Algunos se preguntarán a qué viene considerar ahora el proceso político que concluirá con la aprobación, o no, de los Presupuestos Generales del Estado para 2021. Prefiero anticiparme que pecar de retardo, quedando en mi conciencia que si hubiera dicho… Es decir, busco tranquilidad íntima.
En las democracias avanzadas, la preparación y la discusión parlamentaria de los principios presupuestarios constituyen el momento de mayor solemnidad del cuerpo legislativo. Se trata de definir los objetivos económicos para el año y, para ello, en cuánto reducir la renta disponible de la población y qué tipo de bienes públicos y en qué cuantía se asignarán para satisfacer las necesidades sociales.
Tales principios no son ni pueden ser caprichosos. Está muy lejos la época en que los Presupuestos no pasaban de ser una simple cuenta de ingresos y gastos públicos. John M. Keynes ya mostró que el Presupuesto del Estado constituía el plan de acción económica que una comunidad nacional decidía darse a sí misma. Por ello, hay que tomarlo con tiempo y seriedad.
Hoy, la mayoría de las democracias –excepción muy honrosa del Reino Unido y los Estados Unidos de América– han expropiado el derecho a opinar de los parlamentarios, con cuyos votos se aprobarán los Presupuestos, leyes…, transfiriéndolo a los respectivos partidos, por aquello que viene en llamarse ‘disciplina de voto’.
Si un parlamentario, que lo es para representar con su opinión y voto los intereses de la población que creyó en él, se somete a la disciplina de voto –se entiende, en materias en las que no está de acuerdo, porque en las acordes a su conciencia y criterio no precisa disciplina–, comete un fraude político; y si tuviera en mayor estima su conciencia que su carrera política infringiría tan aberrante disciplina.
¿Qué se juegan con tal sumisión? Nada menos que su dignidad personal, su responsabilidad política y, en última instancia, su credibilidad como persona, en todo su ámbito.
Votar una decisión en contra de nuestra conciencia y de las líneas que conformaron la razón de ser de nuestros partidos, con sus publicitadas diferencias, es una indecencia, aunque se la revista con un término que, por sí mismo, produce pánico: gobernabilidad. Es decir, función de gobernar a cualquier precio y para cualquier fin.
Una sociedad tiene derecho a organizarse basándose en algo más coherente y permanente, capaz de unir voluntades sin requerir la disciplina. En este caso, la disciplina y, especialmente, su infracción son la amenaza usada por la debilidad de quien necesita garantizarse la sumisión de propios y extraños.
Queda, no obstante, la admiración de quienes prefirieron abandonar el camino emprendido que pasar por donde nunca estuvieron dispuestos a hacerlo. Lo menos que se puede pedir a unos comicios es que el voto te deje tranquilo; no contraer una deuda que nunca podrás satisfacer.
Nada justifica al hombre la pérdida de su libertad.