A estas alturas del desastre ya disponemos, al menos, de una evidencia indiscutible, a saber: del hundimiento súbito y general de la economía al que acabamos de asistir no será posible salir con fórmulas nacionales. Simplemente, los Estados-nación de Europa son ahora mismo por entero impotentes para salvar a sus sociedades del derrumbe definitivo apelando de modo único y exclusivo a sus propios recursos domésticos. Por entero impotentes. Y lo son, sobre todo, porque carecen de la posibilidad crítica de emitir moneda en un instante de emergencia como el que vivimos. Nadie, creo yo, puede poner en duda que la única salida para evitar la desintegración acelerada de los componentes todos de la estructura económica europea es la que apela a la política fiscal más radical y agresiva imaginable. Se antoja necesario y urgente que un incremento deficitario y sin límites del gasto público sostenga al sistema sobre sus tambaleantes cimientos mientras dure la tormenta vírica. Al sistema entero, desde los periódicos y los restaurantes de comida rápida a los bancos, la industria textil y las fábricas de coches.
Pero eso, que resulta no sólo necesario sino imprescindible y perentorio, llevaría a los Estados a la quiebra en cadena. La polémica bizantina y absurda entre los partidos españoles del Gobierno y la oposición a cuenta de las medidas a tomar, por ejemplo, escatima la premisa mayor del problema al que nos enfrentamos, que no es otra que la definitiva imposibilidad de financiar nada parecido a un verdadero plan de rescate para España desde España. Resulta, por lo demás, dramático y simple a un tiempo. Si el Estado no interviene de modo ubicuo y extremo, la economía española se derrumbará. Pero si lo hace con la intensidad requerida será el propio Estado el que quiebre. Y lo que vale para España sirve también para Italia, Grecia, Portugal, Bélgica, la República Checa y algunos más, Francia incluida. Suena apocalíptico. Pero sucede que el instante es apocalíptico. Aceptado ese marco general, los españoles deberíamos dar gracias a los dioses por estar hoy dentro del euro. Y lo digo yo que soy contrario al euro.
Vetados por Alemania los eurobonos y con los Estados maniatados, dada su insolvencia crediticia ante los mercados, quien va a tomar el timón de Europa, de hecho lo ha tomado ya de forma discreta y sin atraer aún el foco de la opinión pública, es el BCE. Y lo que va a hacer el BCE, al punto de que empezó la labor el 18 de marzo pasado, es nada más y nada menos que monetizar deuda. Eso significa que en los sótanos de su sede central de Fráncfort ya está fabricando dinero, la famosa maquinita que tanto miedo y temblor de piernas suscita siempre entre los ortodoxos, con el que luego comprar la deuda pública española, italiana, francesa o portuguesa que, aquí y ahora, los Estados no podrían colocar a nadie por falta de compradores privados a precios asumibles. Con la peseta en vigor, eso mismo, monetizar, hubiese supuesto una ruina que nos habría llevado a la depreciación exterior inmediata de nuestra divisa, acompañada del consiguiente proceso inflacionario interno. Imprimiendo euros, en cambio, ni habrá depreciación significativa ni inflación relevante en la Eurozona. Aunque no podemos estar del todo seguros de ello a largo plazo si el volumen de creación monetaria llegase a ser de una dimensión enorme. Hoy, en cualquier caso, el euro es una bendición. Y lo es por su condición, junto al dólar, de moneda de reserva internacional, lo que nos garantiza que su demanda no se hundirá pese a las heterodoxias coyunturales del BCE. Veremos cosas que no imaginamos nunca. Y muy pronto además.