"Scar" – "Cicatriz": éste es uno de los términos de moda en esta crisis. Al menos en la prensa económica anglosajona. Aquí, Jonathan Portes, del King’s College londinense, cuenta 32 menciones, sólo en el Financial Times, desde que comenzó la crisis.
Como metáfora, es buena. Se refiere a esos efectos duraderos, que son visibles incluso cuando la enfermedad original ya se ha superado y que te acompañan toda la vida, como un recordatorio del daño recibido.
En economía, las cicatrices también se ven durante años, incluso cuando la crisis es sólo un recuerdo lejano. Portes, en un artículo muy conciso, pero interesantísimo (el que pueda leerlo en inglés, lo agradecerá), describe cuáles son los principales retos a los que nos enfrentamos en estos meses. Hay consecuencias de corto plazo (muy llamativos y que nos empujan a la acción) pero casi son más peligrosas las que permanecen durante años, quizás bajo la superficie, sin hacer mucho ruido, pero causando un daño persistente y profundo.
No es el único que nos ha advertido al respecto: aquí, por ejemplo, Tim Harford en el Financial Times, apuesta porque habrá sectores que nunca se recuperarán tras estos meses y nos recuerda que los jóvenes que terminan sus estudios durante una crisis acumulan salarios peores y más períodos de desempleo que los que se incorporaron al mercado laboral unos años antes o después.
En el caso español, además, llueve sobre mojado. Apenas estábamos saliendo de la anterior crisis… cuando nos arrasa la marea del Covid-19. Y, como explicábamos este sábado, tiene toda la pinta de que seremos uno de los países ricos en el que el desplome de la actividad sea más importante, la recuperación menos pronunciada y la vuelta al nivel pre-crisis se alargue más (posiblemente nos veamos, otra vez, peleando con Italia y Grecia por no ser el farolillo rojo europeo en cada clasificación).
Las cicatrices
- Desempleo y coste a largo plazo: cuando nos enfrentamos al paro, la obsesión se dirige a la pérdida de rentas y a la propia pérdida del puesto de trabajo.
Ambos efectos son importantes, pero a veces hacen que nos olvidemos de las derivadas a medio-largo plazo. Imaginemos una máquina de una fábrica que no se usa: poco a poco, se oxida, acumula porquería, no actualiza su software con las nuevas versiones… Pues en el caso del capital humano, pasa algo parecido. Un trabajador sin empleo se descapitaliza también: pierde habilidades técnicas (uso de conocimientos específicos de su puesto de trabajo) y no técnicas (trabajo en equipo, hábitos de trabajo, contactos en el sector, conocimiento de clientes y proveedores…)
En alguna ocasión lo hemos comentado, sobre todo en relación a la anterior crisis (aquí un artículo de 2013 sobre lo que se estaba viviendo en el mercado laboral español y aquí otro de 2019 sobre los efectos una década después de comenzar aquella): a las personas que no tienen un empleo les cuesta encontrar un nuevo trabajo… porque no tienen un empleo. Y no es un juego de palabras: si cogemos a dos personas con características profesionales similares (edad, estudios, preparación, experiencia…) y que sólo se diferencien en que uno está en paro y el otro ocupado, éste último tiene muchísimas más posibilidades de encontrar otro trabajo, seguir en el mercado laboral un año después, cobrar más, tener una carrera laboral normal, etc.
Además, debemos tener en cuenta que en los primeros meses después de perder un empleo, reincorporarse al mercado laboral es relativamente sencillo. Pero una vez que superamos los 6-12 meses como parados, esa misma situación de desempleo se vuelve un muro muy complicado de superar: en parte, por esa descapitalización de la que hablábamos.
- Experiencia-conocimientos desperdiciados: imaginemos ahora un trabajador que lleva 15 años en una empresa turística. Este hombre ha dedicado mucho tiempo a formarse en (1) los procesos internos de la compañía (desde sus aplicaciones informáticas específicas, hasta la cultura de la empresa) y (2) las características de su sector (idiomas, conoce a clientes y proveedores, dinámicas del mercado, etc.). Podríamos decir que es un experto en lo suyo.
Si en una crisis la empresa cierra, buena parte del punto 1 ya no le servirá de nada: es productividad, formación, habilidades, etc. que se pierden. Y si la crisis es muy profunda y se ve obligado a buscar un empleo en otro ámbito, también la segunda parte puede no servirle de mucho. Lo lógico es que busque un empleo en el que poder poner en práctica parte de esta experiencia. Pero no siempre es tan fácil lograrlo Por eso, las crisis muchas veces son tan duras, porque destruyen parte de ese capital-habilidades-formación que tanto nos había costado acumular. Son un auténtico desperdicio de conocimientos que deberían seguir siendo útiles.
