¿Por qué existen las empresas? Lo damos por hecho porque están ahí desde hace tanto tiempo y son tan relevantes y omnipresentes en nuestra forma de vida que la pregunta parece absurda. Pero no lo es.
Por la parte del empresario, éste adquiere una serie de obligaciones con sus trabajadores (la fundamental, pagarles el sueldo) que, en teoría, podría evitar buscando acuerdos con proveedores independientes para cada fase del proceso productivo. De esta manera, tendría lo que quiere (el producto final) sin atarse a un compromiso: esto tiene una serie de ventajas y una de ellas, no menor, es que los riesgos los soporta otro. Por ejemplo, si hay un parón en las líneas de suministro, como hemos visto en los últimos meses, el empresario no tiene por qué pagar los salarios, porque la relación no es jefe-empleado sino proveedor-cliente.
Desde el punto de vista del trabajador, tampoco es tan obvio que le convenga estar dentro de una estructura empresarial. Si es cierto, como dice la teoría marxista clásica, que existe una plusvalía por su trabajo que se queda el empresario, al empleado le valdría más negociar de forma individual y, de esta forma, acaparar todos los frutos de su esfuerzo y talento. De hecho, ni siquiera hace falta recurrir al marxismo: desde una óptica de libre mercado, podríamos pensar que su mejor opción es buscar cada día al cliente que más le pague por sus servicios, antes que obligarse con una empresa en la que está obligado a cumplir órdenes y en la que su labor queda oscurecida dentro de miles de procesos productivos interconectados.
Hace ya más de 80 años que Ronald Coase, uno de los economistas más influyentes del siglo XX y menos conocido entre el gran público de lo que se merecería, se hizo esta pregunta (aquí el PDF con el artículo original en inglés The nature of the firm). Casi nadie había escrito sobre esto, quizás porque era algo que se daba por hecho, pero la existencia de las empresas puede parecer que choca con un mercado libre, en el que, en vez de atarse a contratos a largo plazo con obligaciones mutuas, las partes podrían negociar entre sí continuamente.
Coase se dio cuenta de que el mundo real no funciona así. La empresa era la forma organizativa por defecto a pesar de que todos los integrantes de la cadena eran conscientes de las ineficiencias que esto generaba: por ejemplo, esos tiempos muertos o períodos del año en el que una plantilla diseñada para operar al 100% está parcialmente desocupada por una caída temporal en los pedidos. Si en vez de funcionar como una empresa, lo hiciera con acuerdos puntuales, el empresario se ahorraría esos costes y los trabajadores ociosos podrían acudir a otros sectores en los que fueran más necesarios.
Pero Coase se dio cuente de que esa forma de organizarse, a través de contratos continuos, sería mucho más costosa en demasiadas ocasiones (no es éste el lugar de desarrollar el trabajo de Coase y sus discípulos; para aquellos interesados en el tema, este artículo de The Economist puede ser un buen punto de partida):
- Costes de transacción: imaginemos lo que sería negociar cada día los contratos de miles de empleados, con sus condiciones y las exigencias exactas sobre su labor… Y sin saber si podemos fiarnos de la otra parte: porque algo clave en las empresas es la continuidad en la relación entre las partes y la confianza mutua que esto genera (este empresario cumple y me paga cada mes / este trabajador cumple y hace su labor de forma eficiente)
- Coordinación entre los participantes de la cadena de valor: muy complicada fuera de una estructura unificada
- Formación: una empresa no sólo coordina a sus empleados, también va formándoles poco a poco para que sean más productivos y para que lo sean en la forma que le interesa (desde sus herramientas técnicas a su cultura organizativa). Y el empleado sabe que le saldrá rentable en su carrera formarse en aquellas habilidades-conocimientos que su empresa más valore.
- Tareas cambiantes y no fáciles de definir por adelantado. Pensemos en nuestro trabajo: casi nadie hace sólo aquello para lo que fue contratado. En realidad, casi nadie tiene unas tareas ultradefinidas y tasadas, sino un puesto genérico, con un listado de obligaciones definidas de forma abierta y sujeto a pequeños ajustes constantes. De esta manera, todos vamos armonizando nuestras tareas a las necesidades del mercado, compaginamos diferentes tareas cada día, respondemos a un entorno cambiante... Esto es mucho más complicado si el acuerdo es contractual y con unas cláusulas muy precisas.
