No es fácil encontrar un producto tan demandado y cuestionado a la vez. Con récord de clientes y, al mismo tiempo, rodeado de funestas predicciones sobre su futuro. En el que se juntan tantas esperanzas como críticas.
Sí, hablamos de la universidad: a apenas unas semanas de la vuelta a las aulas (ya sean estas aulas presenciales u online) en la prensa económico-política anglosajona menudean los artículos sobre el futuro de la educación superior. Y sobre si tiene futuro el modelo que todos conocemos. En España, estamos más centrados en los memes sobre Manuel Castells, el desaparecido ministro del ramo, del que no se sabía casi nada desde hace meses hasta que este jueves ofreció una rueda de prensa telemática en la que aseguraba que sus ausencias eran "una leyenda urbana" y en la que dijo que si era necesario que apareciera más veces en público... lo haría.
Más allá de los chascarrillos sobre Castells, en el debate se mezclan muchas cuestiones diferentes. Por un lado, la incertidumbre sobre cómo será este próximo curso. Unas dudas que son más de orden práctico que metafísico. Ahora mismo no hay mucho margen para que los centros reflexionen sobre su propio ser o sobre la importancia de su función formativa en la vida del alumno. Casi toda su atención la ocupan las distancias de seguridad, las ventanas para ventilar, las necesidades de espacio y profesorado para cubrir a los grupos desdoblados, los programas informáticos que se usarán para dar clase online o los medios para examinar en remoto con garantías.
El pasado lunes, se reunía la Comisión Delegada de la Conferencia General de Política Universitaria, a la que asistieron telemáticamente las comunidades autónomas. Las principales medidas para el nuevo curso son las ya esperadas: la mascarilla será obligatoria en las clases presenciales y en los espacios comunes; además, se recomienda mantener las ventanas de las aulas abiertas todo el tiempo que el clima lo permita; y se propugna un modelo mixto (presencial-online) en las carreras en las que esto sea posible.
Pero, al mismo tiempo que estamos pendiente de estos temas inmediatos, es evidente que algunas de las tendencias disruptivas de las que se habla desde hace años, y que acelerará el coronavirus, tendrán un impacto decisivo en las facultades a medio plazo. El modelo de negocio de las universidades occidentales está en cuestión y también lo está su papel en la sociedad. La paradoja es que, como apuntábamos al comienzo de este artículo, ese cuestionamiento coincide con su momento de más éxito: en la mayoría de los países ricos tenemos tasas récord de matriculados y el premium salarial (el incremento en los ingresos futuros derivado de tener una licenciatura) sigue ahí, como una prueba práctica ineludible de que, a título individual y sea por la razón que sea, obtener un grado universitario todavía es una excelente inversión.
Las cifras
En España, por ejemplo, las grandes cifras de las universidades siguen siendo muy buenas. Y eso que las últimas décadas se presentaba complicada en términos demográficos. Según los datos del INE, la población española de 15 a 19 años ha pasado de 2.682.891 personas en el año 2000 a 2.322.446 en la actualidad. Es una caída importante en el número de sus clientes potenciales. Y no sólo eso: si medimos sólo población de origen español la caída es todavía mayor, de más de 500.000 personas (algo muy relevante en este caso porque entre los extranjeros o hijos de extranjeros las tasas de matriculación en la universidad suelen ser más bajas).
Sin embargo, la cifra de estudiantes matriculados se ha mantenido relativamente constante desde 2010, alrededor del millón y medio. Así, en el curso 2010-11 había en España 1.529.862 estudiantes universitarios (sumando Grado, 1 y 2º Ciclo, Máster), un número cercano a los 1.508.420 del curso 2018-19 (del informe Datos y cifras del Sistema Universitario Español del Ministerio de Universidades).
Estas cifras se han conseguido incrementando el porcentaje de la población de 18-28 años que está matriculada en la universidad: (1) tanto porque ha crecido el porcentaje de chicos que deciden pasar del instituto a la universidad, (2) como por el incremento de alumnos de Máster que compensa en parte la caída de estudiantes de Grado (para muchas universidades, uno de los objetivos de los próximos años será retener más tiempo en las aulas a los alumnos ya matriculados).
