin duda, especialmente en el económico. Esto ha hecho que la Unión Europea vaya a exigir unas condiciones de cumplimiento en los fondos no reembolsables que se ve difícil que un Ejecutivo con comunistas en su interior asuma, pese a que por el bien de la economía española y del puesto de trabajo de cientos de miles de españoles debería hacer. Son condiciones ortodoxas, que pretenden evitar que la demagogia populista dilapide el dinero.
Pues bien, tras el encierro al que llamaron confinamiento, el miedo introducido a los españoles con el virus -lógico terror después de la pésima gestión del Gobierno de Sánchez, que motivó el colapso de la sanidad, elemento que elevó exponencialmente el número de fallecidos, por precaria atención, y que ha dejado en el recuerdo de los españoles un auténtico pánico-, y la refriega por los fondos europeos, junto con el recuento al minuto por parte de los medios de comunicación de los nuevos contagios -a los que llaman rebrotes, cuando, realmente, no son tales, sino contagios como los de antes, que nunca ha dejado de haber-, y la temporada vacacional recién terminada -extraña y con escaso éxito, pero vacacional-, aparece el horizonte económico que puede esperarnos y que en buena parte ya vivimos cada vez más, desgraciadamente, al actuar como una potente anestesia que no deja ver con claridad el presente y el futuro.
No hace falta nada más que darse una vuelta por Madrid, por ejemplo, para constatar el derrumbe económico que ha comenzado. En lugares comerciales de mucha importancia, como Argüelles o el barrio de Salamanca, aparecen en cada manzana varios locales cerrados. Y si eso sucede en Madrid, motor económico nacional, qué no sucederá en otros lugares.
Junto a ello, esforzados hosteleros que han abierto y a los que las cuentas no les cuadran entre las restricciones, el miedo y los vaivenes que les imponen todavía más limitaciones, elementos que les ha hecho cerrar ante la inviabilidad económica. Muchos otros, expectantes para abrir en octubre con la esperanza de poder retomar un ritmo de actividad que les permita ir regresando a sus números, aunque con un inmenso interrogante, pues el trabajo a distancia, la reticencia a ir a comer fuera de casa y la merma de renta disponible y el incremento del ahorro por motivo precaución, restan posibilidades a dichos negocios.
Mientras tanto, cientos de miles de nuevos parados y otros tantos afectados por ERTE sin reincorporar, así como una gran cantidad de los reincorporados, no saben si podrán encontrar un nuevo puesto de trabajo, retomar el que tienen suspendido o mantener al que han vuelto, respectivamente.
Todo ello, no lo percibimos todavía en toda su intensidad, pero, desgraciadamente, aparece. Cada día desde el decreto de cierre de actividad en marzo, y también desde el inicio de la reapertura, se ven más carteles en los que se indica que un local “se vende” o “se alquila” o que un negocio “se liquida” o “se traspasa”. En las últimas semanas, el incremento de dichos letreros ha sido muy importante.
El Gobierno debe iniciar cuanto antes un plan ambicioso de reformas que genere expectativas positivas a inversores y consumidores, para poder asentar los cimientos de una recuperación sólida, rápida, fuerte y sostenible. Debe flexibilizar el mercado laboral, profundizando en ese sentido en la reforma laboral; debe poner orden en las finanzas públicas, eliminando todo gasto no necesario, reformar el sistema de pensiones para garantizar su viabilidad -si no se hace nada, corren riesgo las pensiones- y debe dar seguridad jurídica a los agentes económicos, al tiempo que debería pensar en reducir el impuesto de sociedades para atraer inversiones productivas con las que generar actividad económica y puestos de trabajo.
Si el PSOE no puede hacer eso con Podemos en el Gobierno, debería prescindir de él y buscar un pacto de Estado con el PP. Es más, si para ese pacto de Estado con el principal partido de la oposición y con otros partidos constitucionalistas, el PSOE ha de prescindir de Sánchez porque se enroca y no admite cambiar el rumbo de la política económica, los socialistas deberían buscar a otro socialista para encabezar el Gobierno, porque España no puede permitirse ahora ni frivolidades ni populismos irresponsables. Es preciso aplicar una política económica ortodoxa -socialdemócrata o liberal, pero ortodoxa- y estabilizar la situación.
Si no se hace, ese panorama sombrío se intensificará y consolidará tras octubre y el drama social puede cobrar unas dimensiones nunca antes conocidas, al menos desde la Guerra. Han sido seis meses horribles y con la actitud del Gobierno la perspectiva parece incluso peor.