- El valor de las empresas que ya funcionan: poner una empresa en marcha no es fácil. No siempre valoramos los procesos, automatismos, sinergias, experiencia acumulada entre los diferentes actores que conforman una empresa… Al final, ésa es la idea en cualquier empresa: que sus integrantes produzcan más como organización que como suma de individuos.
Por no hablar de su posición dentro de un proceso productivo más amplio: las empresas forman parte de una red de complejísimas relaciones con proveedores, clientes, competidores… de todas las partes del mundo.
Es verdad que por una parte los recién llegados tienen más flexibilidad, pero por otra hay numerosos ajustes que hacer para maximizar su eficiencia. Una crisis puede llevarse por delante negocios viables que sean bastante eficientes en esos procesos. Y todo ese valor ya creado y que se pierde será muy complicado de recuperar.
- Educación e inversión empresarial: pasaremos casi de puntillas por aquí, porque cada uno de estos puntos nos daría para un artículo. Pero está claro que el cierre de colegios y universidades afectará a los que lo sufran, perjudicando sus posibilidades futuras (éste efecto a largo plazo es también el más preocupante).
Y también que la caída en la inversión empresarial (todos los gastos no esenciales se pospondrán) dañará la capacidad de crecimiento futuro.
Flexibilidad y adaptación
El escenario es complejo. Por una parte, estamos diciendo que hay sectores-empresas que serán inviables tras la crisis. Porque los gustos y los patrones sociales han cambiado y ya no volverán. No tendría sentido que siguiéramos haciendo carromatos como en 1890, porque los consumidores ya no los quieren. No nos debería dar miedo, porque esa destrucción creativa es la que nos ha permitido crecer en los últimos 300 años. Por otro lado, no queremos descapitalizarnos, cerrando empresas o expulsando del mercado a trabajadores que sean productivos y viables una vez la situación sanitaria se resuelva (cerrar esas empresas equivale a ese desperdicio del que hemos hablado a lo largo de todo el artículo).
Sobre esta cuestión todos estamos más o menos de acuerdo en la teoría: a todos nos preocupa los efectos más palpables de la crisis (desempleo, desplome de la actividad…) pero nadie dice "hay que olvidarse de las consecuencias a largo plazo". El problema es que, a la hora de diseñar políticas, normalmente predomina la tendencia a centrarse en el próximo dato del paro, del PIB o del déficit; y a olvidarse de poner las bases para un crecimiento más sostenible a medio plazo. En realidad, los dos objetivos deberían ser compatibles: (1) Contener la hemorragia ahora, facilitando liquidez a las empresas para que no cierren negocios viables por no poder hacer frente a los vencimientos a corto plazo. (2) No olvidar que el mundo ha cambiado en algunos aspectos para siempre y que aferrarse a la estructura productiva de diciembre de 2019 es un error: hay sectores que ya nunca se recuperarán y otros que ganarán importancia (la clave es permitir y no entorpecer que cierren los menos solventes de aquellos e incentivar que las inversiones se dirijan hacia estos).
Incluso, podemos pensar que las crisis son también una oportunidad y no deberíamos tener miedo a que desaparezcan los negocios menos eficientes o que ya no encajen con las preferencias de los consumidores. Lo estamos viendo en los últimos meses: desarrollo de nuevas tecnologías, consumidores más conscientes de sus gastos, nuevos nichos de mercado…
Las malas noticias es que España parece estar especialmente mal preparada para esta coyuntura. Por un lado, por un fenómeno del que no somos culpables, pero que nos penaliza: en el proceso de especialización que vive el mundo, nosotros hemos ido volcándonos cada vez más en el sector turístico. Éramos (somos) los mejores en eso y tiene sentido que haya acaparado muchos recursos (por ejemplo, en este artículo en Nada es Gratis, Libertad González y Tanya Surovtseva nos muestran cómo el porcentaje de empleo en este sector se ha disparado en toda España en las últimas dos décadas).
Pero, además, porque carecemos de esa flexibilidad que se necesita para enfrentarnos a ese nuevo mundo que se intuye tras la crisis y que está lleno de posibilidades: ni flexibilidad legal (tenemos mercados, sobre todo el laboral, pero no sólo, muy regulados y rígidos); ni flexibilidad formativa (sistemas educativos poco adaptados a las necesidades de la nueva economía, lejanía entre la universidad y la empresa, escasísima formación continua de los trabajadores en activo…); ni flexibilidad social (somos reacios a los cambios, movilidad geográfica reducida, alto peso de la vivienda en propiedad…).
Dice Portes que a largo plazo lo más importante para determinar el crecimiento futuro será el capital humano de cada trabajador, para que sea capaz de ir adaptándose a las necesidades que surjan por el camino. Pues bien, tampoco aquí, en España, tenemos demasiadas buenas noticias que ofrecer.