Esto se ha traducido en un aumento de la ratio de licenciados entre los jóvenes de nuestro país: así, en el año 2008 el porcentaje de españoles de 25 a 34 años con un título universitario rozaba el 40%, un nivel bastante elevado y, en aquel momento, un récord histórico; pues bien, ahora ya estamos en el entorno del 45%, más o menos en la media de la OCDE.
Es una tendencia que se mantiene desde hace décadas y que, incluso aunque las cifras ya son muy elevadas, sigue su línea ascendente. No somos los únicos: hay muchos países ricos en los que el porcentaje de treinteañeros que son titulados universitarios supera con holgura el 50% (Corea-70%, Canadá-62%, Irlanda 56%…).
Y es que, en el día a día, en el debate público, no hay duda sobre la universidad. Todos los partidos, en todos los países, a izquierda y derecha, mantienen el discurso predominante desde hace décadas: la universidad es el futuro. En parte lo hacen por convicción y en parte porque es lo que les pide el electorado: cuando les preguntan a los padres qué quieren para sus hijos, una abrumadora mayoría declara que quiere que obtenga un título de educación superior. Por una parte, estamos ante un deseo aspiracional que ha movido a millones de familias en el último siglo y, por otra, es el reflejo del incremento del número de padres que también fueron a la universidad (los licenciados universitarios son todavía más proclives que los no licenciados a enviar a sus hijos a la facultad).
Sin embargo, a pesar de todo, el futuro de la universidad es uno de los grandes temas de los últimos años. Quizás no en España, pero sí en el mundo anglosajón (y ya sabemos que los debates que comienzan en EEUU o Reino Unido acaban aquí unos años después). Tres ejemplos de los últimos meses: Financial Times sobre la necesidad de las facultades de "innovar para sobrevivir"; The Economist se pregunta cómo se enfrentarán a un año (o más) de alumnos ausentes; y The Spectator analiza cómo afectará a los centros el virus, pero también a las ciudades y países que han prosperado alrededor de lo que ya es un gran negocio en sí mismo.
Como decimos, llama la atención que uno de los términos más usados sea "supervivencia", precisamente cuando más universidades y alumnos hay. Y es cierto que en parte puede ser uno de esos debates un poco forzados por la incertidumbre de estos meses. También hay un punto de exageración en los términos: la universidad no va a desaparecer, aunque algunos centros pueden tener dificultades en cuadrar sus cuentas y, en el caso de los privados, quizás veamos algún cierre o fusión.
Pero lo que es evidente es que hay cambios profundos que ya se intuían y que seguirán desarrollándose en la próxima década.
El análisis
Cuándo hacemos un análisis sectorial, la gran pregunta es qué le ofrece ese producto al cliente, qué necesidad cubre y qué productos alternativos tiene a su disposición. Por ejemplo, el vehículo particular lucha contra la bicicleta, el transporte público, el taxi o el tren. Las grandes marcas automovilísticas innovan constantemente, buscando un producto más atractivo para el consumidor. Pero saben que no compiten en el vacío. Hay cuestiones no relacionadas directamente con su trabajo que les afectan de forma decisiva: algunas son económicas (por ejemplo, el precio del petróleo), pero hay otras de carácter más social-cultural y sobre las que no tienen apenas control (desde el debate sobre la contaminación y el cambio climático, la extensión de las infraestructuras de un país, la preocupación por el sedentarismo y la falta de ejercicio físico…). Al final, la suma de todos esos factores será tan importante para las marcas de coches como los precios, el marketing o las mejoras tecnológicas que consigan en sus productos.
