Si algo caracteriza a la especie humana es su abrumadora capacidad para olvidar las situaciones adversas. Instinto de supervivencia que, entre otros impulsos más o menos animales, nos ha llevado a estar en la cúspide de la cadena trófica. Afortunadamente y sin embargo, también caracteriza a nuestra especie la capacidad de aprender de los errores cometidos. A veces. No paramos de leer y escuchar estos días a analistas, más o menos estudiados, que nos comunican que esta situación que vivimos es nueva y nunca se había producido. Pero las pandemias no son nuevas. Llevan asolando la faz del planeta desde mucho antes de convertirnos en los jefes del cotarro. Ahí tenemos, entre otras muchas, la pandemia de la peste negra o bubónica del siglo XIV, que se llevó por delante a cuatro de cada diez europeos. También aquel mal llegó desde Asia, se instaló en el sur de Europa y se propagó después por casi todos los confines del mundo conocido. Aquella pandemia terminó, como reacción directa, con una revolución en todos los estadios del conocimiento humano, llevando al colapso al sistema feudal y dando paso al Renacimiento, primera vez en la Historia de la humanidad en que todas las estructuras sociales ponen el foco en el Hombre como centro, como principio y fin de todas las cosas. Desde entonces la humanidad ha venido venciendo a todas las pandemias y de todas ellas ha salido reforzada. Sólo cambian las formas de afrontar las consecuencias de la enfermedad. En un mundo global como el nuestro su control es mucho más rápido y las bajas son mucho menores. Y ello a pesar de gestiones catastróficas de unos u otros. Cada vez estamos más a salvo, también a pesar de lo desnortados que algunos parecen. Sé que son demasiadas muertes por la covid-19. Demasiado dolor. Muchas podían haberse evitado. De ahí la importancia de saber de donde venimos y porque hemos llegado aquí. Por eso la necesidad de aprender de los errores y de no cometerlos de nuevo.
Pues bien, desde aquellas épocas en que las pandemias destrozaban Europa, no tan remotas, las ciudades y el urbanismo se constituyen en vectores de transformación y cambio de las sociedades avanzadas. Surgían normativas para impedir la propagación de males entre los pobladores de los núcleos urbanos, incidiendo en la ejecución de canalizaciones en las calles para evacuar las aguas negras, la regulación de los mercados públicos, la exigencia de aireación y separación de las edificaciones residenciales, el control de rebaños por número de cabezas de ganado que podían estabularse en zonas urbanas. Ese Urbanismo lo exportó, después, el imperio español al Nuevo Mundo y ahí están nuestras Leyes de Indias, recopiladas en el siglo XVII que, preocupándose por la salubridad y la higiene de los asentamientos, de los propios de los conquistadores y de los ajenos de las poblaciones conquistadas, imponía un ancho mínimo de 16 metros en las calles principales, establecía exigencias de aireación y soleamiento de edificaciones residenciales, indicaba cuáles eran los suelos adecuados para el emplazamiento de plazas, mercados, catedrales, hospitales, lugares de siembra y ganado.
La covid-19 vuelve a poner el foco, lamentablemente, en el origen del urbanismo y en la ciudad. Hace solo unos días, hablábamos de smart cities, de la revolución tecnológica, de la falta de respuesta de nuestro decimonónico sistema a las nuevas necesidades de las ciudades, de una normativa obsoleta que impide la eficacia y la agilidad mínimas necesarias para otorgar licencias en plazo, permitiendo que el proceso edificatorio sea económicamente viable. Pero hoy debemos volver la vista a la salud e higiene públicas, a la reacción del urbanismo para evitar la expansión de enfermedades y para mejorar las condiciones de salud y habitabilidad de las ciudades. Muy parecida, por cierto, a aquella que se produjo en el siglo XIX, también en España, cuando Cerdá con el ensanche de Barcelona o Arturo Soria con su ciudad lineal en Madrid, planteaban soluciones para mejorar las condiciones de vida de los pobladores más desfavorecidos de nuestras grandes ciudades.
Convencido de que la sociedad española, una vez más y a pesar de la gravísima crisis económica que se ha generado y agravado en tan poco tiempo, saldrá reforzada de esta nueva pandemia, creo que los urbanistas habrán de ser valientes en la gestión de las consecuencias de la covid-19. Debemos devolver el protagonismo a las cuestiones estructurales. Tenemos la oportunidad de utilizar la tecnología. Será esencial para avanzar, desde luego. Pero más que para imaginar construcciones y estructuras más o menos coloristas, para centrarla en la prevención. Su utilización debe centrarse ahora en preparar nuestras ciudades para una respuesta temprana ante las situaciones como la que vivimos. Con un carácter eminentemente predictivo antes que reactivo. Estableciendo una red de ciudades en España. Red digital, pero también red social y red física. Con una política de fomento que promueva el intercambio rápido y eficaz entre unas y otras.
No puedo dejar de referir en este punto uno de los conceptos que más han llenado los discursos de algunos de nuestros políticos estos días, especialmente del presidente del gobierno. La cooperación interinstitucional. Lo que algunos reclamamos desde hace mucho tiempo se convierte ahora en argumento político. Nuestro sistema autonómico se ha caracterizado en su desarrollo por la absoluta ausencia de cooperación interadministrativa e interinstitucional. Ello ha llevado a la vulneración sistemática de uno de los principios informadores de nuestra Constitución, inspirado por la igualdad de todos los españoles ante la Ley que impone su artículo 14. El principio de cohesión territorial que consagra la igualdad entre todas las regiones y territorios de España. La realidad es que no puede hablarse hoy de igualdad y nunca podrá establecerse una auténtica red de ciudades españolas preparadas para asistirse unas a otras en situaciones adversas. No puede exigirse, ni proclamarse, ni siquiera arrojarse como argumento político la cooperación interinstitucional sin la defensa, proclamación y promoción real y efectiva de la cohesión territorial como esencial impulso de esa cooperación. Sin ella, sin la búsqueda de la efectiva igualdad entre todas las ciudades, pueblos, provincias, territorios y comunidades de España, la exigencia de cooperación institucional se convertirá, señor presidente, en una prédica estéril.