Una cosa es que la pandemia del coronavirus exija un mayor gasto público en sanidad y otra, muy distinta, que el Estado no tenga por ello que apretarse el cinturón en otros ámbitos y se piense que tiene barra libre para disparar el déficit y la deuda públicos. En una familia, y en cualquier empresa, si aparece la necesidad de un desembolso inesperado e inaplazable se recorta de donde se puede para abordar el imprevisto y recurrir lo menos posible al endeudamiento. Sin embargo, ante esta pandemia que mantiene paralizada y confinada en el hogar a la mayor parte de la población, no parece que haya ningún político que abogue, no ya por una reducción del gasto del sector público –que reduzca los ya de por sí asfixiantes niveles de presión fiscal y endeudamiento–, sino que reclame siquiera una reorientación del mismo para atender las necesidades sanitarias recortando de otras partidas. Como si en el gasto total del Estado, cercano al 50% del PIB, no se pudiera rebajar ningún rubro para incrementar el desembolso en sanidad, que supone el 8,9% del PIB.
A este respecto, cabe recordar al Adam Smtih que advertía: "Lo que es prudencia en el gobierno de una familia particular, raras veces deja de serlo en el gobierno de un gran reino". La clase política, sin embargo, considera que lo mejor es seguir gastando el dinero presente y futuro de los contribuyentes, como si la deuda acumulada de gastar lo que no se tiene fuera a desaparecer el mismo día en que se ponga fin a la pandemia. Que la salida de la crisis sea rápida –en forma de V, como popular y gráficamente se dice– o lenta –en forma de L– dependerá decisivamente del grado de endeudamiento acumulado. ¿De verdad nadie está pensando en esto?
La irresponsable reluctancia de la clase política a acometer el menor ejercicio de austeridad resulta especialmente injusta si se repara en la división entre los trabajadores que viven de los impuestos, y cuyo empleo no corre peligro en esta monumental crisis de oferta y de demanda, por un lado, y, por otro, los que no dependen de los (es)forzados contribuyentes sino de una libre y volátil clientela, cuyos puestos de trabajo de hecho ya han empezado a menguar. Especialmente dramática es la situación de las pymes y de los autónomos, que tienen que ver cómo el Gobierno no les quita ni reduce un solo impuesto, sino que sólo les avala para que se endeuden y paguen a sus acreedores y a Hacienda.
En este punto, no cabe sino lamentar que el Gobierno rechace como un "bulo" la rebaja del sueldo a los funcionarios y empleados públicos, cuando una medida de este tipo, aunque fuese temporal y no incluyera, lógicamente, al heroico personal sanitario ni a los igualmente admirables Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, sería una muestra de responsabilidad, de sentido de Estado –en el mejor sentido de esta prostituida expresión– y de esa cacareada solidaridad entre españoles que debe ir mucho más allá que el confinamiento doméstico como forma de contener el contagio.
Pero está visto que este deplorable Gobierno no entiende por "sentido de Estado" otra cosa que la censura de toda crítica a su forma de afrontar la pandemia y las consecuencias económicas de la misma. Mientras, confía en que la máquina de imprimir billetes del Banco Central Europeo haga sostenible su adicción al gasto y al endeudamiento, por lo que se ve mucho más irrefrenable que el propio coronavirus. Lo peor es que la oposición y buena parte de la prensa parecen haber comprado al Ejecutivo su letal mercancía averiada.