Con la universidad pasa algo parecido. Las grandes motivaciones que han empujado a los jóvenes a las aulas desde hace décadas (o siglos) pueden ahora verse desde un prisma diferente. Podríamos resumir esas necesidades que cubre la universidad en cinco epígrafes
- Formación en un sentido clásico: busco ampliar mis conocimientos
- Formación con un enfoque más profesional: voy a la universidad a prepararme para mi carrera laboral y a construir una red de contactos que me acompañará en esa carrera
- Señalización: lo importante no es tanto si aprendo o no; lo importante es el título, porque es lo que los empleadores demandan
- Vida universitaria: no nos engañemos, para muchos alumnos uno de los grandes atractivos de la universidad es que son 5-6 años de disfrute máximo, en los que conoces a los amigos que te acompañarán el resto de tu vida, sales del nido familiar y te incorporas, en cierta medida, a la vida adulta (incluso aunque sigas viviendo en casa de tus padres)
- Precio: otra verdad incómoda, pero muy real. Uno de los atractivos de la universidad (sobre todo, la pública) es un precio artificialmente reducido. Porque todos los estudiantes de universidades públicas españolas están becados. Unos lo están al 100% (los que tienen las "becas" oficiales) y otros lo están al 75-80-85% (los que pagan la matrícula, que en realidad sólo cubre una pequeña parte del coste real de su formación)
El coronavirus (y no sólo el coronavirus) afecta a todos estos puntos. Y la sensación es que afecta para mal, al menos si pensamos en el modelo de negocio actual.
Por ejemplo, la expansión de las clases online puede ser una oportunidad para atraer nuevos alumnos. Pero es un reto todavía mayor para el sistema vigente hasta ahora. Desde el punto de vista formativo, hay muchas dudas sobre la efectividad de la educación a distancia: por un lado, porque no está claro si la atención-comprensión entre alumno y profesor es la misma, pero también porque incluso aunque en un plano teórico sí sea posible esa formación online, no todos los profesores tienen la preparación o las ganas de modificar sus hábitos para lo que ésta requiere.
Pero es que, además, no hablamos sólo de formación. Esa construcción de una red de contactos que hace tan importante a la universidad, tanto para buscar trabajo como para irse de fiesta, queda muy debilitada en la versión online. La vida del universitario no será la misma si las clases son presenciales que si son a través de la pantalla de un ordenador. Ni es lo mismo vivir en un colegio mayor e ir a clase cada día que seguir las lecciones desde tu dormitorio en casa de tus padres. ¿Sería tan atractiva la carrera y todo lo que le rodea si el 90% de las clases son a distancia?
Enseñar o 'señalizar'
En este punto, también entra el debate de la señalización: esa idea de que la universidad no cumple su función teórica de enseñarnos los conocimientos técnicos que luego aplicaremos en el lugar de trabajo. Los que defienden esta tesis nos recuerdan que la mayoría de las tareas que realizamos cada día las aprendemos a la vieja usanza; en el trabajo, como los aprendices medievales de los gremios: viendo y aplicando lo que nos enseñan los que llegaron antes. En su opinión, la universidad en realidad sirve más bien para demostrarle a tu empleador futuro que tienes las cualidades que busca (que eres responsable, que tienes capacidad de aprendizaje, estás dispuesto a hacer tareas repetitivas y aburridas como parte de sus funciones…). Bryan Caplan, autor de The Case against Education: Why Our Education System Is a Waste of Time and Money, es el que más ha escrito sobre esto. Pero no es el único ni el primero (aquí, un artículo en The Atlantic en el que resume sus principales tesis) que se pregunta si no hay una forma más barata de señalizar esas cualidades o si tiene sentido el tiempo perdido aprendiendo materias que nunca aplicaremos en nuestro empleo futuro.
Así, la idea sería potenciar los cursos y grados más breves, en los que el estudiante aprende los fundamentos de una materia que luego pone en práctica y desarrolla durante su etapa profesional. Una etapa en la que puede seguir formándose en cursos más especializados y relacionados con su propia carrera. Quizás sea una idea que parezca muy lejana para algunas carreras clásicas (Humanidades, Filosofía, Derecho…) pero que es cada vez más popular en los campos técnicos, que, además, son los de mayor crecimiento en los últimos años. Aquí, por ejemplo, Google anuncia el lanzamiento de sus nuevos cursos online, de sólo seis meses de duración y por una fracción mínima del precio de una licenciatura, que la multinacional asegura que servirán para formarse y encontrar un empleo de forma inmediata. ¿Podrán las universidades resistir el empuje de estos Google Career Certificates?