Al final, las empresas prosperan por una curiosa (y paradójica) mezcla de flexibilidad y orden: flexibilidad para adaptarse a los cambios en el mercado de forma coordinada y orden para seguir todos la dirección marcada sin tener que hacer frente a continuas negociaciones y ajustes contractuales. Eso sí, no hay una combinación exacta ni una dosis de integración-externalización perfecta: tenemos ejemplos de integración absoluta muy exitosos (la empresa controla toda la cadena de valor, desde la materia prima hasta las tiendas) y de lo contrario (la empresa apenas pone la imagen de marca y sirve como punto de contacto de miles de productores externos).
Y llegó el teletrabajo
En estos meses, de pandemia, confinamiento y boom del teletrabajo, muchos expertos se han preguntado por la naturaleza de la empresa tras la covid-19. Porque muchos de esos elementos a los que antes aludíamos (control de la labor del trabajador, coordinación, trabajo en equipo, formación, cultura empresarial…) parece claro que no serán lo mismo si cada uno nos quedamos en nuestra casa. En este entorno, cabe preguntarse si no sería lógico avanzar hacia un modelo más contractual: empresas mucho más pequeñas y que subcontratan a otras empresas o, cada vez más, a autónomos, todo aquello que no sea central a su negocio.
Porque, además, ya hemos visto como en muchos otros ámbitos, internet ha revolucionado la forma que tenemos de contratar y negociar. La clave en la que se basan muchos nuevos negocios es el hundimiento de los costes de negociación-transacción: en realidad, Uber no es una compañía de taxis; si vamos a sus fundamentos últimos, nos daremos cuenta de que Uber es una empresa que se dedica a buscar clientes para una red de chóferes y que se basa en que ahora es muy sencillo encontrar, negociar, contratar y valorar a cada uno de esos chóferes. Sería absurdo pensar que esto no va a afectar a la organización interna de las empresas. Hace veinte años, si una compañía quería tener siempre disponible un diseñador de confianza, por si un cliente les hacía un encargo “de hoy para mañana”, tenía que tenerlo en plantilla; hoy puede tener una lista de 25 freelances a los que llamar en unos minutos y que le enviarán su trabajo vía mail.
En lo que hace referencia al teletrabajo, a primera vista parece que esta idea le gusta más (casi siempre) al trabajador que al jefe. Y es lógico, aquel gana en flexibilidad y en autonomía, sin perder la razón principal por la que está empleado: su sueldo. Enfrente, los responsables de cada departamento se preguntan si no poder estar encima de sus empleados acabará dañando la productividad a medio plazo o deshaciendo los lazos y cultura común de las empresas. Y se preguntan también si tiene sentido mantener las obligaciones habituales que marca la ley en una relación empleado-trabajador, si éste hace lo que quiere desde su casa.
Parece claro, por lo tanto, que la mejor manera de que la fórmula funcione es a través del equilibrio de poder y la flexibilidad. Por ejemplo, no puede ser un derecho unilateral del empleado: imaginemos que un dependiente decide un día que quiere cambiar de tienda y pasar a otro local de la misma cadena en otro barrio; pensaríamos que eso no le compete y que lo máximo que puede hacer es solicitárselo a su jefe y negociarlo con éste. Pues lo mismo deberíamos pensar si decide teletrabajar unilateralmente.
Del mismo modo, el teletrabajo tiene que ser una fórmula muy flexible, que no puede definirse de forma uniforme para todas las empresas y trabajadores. De hecho, lo normal es que dentro de cada compañía haya innumerables situaciones: empleados que pueden teletrabajar el 70-80-90% de su jornada y otros que tienen que ir cada día a la oficina; momentos del año en los que el teletrabajo es la norma y otros en los que es la excepción; empresas que teletrabajan todos los viernes y otras que dan una semana al mes; acuerdos con el trabajador en los que éste renuncia a parte del salario a cambio del derecho a estar 1-2 días a la semana en casa; acuerdos para el reparto de costes empresa-trabajador que tengan en cuenta los costes en los que incurre el empleado, los que se ahorra este mismo empleado y, también, los gastos que la empresa deja de tener en caso de teletrabajo…
La negociación
En España, ahora mismo se está negociando entre Ministerio, sindicatos y empresarios la nueva regulación. Y, aunque no se conocen muchos detalles, lo que se intuye tiene muy mala pinta. La mejor parte de lo conocido en las últimas semanas es que se amplía el período de tiempo que permitirá a las empresas eludir esta regulación: sólo se considerará teletrabajo si el empleado ocupa el 30% de su jornada de esta manera (el Ministerio quería que fuera el 20%). Pero, a partir de ahí, todo suena preocupante: obligación de que los acuerdos incluyan el horario de trabajo y las condiciones de disponibilidad; derecho a la desconexión digital; habrá que detallar el equipamiento necesario para cada trabajador y los gastos en los que incurra; la empresa también tendrá que cuantificar la compensación que abonará; teletrabajo incluido en los convenios (café para todos o café para nadie)…
Ni siquiera hay que esperar a la nueva norma para intuir que en España va a ser complicado que esto funcione. En general, mi sensación es que las empresas españolas, salvo excepciones, están deseando volver a la situación previa a la epidemia. Y en parte es lógico. Lo primero que podríamos pensar es que el motivo es que no se fían de sus empleados: yo ya he escuchado varios ejemplos de compañías que han instalado software para vigilar a sus trabajadores (bien monitorizando el tiempo que pasan en cada aplicación o lanzando mensajes cada 20-30 min para controlar que está trabajando y no tomándose una cerveza en la terraza…)
Pero la razón última no es ésa. La desconfianza que preside las relaciones laborales en España (y no sólo en el teletrabajo) nace de la legislación y de cómo interfiere en esa relación empresario-trabajador.
