Tengo muchos años, pero en mi enseñanza primaria –de feliz recuerdo– el término Sur no pasaba de ser un punto cardinal opuesto al del Norte.
La situación actual es más confusa, porque al hacernos globales la localización se ha agregado –efecto de la integración–, de modo que hay naciones enteras que son el Norte cuando otras pueden ser el Sur, si bien dentro de cada nación se seguirán dando las cuatro orientaciones, como siempre.
Por mor de las circunstancias, de sobra justificadas según los casos, ya en el siglo XXI, en el continente europeo, ser un país del Sur, lejos de una localización geográfica, se ha convertido en una calificación referida a la solvencia, la honradez, la fidelidad a los compromisos adquiridos y un largo etcétera.
Así, con razón, la Europa central y la nórdica, y muy especialmente la Unión Europea, se refieren a los países del Sur con un tono peyorativo, ganado a pulso por buena parte de ellos –Grecia, Italia, España–, los tres víctimas de un mesianismo trasnochado que, como español, me entristece profundamente.
Mis muchos años me han permitido ver las fazañas de Gobiernos varios en nuestro país, y me atrevo a decir que, considerando sólo los peores, el actual gana por puntos al más de ellos.
Cómo será que, desde finales de los años cincuenta, en que se hace una clasificación de los miembros del Gobierno –una vez arrinconada la Falange– entre técnicos y políticos, éstos últimos con desdoro claramente asumido, no había vuelto a oír semejante clasificación hasta llegados Sánchez y los suyos.
Hoy, siendo honestos, hay que reconocer que es muy difícil creer en España; empezando porque los primeros que no creen son los propios españoles. Hasta lo más técnico –datos, estadísticas…–, incluso comunicaciones científicas, se corrigen según conveniencias políticas, que no son las de la nación, sino las de los políticos en el poder.
El Tribunal de Cuentas ha presentado más de veinte reparos al examinar las cuentas del presidente Sánchez, y detectado 9.000 millones de despilfarro. En Bruselas piden que España sanee sus cuentas públicas, porque el camino en el que estamos –cada día de Sánchez, la deuda española aumenta en cien millones de euros– es insostenible.
Mientras tanto, Sánchez pretende mojar en ese plan 500.000 millones de euros en transferencias directas –a fondo perdido, quizá muy perdido– y 250.000 millones en préstamos, y Sánchez no entiende que haya posiciones contrarias a sus pretensiones, que no son las de España.
Por si faltaba algo, en la Comisión de Reconstrucción se sitúa el todopoderoso vicepresidente segundo: todo ideología. La Comisión Europea asume una gran responsabilidad: dar dinero a quien no sabe utilizarlo.
¿En algún momento histórico ha reconstruido un Gobierno comunista una economía? La Grecia de Tsipras y Varufakis –amigos del reconstructor español– no puede olvidarse.
¿Estamos al principio del fin del euro, o también en Bruselas el dinero público no es de nadie?