Porque, además, no es sólo cuestión de obtener en seis meses un título que el mercado valore. El atractivo de estos programas radica en que tanto sus asignaturas como el profesorado están muy pegados a la vida real (no te encuentras un profesor de marketing que nunca ha pisado una oficina) y son más flexibles para cambiar lo que no funciona sin tener que recurrir al permiso del Ministerio.
Tampoco ayudan las polémicas que han rodeado a algunas de las universidades más famosas del mundo en los últimos años (cancelación de charlas de ponentes incómodos, ataques a profesores que se salen de la línea políticamente correcta, cada día más escoradas a la izquierda y la extrema izquierda sobre todo en los estudios de humanidades…). ¿Tiene sentido que el contribuyente siga pagando con sus impuestos a departamentos que no sólo no cumplen su función académica o de inserción laboral, sino que funcionan más bien como máquinas de propaganda y sectarismo?
Por no hablar, por supuesto, del precio: aquí las universidades privadas tienen un enorme reto, sobre todo las que no juegan en la liga de las más grandes, porque cobrar varios miles de euros al año será cada vez más complicado. Los expertos tienen claro que los grandes nombres sobrevivirán sin problemas: por un lado, con productos adaptados a la nueva situación, y por otro, porque el atractivo de estudiar en Harvard, Oxford o el MIT no va a desaparecer por muchos cursos online que haya. Pero los centros de nivel medio-bajo, tendrán que hacer un esfuerzo brutal de reconversión y actualización si no quieren verse engullidos por las nuevas tendencias.
Y cuidado, para las universidades públicas el tema del dinero también estará en primer plano. El coronavirus nos va a llevar a un mundo hiperendeudado y en el que los estados tendrán que valorar cada euro que gastan. Muchas miradas se volverán contra la partida más regresiva del presupuesto público, que es la destinada a la universidad: un producto de lujo que usan los ricos (los del pasado y los del futuro) y que cada vez está menos justificado que sea financiado vía impuestos.
Los debates financiero-económicos no terminan con el precio de las tasas. La universidad ya es un negocio en sí mismo. En España no es tan importante como en EEUU o Reino Unido, países en los que sus facultades son desde hace años polos de atracción de estudiantes extranjeros que pagan mucho por la matrícula y por todo lo que implica pasar un año fuera de casa (alojamiento, ocio, cultura…). Pero, incluso así, hay mucha gente y muchas ciudades de nuestro país que viven de esto. Los casos más típicos son los clásicos Salamanca, Santiago o Granada. Pero la apertura de facultades en cada capital de provincia ha provocado que en muchas de ellas la universidad ya sea uno de los principales empleadores y generadores de actividad indirecta. Esos pisos alquilados o esos bares de estudiantes lo pasarán muy mal si se generaliza la educación a distancia.
Y no olvidemos que, aunque en la universidad España está muy lejos de los países más avanzados, nuestras escuelas de negocio sí forman parte de la primera división a nivel mundial. De nuevo, hablamos de miles de estudiantes extranjeros que pagan una matrícula muy elevada y se gastan un dineral cada año en vivir en Madrid, Barcelona o Bilbao para sacarse un MBA o algún otro programa similar.
Dicen que Castells es uno de los intelectuales más citados en papers y artículos académicos de las últimas dos décadas. Su llegada al Gobierno abrió numerosos interrogantes sobre la tan traída y llevada reforma universitaria. A partir de ahí, lo que más se ha comentado son sus ausencias y el hecho de que sólo haya dado una rueda de prensa en ocho meses. Ahora, sabemos que fue operado el viernes de urgencia, aunque de una dolencia no grave, lo que se supone que retrasará sus planes de reincorporación al Ministerio. Esos mismos planes que lanzaban señales contradictorias, entre su filiación política y su llegada al Gobierno de la mano de la extrema izquierda, y su pretensión de acercar el modelo de universidad al vigente en EEUU, tan alejado del de nuestro país. Desde luego, en esa California en la que ha residido durante décadas, todas las cuestiones planteadas en este artículo están de plena actualidad. Habrá que ver, cuando se recupere, si el ministro también las tiene anotadas en su agenda.