Todo lo que hemos apuntado sobre la naturaleza de la empresa (el empresario se compromete a pagar el sueldo aunque el negocio vaya mal, el empleado a cumplir las órdenes aunque no las comparta…) sólo tiene sentido si cada parte siente que puede poner fin a esa misma relación en caso de que las cosas se tuerzan: uno, buscando otro empleo; y el otro, despidiendo al empleado.
La disfuncionalidad del mercado laboral español nace en esa regulación del despido que hace casi imposible prescindir de un empleado fijo (no así los temporales, por eso siempre son los paganinis de las crisis). También la falta de productividad es, en parte, consecuencia de este hecho. ¿Cuántos trabajadores conocemos que están a disgusto en su empleo y con los que su empresa no quiere contar… pero a los que soporta cada mes sólo porque el coste de despedirlos es prohibitivo? Y el problema no reside sólo en la regulación del despido: las opciones de cambio de una empresa están limitadísimas (desde modificar las tareas a parte de la plantilla, mover la producción de una planta a otra, cambiar de sector-actividad, saltarse el horario fijado en un convenio para adaptarse a su propia realidad, incluso premiar a sus mejores empleados...)
En este entorno, el teletrabajo está condenado antes de empezar a hablar. Si la relación empresa-empleado (o jefe de departamento-subordinado) está presidida por la desconfianza, la rigidez y esa sensación de que es casi imposible recurrir al despido (la única amenaza real que le queda a una empresa cuando las cosas se tuercen de verdad), pensar en que estas mismas empresas van a permitir que sus trabajadores estén en sus casas es una utopía.
En nuestras relaciones mercantiles, no pedimos cuentas por los procesos, sino por los resultados. Cada día, vamos a la panadería que nos gusta porque siguen cumpliendo los mínimos de calidad que buscamos. El día que deje de ser así, buscaremos otro proveedor.
En las relaciones laborales, hay una mezcla: al empleado se le paga por esta ahí y cumplir órdenes, incluso aunque los resultados no sean los buscados (una empresa con pérdidas tiene que seguir pagando a sus empleados). Pero los resultados también importan y no pueden obviarse, sobre todo en el medio plazo.
Por eso, no es extraño que los países en los que los trabajadores tienen mejores condiciones laborales y gozan de más libertad dentro de las empresas son también aquellos en los que la empresa tiene también más flexibilidad para tomar decisiones sobre sus plantillas y sobre sus procesos. Y eso no quiere decir que las empresas despidan al 40% de sus empleados cada vez que cae un 10% las ventas. Del mismo modo que en España la mayoría de los trabajadores no pasan de todo simplemente porque estén protegidos del despido por la legislación. La mayoría de los empresarios y los trabajadores no encajan en esos tópicos, y suelen comportarse, unos y otros, con honestidad y normalidad. En realidad, todo esto es más una cuestión de incentivos y de equilibrio entre las partes que de maldad/bondad.
¿Queremos más libertad para trabajar, conciliar y decidir cómo organizarnos? Eso sólo será posible si la empresa puede medir nuestro desempeño y tomar decisiones respecto del mismo (no sólo hablamos de despido, también sueldos variables, premios a los mejores empleados…? ¿Dificultamos/encarecemos el despido? ¿Tenemos un mercado de trabajo dominado por convenios y en los que no se permite o es complicado premiar a los empleados que mejor lo hacen? Pues nos pondrán al jefe en la chepa; porque es la única forma en la que la empresa puede asegurarse de que no nos despistaremos y de igualar el desempeño de todos.
No nos hagamos trampas al solitario. No podemos tenerlo todo. En nuestro caso, tenemos el mercado laboral que nos hemos dado y votado. Lean a Coase y sus razones para la existencia de las empresas. En España, cada vez lo hacemos más complicado.