Muchos han sido los esfuerzos por controlar la inflación. Un fenómeno que desoló economías en la década de los 80, y que aún continúa haciéndolo a día de hoy en muchos países, especialmente iberoamericanos.
En España, y especialmente para los más jóvenes, nos parece un fenómeno lejano. Pero no debemos olvidar que el riesgo de descontrol de los precios como consecuencia de una política monetaria continúa vigente. A pesar de contar con la segunda moneda más usada de todo el mundo, y de tener todo un organismo con capacidad prácticamente ilimitada (sobre el papel) para actuar, como es el BCE, no es destacable la aparición de este impuesto a los pobres.
Muchos se extrañarán ante tal afirmación, habida cuenta de los últimos datos de inflación hechos públicos para nuestro país. Según el INE, el nivel de precios descendió un -0,7% en el mes de abril. Un dato aparentemente lejano a la inflación y más bien cercano a la temida deflación. Es importante subrayar la palabra "temida" porque los 2,6 billones de euros que acumula el BCE en su balance suponen una herramienta sin precedentes, precisamente, para evitarla. La ortodoxia económica se ha dejado llevar por el objetivo final y ha dejado de lado el camino para llegar a él.
La deflación (3 meses consecutivos con los precios evolucionando a la baja) es un terreno peligroso, qué duda cabe. En un contexto de bajada generalizada de precios los agentes reales posponen sus decisiones de consumo a momentos futuros, sencillamente, porque prevén que así ganarán poder adquisitivo. Esto, que es evidente en bienes de inversión, en productos de lujo y en la amalgama de productos y servicios sin sustitutivos, no es tan claro en los componentes más importantes de la cesta de la compra: los bienes de primera necesidad.
Los precios de los alimentos se disparan
¿Quién pospone sus decisiones de compra de alimentos o de utensilios de aseo porque, de forma coyuntural y ante una crisis como la que estamos viviendo, bajen de precio? No parece muy plausible y, por consiguiente, tampoco probable.
Donde sí que hay riesgo es justo en el extremo contrario. ¿Qué ocurre si el nivel de precios está relativamente bajo, pero los bienes de primera necesidad se disparan? Que la demanda más inelástica de nuestra cesta de la compra (la que menos depende del precio para su consumo) provoca que el poder adquisitivo se vea reducido notablemente entre gran parte de la población.
Es por ello que a la inflación se le llama el impuesto de los pobres: reduce en términos reales las cargas financieras de los poderes públicos (cada euro que deben cada vez vale menos en la economía real) y, sin embargo, actúa vorazmente en contra del bienestar de las clases medias y bajas. Ese es el riesgo que corremos ahora mismo. El descenso del -0,7% esconde partidas como alimentos y bebidas no alcohólicas creciendo al 4%, y subpartidas, como la de productos frescos, haciéndolo a doble dígito.
Es cierto que los alimentos, junto con los combustibles, son los elementos más volátiles de la cesta de la compra, y por eso el indicador que monitorizan los técnicos del Banco Central Europeo es la inflación subyacente, que elimina estos dos elementos. Un indicador que, por ahora, se mantiene estable en el 1,1%, a falta de conocer los efectos de la ruptura de las cadenas de valor a nivel internacional cuando la economía mundial efectivamente quede desconfinada.
Esto, sin embargo, no significa que el problema no continúe oculto. Que los alimentos estén creciendo a este ritmo (probablemente debido a la falta de mano de obra a nivel nacional, junto con la inexistencia de importaciones capaces de abaratar el producto) puede no ser útil para tomar decisiones de política económica, pero sí que lo es para empobrecer a millones de familias que ya están sufriendo la lacra del paro en nuestro país.
Este efecto, además, no está ocurriendo solo en España. Observando el último informe trimestral del Banco Central Europeo se ve con claridad la polarización de las grandes familias de productos. Tanto es así que el único que evoluciona a la baja son los productos energéticos, movidos por un petróleo que, como ya hemos analizado, tocó mínimos hace unas semanas.
Un problema que se agrava
El fenómeno del petróleo cesará y los efectos de la ruptura de las cadenas de valor a nivel internacional se harán palpables. Si, además, los gobiernos apuestan por un proceso de relocalización empresarial y de vuelta a los estado-nación, el riesgo de un encarecimiento generalizado de la vida en Europa será severo. Las empresas se enfrentarán con márgenes cada vez más bajos por falta de recursos clave y se verán abocadas a subir precios.
Una acción tan decidida como la del BCE en materia monetaria solamente puede ser soportada gracias al superávit comercial que mantenemos con el resto del mundo. Es la demanda de euros para hacer frente a nuestras exportaciones neta la que permite que nuestra moneda no se desplome y, con ella, la inflación se incremente.
Por ahora, este es un escenario lejano, pero si no restablecemos cuanto antes las cadenas de producción y el mercado internacional los principales indicadores darán señales de deflación, mientras las subpartidas con mayor efecto en la renta en términos reales de gran parte de los ciudadanos, continuarán incrementándose y, con ella, su poder adquisitivo. La brecha entre los mercados, los indicadores macroeconómicos y la evolución microeconómica puede agrandarse y, con ella, el empobrecimiento generalizado.